El violinista sin fronteras

Yehudi Menuhin, uno de los instrumentistas más aclamados del siglo XX, habría cumplido ahora cien años. Una impresionante publicación explica el porqué de su leyenda.

LUIS GAGO

Ha habido muchos grandes violinistas en el siglo XX, una auténtica edad de oro del instrumento. Pero ninguno de ellos alcanzó la fama, disfrutó del predicamento o conquistó un prestigio lejanamente comparables a los de Yehudi Menuhin, y las razones no pueden buscarse solo en el ámbito estrictamente musical. El motivo no es otro que Menuhin fue mucho más que un gran violinista o, en sus últimos años, un inspirado —aunque con muy evidentes limitaciones— director de orquesta. Fue también un hombre comprometido, generoso, reflexivo, valiente, curioso, audaz, compasivo y siempre adornado con la aureola, en los escenarios y fuera de ellos, de un carisma irresistible.

Nacido el 22 de abril de 1916 en Nueva York, de padres judíos de origen bielorruso, dio muestras de un talento musical precoz, que supo canalizar muy bien en San Francisco —adonde se trasladó con su familia a partir de los dos años— su primer profesor, Louis Persinger, discípulo de Arthur Nikisch en Leipzig y Eugène Ysaÿe en Bruselas. Fue el primer contacto de Yehudi, aún indirecto, con Europa, que acabaría por convertirse en su hábitat natural: en París dio clases con George Enescu, el más idolatrado de sus maestros; más tarde haría de Londres su hogar, con el tiempo adquiriría la nacionalidad británica, sería nombrado baron Menuhin of Stoke d’Abernon y su acento se tornaría tan inglés o más que el de la mismísima reina Isabel. Murió en Berlín en 1999.

Oír las grabaciones del niño y adolescente Menuhin es asistir a un derroche inagotable de talento natural, aún sin desbastar y desprovisto en gran medida de reflexión. Cuando por fin llegó esta, después de innumerables giras y un fallido primer matrimonio, la técnica ya no era, en cambio, la de antaño, pues los problemas físicos que acechan a todo violinista se manifestaron en Menuhin en el brazo derecho tan prematuramente como habían asomado sus omnímodas capacidades infantiles. Pero ello no le hizo nunca arredrarse y los micrófonos fueron dejando fielmente gozosa, gloriosa y dolorosa constancia de todos sus logros, sus encrucijadas y sus tropiezos.

Los 80 discos que recoge el grandioso homenaje que le rinde ahora en su centenario Warner Classics (que ha absorbido el fondo de catálogo de EMI, sello que registró el grueso de la discografía de Menuhin) no pretenden ser una compilación completa o exhaustiva: en ese caso, debería haber duplicado como poco el ya gran tamaño de El siglo de Menuhin. El objetivo parece haber sido, por un lado, brindar una imagen lo más plural posible de un artista polifacético que no cesó de reinventarse durante más de medio siglo y, por otro, recuperar grabaciones apenas conocidas o incluso jamás publicadas anteriormente. En ese sentido, uno de los seis volúmenes que integran la publicación, titulado Grabaciones y rarezas inéditas, es una constante y gratísima caja de sorpresas: desde una Sonata op. 12 núm. 1 de Beethoven grabada con solo 13 años hasta un generoso popurrí de piezas de recital con el gran pianista Gerald Moore, pasando por un imprevisible Concierto para violín de Chaikovski con Adrian Boult. Pero ¿cómo es posible, por ejemplo, que hayan estado durmiendo medio siglo en los archivos versiones tan magníficas, y tan características del Menuhin camerista, de obras de referencia como el Octeto o el Quinteto de cuerda de Schubert, en las que se ve secundado por algunos de sus grandes incondicionales, como Robert Masters, Cecil Aronowitz o Maurice Gendron?

No faltan tampoco grabaciones históricas, y una de las más impresionantes es la de las seis Sonatas y Partitas para violín solo de Bach, la primera integral discográfica de un repertorio aún desdeñado entonces por los grandes violinistas. Grabadas en París en 1934-1936, anteceden en poco a otro hito similar: las Suites para violonchelo que registraría Pau Casals. Otro portento del adolescente Menuhin es su grabación del Concierto para violín de Elgar con el propio compositor al frente de la Sinfónica de Londres. El solista tenía 16 años, y el director, a menos de dos de su muerte, 75: aun así se produjo el milagro de la comunión de ambos. Y por fin tenemos reunidas sus grabaciones completas con Furtwängler y Enescu, que aquí toca el violín (el Doble concierto de Bach), el piano y dirige admirablemente, sobre todo el repertorio francés.

