Un puñado de judíos emigrados a EE.UU. convirtió en industria el artefacto de los Lumière.
CARLOS BOYERO
Nacieron en el siglo XIX y alborotaron con sus impresionantes inventos el XX y los que vendrán después. Revolucionaron la ciencia, el pensamiento, la psiquiatría. Desmintieron verdades que se consideraban inmutables. Fueron geniales. Se llamaban Albert Einstein, Karl Marx y Sigmund Freud.
No puede ser casual que los tres fueran judíos. Tampoco interviene la fortuna al constatar la deslumbrante mayoría de esta raza entre los premios Nobel en todas sus disciplinas. Hace evidente el respeto y la dedicación ancestral de los genes hebreos hacia la cultura, el arte, las ideas, esas cosas que sirven de alimento al alma. También hacia los inventos que mejoran la existencia de la gente, eso conocido como progreso.
Reducir la vocación de esta raza a su transparente capacidad para los negocios, a su habilidad, su intuición o su astucia para ganar dinero, es una simplificación grotesca. De acuerdo, la banca de cualquier parte y de Wall Street llevan múltiples apellidos judíos, pero repasen la historia de la música, la filosofía, la literatura, la pintura, el teatro, el cine, y descubrirán que su protagonismo es abrumador. Ya sé que no se debe generalizar sobre virtudes y defectos de los pueblos, que se presta al peligroso o inexacto estereotipo, que tiene que haber de todo en las distintas y múltiples viñas del Señor, pero también que la tradición, o la educación, o la tendencia a explorar determinados y trascendentes caminos relacionados con el espíritu, forma parte de las eternas señas de identidad de algunos pueblos.
Sabemos que el cine como artefacto lo parieron los hermanos Lumière, o Edison, o un personaje experimentador que no logró salir del anonimato porque no supo vender su invento. Sabemos que Méliès dotó de lenguaje a esa máquina mágica. Todos ellos gentiles. Pero está claro que los que convierten el cine en una industria de proporciones colosales e intentando que alcance algún día la denominación de séptimo arte son judíos que emigraron a Estados Unidos. Y si buceas en el expresionismo alemán también les encuentras. Y en Rusia, un tal Eisenstein. Y así.
La historia de esos peleteros checos, sastres húngaros, viajantes ucranios, comerciantes polacos que fundarán Hollywood (y ahí siguen después de cien años) está contada en un apasionante libro de Neal Gabler, tan documentado como bien escrito, que se titula Un imperio propio. Cómo los judíos inventaron Hollywood. Publicado en 1989, hasta ahora no tenía traducción al castellano. Mejor tarde que nunca.
Gabler no solo aporta datos, sino que posee teorías sobre la implicación de los judíos a través del cine norteamericano no solo con la intención de hacerse ricos, sino de lograr la respetabilidad y su anhelo de integración en el nuevo mundo, creando mediante sus películas el estilo de vida norteamericano, orientando la venta de sueños hacia la clase media y la clase baja, proponiendo como modelos vitales a gente sin la menor relación con los orígenes de sus creadores. Esa permanente exhibición sobre los principios, los ideales y los valores que definían el modo de vida americano se lo inventaban personas que podían hablar dificilmente el inglés y cuyos padres se expresaban en yidish; que habían vivido en Europa los pogromos, el recelo y la discriminación; que habían vivido realidades muy duras antes de que les vendieran a los nativos en la pantalla la América que ellos imaginaban.
Y había de todo entre aquellos magnates judíos que buscaban su lugar en el sol. Desde los que americanizaron sus apellidos intentando ocultar sus orígenes hasta los que siguieron fieles a los viejos rituales de su religión y de sus tradiciones; desde los que siguieron poseyendo conciencia de raza hasta los que intentaban parecer más norteamericanos que los que habían nacido allí después de varias generaciones, más papistas que el Papa en una religión en la que no fueron educados; desde los que ayudaban con su poderío económico a Israel (incluido el terrorismo del Irgún) o contrataban preferentemente a judíos al todopoderoso, cruel y cínico Harry Cohn, que manifestaba su admiración incondicional a Mussolini, o Louis Mayer, que alardeaba de su íntima amistad y su complicidad moral con el temible cardenal Spellman y de paso impedía que la jerarquía católica se mosqueara con ninguno de los mensajes subversivos que se podían colar en alguna de sus películas.
Neal Gabler sigue la pista de los zares de los grandes estudios de Hollywood desde que esos descubren a comienzos del cine mudo en Nueva York el inmenso negocio que puede suponer convertirse en exhibidores y distribuidores hasta que se trasladan a California para también producirlo, para lograr el control absoluto de una diversión que fascina al gran público, en una época que abarca desde los años diez hasta los cuarenta. Gabler hace un retrato inteligente, complejo y penetrante, repleto de luces y sombras, de Adolph Zukor, Carl Laemmle, Jesse Lasky, los hermanos Warner y los hermanos Cohn, William Fox, Louis Mayer, Marcus Loew y del único príncipe de Hollywood, niño prodigio y enigmático, incapaz de equivocarse en la valoración de las películas, temido y secretamente romántico, gran cerebro y ejecutor de la Metro, director de estudio a los 20 años y muerto a los 37, un tal Irving Thalberg, alguien cuya obra le glorifica y que mereció que el gran Scott Fitzgerald le hiciera protagonizar bajo el nombre de Monroe Starr su última e inacabada novela, El último magnate.
Gabler resume lúcidamente la creación y el crecimiento de Hollywood con esta reflexión: “Los estudios eran depósitos de sueños y esperanzas, seguridad y poder. Si uno no podía controlar el mundo del poder y la influencia reales, el prestigioso mundo de los grandes negocios, las finanzas y la política, a través del estudio podría al menos crear todo un universo ficticio que poder controlar. Lo que daba a cada estudio una personalidad única era el elaborado cálculo de la situación económica, la ubicación de sus cines, la tradición, la geografía y muchas otras cosas; pero, sobre todo, era el producto de la personalidad de un hombre, o unos hombres, a los que pertenecía y que lo dirigían. Los magnates creaban los estudios a su imagen y semejanza para realizar sus propios sueños”.
Un imperio propio. Cómo los judíos inventaron Hollywood, de Neal Gabler. Prólogo: Román Gubern. Introducción: Diego Moldes. Traducción: Violeta F. Castro, María F. Valls, Marta Gámez y Raquel Ibáñez de la Torre. Confluencias.
Fuente: elpais.com
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