ESTHER SHABOT
El plan francés es el de configurar un marco internacional que patrocine y medie entre las partes a fin de que el diálogo se restablezca.
Una de las líneas de la política exterior francesa abocada a recuperar el papel protagónico que Francia como potencia mundial tuvo en el pasado, ha sido la de asumir la responsabilidad de dar impulso a un proceso de negociación entre israelíes y palestinos. El plan francés es el de configurar un marco internacional que patrocine y medie entre las partes a fin de que el diálogo se restablezca. Concretamente y con ese propósito, la fecha para la primera reunión en París de docenas de ministros de relaciones exteriores de diferentes naciones se marcó para el 30 de mayo, ocasión en la que si bien no asistirían representantes ni de Israel ni de Palestina, se daría el banderazo de salida para que una vez definidas ciertas premisas básicas del proceso, se iniciara en el verano próximo el diálogo negociador destinado a concretar la fórmula de “dos Estados para dos pueblos”.
Sin embargo, este proyecto francés parece estar desmoronándose a raíz de su reciente rechazo por parte del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, quien considera —según sus propias palabras— que el plan alejaría a los palestinos de la mesa de negociación. Según Netanyahu, lo único que podría funcionar sería el diálogo bilateral sin precondiciones y sin mediación alguna, lo cual significa, de hecho, seguir reproduciendo el impasse existente desde hace algunos años, impasse que en términos palestinos se puede traducir como “mantenimiento de la ocupación” y en términos del gobierno israelí como “administración del conflicto”.
A diferencia de gobiernos anteriores, el que actualmente rige en Israel se caracteriza por su composición básicamente ultranacionalista y de derechas. Por tanto, lejos está de tener como objetivo avanzar en el proyecto de “dos Estados para dos pueblos”. Más bien se dirige a lo contrario, y para ello ha tenido en su favor que los cambios regionales, a pesar de lo caóticos que han sido, le han beneficiado.
A fin de cuentas, Egipto y Jordania siguen manteniendo el acuerdo de paz con Israel; con Arabia Saudita y demás países del Golfo Pérsico hay cada vez más lazos de cooperación en múltiples áreas a pesar de que oficialmente no existen relaciones diplomáticas entre ellos e Israel; Siria, su hostil vecino norteño, está ocupado con la inconmensurable tragedia que vive desde hace cinco años cuando estalló su guerra civil; el Hezbolá libanés, uno de los más acérrimos enemigos de Israel, se halla en una problemática situación en virtud de su intervención directa en la guerra en Siria por un lado, y por el otro, de sus crecientes conflictos con los demás segmentos políticos de Líbano, país al que Hezbolá pertenece; y con Turquía está a punto de alcanzar una importante reconciliación luego de años de desencuentros.
En cuanto a Irán, cuya retórica ha sido que Israel no tiene derecho a existir, su acuerdo con el G5+1 en cuanto a detener su desarrollo nuclear lo está reintegrando poco a poco a la comunidad internacional obligándolo a comportamientos menos belicosos aparentemente. Es notable cómo, por ejemplo, durante los últimos ocho meses el propio Netanyahu ha dejado de mencionar a Irán en sus discursos, siendo que anteriormente era su tema obsesivo sobre el cual disertaba una y otra vez tanto en ámbitos locales como en foros internacionales.
En estas condiciones es que Netanyahu ha rechazado la iniciativa francesa de participar en una conferencia internacional de paz organizada por París. Tal vez porque cuando a nivel regional las cosas parecen estar yendo razonablemente bien para Israel, crece la peligrosa ilusión de que el conflicto con los palestinos se puede seguir administrando eternamente. Sólo que los datos demográficos, los cíclicos estallidos de violencia y en general las condiciones inherentes a la ocupación —no buscada en sus orígenes pero que dura ya casi medio siglo— anuncian que no hay manera alguna de que se pueda mantener el statu quo actual indefinidamente.
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