Menuhin se aventuró por caminos apenas hollados o inexplorados por completo. Fue el primer gran instrumentista en incorporar a su rutina diaria las bondades del yoga, que empezó a practicar muchísimo antes de que se pusiera de moda, con el yogacharya B. K. S. Iyengar: muchos estudiantes de violín colgaron en sus estudios —por si les inspiraba— una famosa fotografía de un Menuhin aún joven practicando shirshasana (postura vertical sobre la cabeza) en la habitación de un hotel. Años después, en 1982, haría lo propio sobre el podio de la Filarmónica de Berlín, dirigiendo con los pies una Quinta sinfonía de Beethoven.

Este amor por Oriente también se plasmó en sus interpretaciones de música hindú, sentado descalzo sobre el suelo, al lado de Ravi Shankar, y su afán de probarlo todo lo llevó a tocar jazz con Stéphane Grappelli, un grande entre los grandes. No hay que ser un lince para saber cuándo toca uno u otro, o quién hay empuñando cada violín cuando lo hacen juntos, pero eso es lo de menos. Lo asombroso es que el coraje y la curiosidad de Menuhin nunca remitieran, como cuando grabó las seis Sonatas para violín y clave de Bach o las doce Sonatas op. 5 de Corelli con el clavecinista George Malcolm antes, o en plena eclosión, del movimiento interpretativo historicista.

Los 11 DVD permiten verlo tocar a lo largo de prácticamente toda su carrera y también hablar distendidamente a su amigo y protegido Bruno Monsaingeon, el verdadero alma mater de esta portentosa publicación y autor de los textos del lujoso libro (Pasión Menuhin. El álbum de una vida) que complementa sonidos e imágenes. Relajado en su casa de Miconos, Menuhin habla de sí mismo, de su intensa vida y de muchos de los grandes que trató y conoció, casi todos presentes en la colección: Furtwängler (al que defendió cuando más lo necesitaba), Bartók (a quien encargó la Sonata para violín solo para ayudarle a morir dignamente), ­Britten (con quien tocó en hospitales y campos de concentración recién liberados en la II Guerra Mundial), Karajan (“su mayor deseo era mantenerse joven”), Oistrakh (se empeñó en que tocaran juntos traspasando el telón de acero), Casals (peregrinando como un admirador más hasta Prades), Glenn Gould (el único capaz de tocar tan bien como Enescu la introducción pianística del Adagio de la Sonata. op. 96 de Beethoven) y, claro, Enescu, siempre Enescu. Yehudi tiene palabras largas y amorosas para su hermana Hephzibah, una pianista colosal que protagoniza con él otra de las cajas de la colección, con nada menos que 20 discos cuajados de pequeños prodigios. Y lo vemos en sus actuaciones en la Unión Soviética en los años ochenta, de vuelta a sus orígenes, donde fue recibido por hombres y mujeres de rostros extasiados que lo acogieron como “uno de los nuestros”. La visión de Monsaingeon es, por supuesto, muy complaciente con su personaje, por lo que conviene ver también como contrapeso el documental de Tony Palmer, reeditado estos mismos días por el británico en su propio sello, que mete el dedo en la llaga de las muy profundas heridas familiares: las confesiones de su hermana Yaltah son lacerantes, y es inolvidable ver, justo al final, a un Menuhin casi octogenario llamando aún reverencialmente “mammina” a su diminuta pero hiperdominante madre, Marutha, que murió con 104 años.

En una vida tan plena, lo que más impresiona de Menuhin es su capacidad para sobrevolar sus limitaciones. Nunca se recuperó del todo de sus dolencias físicas, que dejaron una huella indeleble en su sonido, que se volvió frágil, quebradizo, pero que jamás perdió la calidez, la sinceridad, la hondura y la cercanía del ser humano que lo producía. En el fondo, lo más conmovedor del arte de Menuhin, superados sus fulgurantes años de niño prodigio, es justamente su imperfección en un mundo —el de la interpretación musical clásica— en el que prima y se deifica absurdamente lo contrario.

Fuente:elpais.com

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