HUGO RIFKIND
No hablemos del Medio Oriente sólo por ser el Día del Holocausto. Eso es todo lo que pido. Independientemente de lo que pensemos sobre el tema, simplemente no lo hagamos.
Hablemos de otra cosa. Quizás de Auschwitz, de un espacio que es probablemente más grande que cualquier otro que hayamos conocido, a menos de que hayamos visitado la Plaza de Tiananmen. Imaginemos ese espacio vacío – sin tierras de cultivo o bosques – con el fin de crear un lugar para matar.
Imaginemos las vías del tren que se detienen en un punto. Es el final de la línea. Hablemos de las personas que bajan del tren, mencionemos de dónde subieron y quien les ordenó que lo hicieran. Antes, eran como cualquier otra persona. Luego llegaron aquí, para esto, al final de la línea. Hablemos de todo lo que sufrieron antes, y cuántas personas estuvieron involucradas en ello.
Hablemos de los ladrillos, si así lo desean. Hay 300 edificios en Auschwitz-Birkenau, el extenso campo reconstruido tras la explosión del campo original. 300. Eso requiere muchos ladrillos, rojos, colocados por manos humanas, uno tras otro. ¿Acaso ellos querían hacerlo, o fueron forzados? ¿Sabían ellos para qué eran todos estos ladrillos rojos? ¿Tenían sospechas? ¿Qué hubiera pasado si cada uno de ellos se hubiese negado? ¿Acaso todo se habría detenido?¿Qué hubiesen hecho ustedes en su lugar?
Hablemos de las casas de campo, convertidas en cámaras de gas. Es difícil hablar de ellas por mucho tiempo, de verdad, pero intentemos. ¿Cómo se puede transformar una casa de campo en una cámara de gas? ¿Por dónde se empieza? Imaginemos que salimos una noche al balcón y reflexionamos sobre cómo hacerlo mientras fumamos una pipa. Alguien lo hizo.
¿Y las cosas que sucedieron en las cámaras de gas? Es aún más difícil hablar de eso. Así que no lo hagan si no lo desean. Hablemos sobre lo que sucedió después, del cuarto lleno de cabello. Un cuarto. Lleno de cabello. Lo sé, lo sé, todo el mundo habla de ese cabello – una breve visita a un campo de concentración, y todo es cabello, cabello, cabello – pero aún así, hagamos algo. Hablemos sobre el cabello de una hermana, de un padre o una abuela, y cómo se vería si estuviese desecho, enredado entre otros cabellos y se dejaría secar durante tres cuartos de siglo. Polvoriento y rígido. Un cabello que nos hace no querer respirar al verlo de cerca, por temor a que se rompa, y que nos invada con el viento.
Hablemos de los zapatos. Otro cliché, lo sé, pero aún así, hablemos de ellos ¿Tienen hijos? ¿Hermanos menores? ¿Conocen el tamaño de sus zapatos? Encontrarán otros del mismo tamaño en Auschwitz. Entremos, y su ojo los identificará; es todo lo que queda de alguien que nunca calzó zapatos más grandes. Imaginemos matar a un niño y luego mirar sus zapatos. Diez niños, y sus zapatos. Cien niños, y sus zapatos, o mil. ¿Acaso una pequeña parte de cada uno de nosotros pensaría que todo el mal en el mundo podría ser detenido, para siempre, si alguien hubiese mirado, detenidamente al par de zapatos de un pequeño? Hablemos de que ese no es el caso. Porque no lo es, ¿no es cierto?
Cuando hablamos del Holocausto tendemos a categorizar. Por un lado ponemos a los judíos, los gitanos, los homosexuales y disidentes. Por el otro, a los alemanes, y sus diversos ayudantes; ya sean polacos, ucranianos o franceses. Sin embargo, ¿qué sentido tiene eso? ¿Hay algo particularmente judío sobre un pequeño pie en un zapatito? ¿Hay algo particularmente alemán en colocar un ladrillo sobre otro?
No es extraño que las víctimas del Holocausto sientan que esto es suyo, ya que todo esto les sucedió a ellos. Para un judío o un gitano y muchos más, el Holocausto no es algo intangible, teórico o un artículo de fe, sino un niño que fue asesinado a los siete años, que nunca llegó a ser tu tío, una y otra vez.
Sin embargo, me parece que el verdadero horror de esos millones de muertos, no es el horror de lo que una tribu fue capaz de hacer a los demás. Se trata de lo que la gente hizo a otra gente. En mi opinión, pensar que la configuración de estas tribus era inevitable, o incluso terriblemente importante es un verdadero acto de parcialidad. Cualquiera pudo haberlo perpetrado contra cualquier otro. Es parte de lo que los humanos llegan a hacer. Hablemos de eso. Hablemos acerca de qué lado estaríamos si algo así volviese a suceder. Y hablemos de lo seguros que estamos.
Esto no sucedió en el Medio Oriente, donde la barbarie se cuela junto con la locura y el miedo. Tampoco en África, donde un trauma se encima a otro durante siglos. El Holocausto ocurrió en Europa. En tierras de violonchelos, corbatas, y bicicletas. Tanto los muertos como los asesinos conocían la música de Mozart, las teteras de porcelana, distintas variedades de quesos, médicos de familia, picnics, paseos por la tarde. Sin embargo, un buen día, echaron todo eso a un lado, y comenzaron a deslizarse hacia otra cosa. Desde leyes hasta cristales rotos e insignias. Desde guetos a trenes, y todo lo demás. Gente como tú y yo.
Ese es el sentido de recordar el Holocausto. No es un acto de honor para los que perecieron, ni un acto de desafío contra los asesinos. Eso es demasiado fácil. Más bien, es como la moneda en manos de un alcohólico que le recuerda no beber. Recordar es estar conscientes de que nosotros, como seres humanos, nos balanceamos en el borde de la indecible; siempre mucho más cerca de destruir de lo que desearíamos admitir. Todos nosotros, en todas partes, todo el tiempo.
Fuente: Holocaust Educational Trust Blog
Traducción: Esti Peled
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