Herzl: Con voluntad, todo es posible

ELI COHEN

Desde lo que la Biblia nos cuenta de Abraham, Moisés o el rey David hasta el Zuckerbeg de Facebook, pasando por el Talmud, Hollywood o la teoría de la relatividad de Einstein, ya sea en lo particular (religión, etnia, cultura) como en lo universal (ciencia, empresa, arte, etc.), el liderazgo es un elemento vehicular en el mundo judío. Toda pequeña gran familia necesita de un paterfamilia que la guíe, y la judía lo ha entendido muy bien desde siempre; por eso promociona constantemente el liderazgo (sirvan como ejemplo tres programas muy conocidos entre la comunidad judía mundial: el ROI, el seminario diplomático para jóvenes líderes organizado por la cancillería israelí o el Liderazgo Joven de las Federaciones Judías de Norteamérica).

Los judíos son sus líderes porque son éstos los que han dirigido los cambios colectivos trascendentales. Uno de los más importantes, no muy conocido fuera del judaísmo, es Theodor Herzl, el fundador del sionismo como movimiento político de liberación nacional, a finales del siglo XIX, que finalmente culminó con el nacimiento del moderno Estado de Israel, el 14 de mayo de 1948.

Herzl pudo haber pasado a la historia como un ilustrado dramaturgo, periodista, escritor –probablemente sin demasiada relevancia, debido a la constelación de artistas y profesionales liberales que brillaron en su época–; pero no: pasó por lo ya comentado, que logró a fuerza de voluntad y obstinación.

Nacido en Pest, Herzl creció en el mismo barrio en el que vivía uno de los intelectuales judíos más emblemáticos de la edad contemporánea: Sigmund Freud. Su familia, laica, liberal y asimilada, era hija de la Haskalá, del iluminismo judío que, tras la Ilustración y las revoluciones europeas, planteó a los judíos, recién salidos del gueto, un nuevo paradigma: abrirse a la sociedad e integrarse. De la Haskalá surgieron las posteriores reformas del judaísmo –que la ortodoxia, otra reforma, pero más antigua, aún no acepta– y en consecuencia también el sionismo, como nueva forma de identidad judía, como visión para el porvenir del pueblo en su conjunto y, sobre todo, como fruto de la constante revolución en el pueblo judío desde que se tiene memoria.

Herzl no era practicante, y seguramente no era creyente –según su biógrafo Amos Elon, Herzl se declaraba ateo–, pero en el judaísmo, como etnorreligión que es, eso no significa mucho, o al menos no importa demasiado en el caso que nos ocupa.

Después de probar suerte con las ciencias, Herzl se trasladó a la refinada capital del Imperio Austrohúngaro, Viena, y tras licenciarse en Derecho trabajó como corresponsal de la Neue Freie Presse en París. Hasta entonces, su militancia o sus opiniones sobre el antisemitismo y el futuro del pueblo judío eran anecdóticas, y de una repercusión mínima. Antes de la catarsis Dreyfus, aún discutida por los historiadores, Herzl creía que la forma de acabar con el antisemitismo pasaba por la asimilación de los judíos en las culturas y religiones imperantes en Europa. Sin embargo, en Francia, el golpe fue demasiado fuerte. El “¡Muerte a los judíos!” que se coreaba en las calles con motivo del juicio por traición contra el capitán Alfred Dreyfus, condenado injustamente –el mismo “¡Muerte a los judíos!” que años más tarde conmocionó al niño George Steiner, a quien su padre tranquilizó con un “No te asustes, hijo mío, lo que ves se llama Historia”–, fue el detonante. A partir de entonces, Herzl vio al antisemitismo como un problema sin solución posible. Era necesario escapar y buscar un refugio. Sobre esos días, Herzl escribió en su diario:

En París (…) alcancé una actitud más libre hacia el antisemitismo, que ahora empiezo a entender históricamente y a perdonar. Por encima de todo, reconocí el vacío y la futilidad de tratar de ‘combatir’ el antisemitismo.

Ayer como hoy, tener una casa y un techo, sea en alquiler o en propiedad, es definitivo para reconocer la indigencia. Un pueblo sin techo es un pueblo indigente, indefenso y desamparado. Herzl lo entendió perfectamente y se dedicó en cuerpo y alma, junto a su amigo Max Nordau, a conseguir la autodeterminación del pueblo judío en su tierra ancestral, anhelada por dos mil años. La solución era la emancipación. Punto. Después de concebir la idea, la desarrolló en un libro que escribió en Viena en 1895 y que cambiaría el mundo: El Estado judío.

Dos años después, en agosto de 1897, Herzl reunió en Basilea, por primera vez en 2.000 años, a judíos de todo el mundo para celebrar el Primer Congreso Sionista. Ahí empezó el Israel que hoy conocemos: “En Basilea fundé el Estado Judío”, escribirá después Herzl.

Herzl imaginó, es cierto, un Israel distinto al de hoy. Su ideal lo definió en su ulterior libro Una vieja nueva tierra: un Israel más laico, más ilustrado y menos crispado. Pese a ello, al decir de Shimon Peres, “el Estado que hemos creado ha superado todo nuestros sueños”. O, como cerró Herzl su obra magna (El Estado Judío),

El mundo será liberado por nuestra libertad, enriquecido por nuestra riqueza, magnificado por nuestra grandeza. Y todo lo que intentemos lograr para nuestro propio bienestar repercutirá con fuerza y de forma beneficiosa en el bien de la Humanidad.

Perednik escribió una vez que sin el empeño y la constancia de Herzl el sionismo no habría triunfado como idea. La idea no era nueva, era vieja: León Pinsker la perfiló en su libro Emancipación. El debate histórico sobre si Herzl leyó a Pinsker sigue ahí, aunque tampoco es trascendental. Lo relevante fue la constancia y el trabajo duro de Herzl para que los judíos tuvieran un hogar nacional reconocido por las demás naciones del mundo.

Aunque no pudo ver materializarse su Judenstaat, su impronta está bien presente en ese pequeño Estado de Oriente Medio que, pese a los problemas y amenazas, sigue prosperando.

Herzl es un líder ejemplar que trasciende las fronteras del pueblo judío: identificó una necesidad, aportó una solución que apoyaron millones de personas, la desarrolló y su movimiento no murió con él, sino todo lo contrario. Su proyecto cambió el mundo tal y como lo conocemos. Y, como buen líder, infundió en sus seguidores el ánimo necesario para llevar a cabo la gesta: “Si lo queréis, no será una leyenda”.

El legado de Herzl es inmenso, para los judíos por razones evidentes y para todos los mortales por su lección principal: con voluntad, todo es posible.

Fuente: El Medio –  Reproducción autorizada con la mención: ©EnlaceJudíoMéxico

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