Sobrevivir

JUAN VILLORO

En 1968 el arquitecto Richard Meier transformó las oficinas ubicadas en el edificio Westbeth, del Village de Nueva York, en residencias para artistas. Desde 1970 el sitio es habitado por pintores, fotógrafos y escenógrafos. Una vez al año invitan a escritores a leer ahí. Los visitantes compran un boleto que les permite asistir a tres lecturas en otras tantas salas del edificio. El pasado 28 de abril tuve la suerte de leer en el departamento de la fotógrafa de origen argentino Patricia Dillon.

Mi anfitriona había encendido velas que resaltaban el contraste entre los muebles oscuros y las paredes claras. Era como estar dentro de una foto en blanco y negro decorada con imágenes a color: torsos hechos con partes de distintos cuerpos que recordaban el trabajo de una inquilina anterior del edificio, Diane Arbus.

En esa atmósfera dominada por el efecto “sutilmente mágico de la fotografía” (para usar la expresión de Ferdinando Scianna), conocí a Guy, músico de rock de sesenta y un años que en los tiempos de la new wave estuvo cerca del grupo Blondie. Por cada protagonista de la escena underground, hay diez que no triunfaron y asumieron la tarea vicaria de los testigos que cuentan historias. Una lesión en la mano y el exceso de drogas segaron la carrera de un guitarrista promisorio. Ahora Guy trabaja como técnico de sonido en la comunidad católica de Nueva Jersey y acaba de regresar del Vaticano, donde tuvo a su cargo la sonorización de un sínodo presidido por el papa Francisco.

Leí mi relato “Los culpables” y una persona preguntó si era posible vivir sin remordimientos. La ausencia de un filósofo o un sacerdote en la sala hizo que fuera yo quien respondiera. Dije que en mayor o menor medida el sentimiento de culpa es inevitable. No podemos ser ajenos a las consecuencias de nuestros actos.

Cuando los demás se despidieron, Guy quiso hablar conmigo. Los ojos le brillaban en forma peculiar. Me puso al cuello una imagen de la Virgen de Guadalupe recién traída de Roma, como si selláramos un pacto. De la lectura habíamos pasado a la comunión.

Guy contó que en su juventud, cuando aún soñaba con emular a Jeff Beck y era “obscenamente apuesto”, asistió a una fiesta en una casa de campo en California, donde conoció a la célebre sexóloga Ruth Westheimer. Al ver que ella tenía un número tatuado en el antebrazo, le preguntó si había estado en un campo de concentración. La doctora pareció molestarse con una pregunta que a la distancia Guy considera “sinceramente morbosa”; sin embargo, en vez de despachar al guitarrista, lo tomó de la mano y le pidió que fueran al bosque que circundaba la casa.

Al ver que Guy salía a la intemperie acompañado de la sexóloga más famosa de la televisión, sus amigos le guiñaron ojos cómplices, anticipando una aventura erótica. Por su parte, Guy anticipaba un testimonio del horror en los campos de exterminio.

Ninguno de estos burdos extremos narrativos se cumplió. Westheimer aprovechó el silencio del bosque para demostrar que las buenas historias no son predecibles y dependen de una curiosa ambigüedad. Sólo siete mujeres sobrevivieron a los rigores del campo donde estuvo presa. Años después, todas trabajaban como terapeutas. “¿Sabes por qué?”, le preguntó a Guy: “Porque no soportamos la culpa de haber sobrevivido”.

Dos tramas primitivas fracasaron ese día. Los amigos imaginaron en vano un romance entre la sexóloga y el rockero y el propio Guy imaginó en vano un escalofriante relato del Holocausto. Lo que la doctora tenía que decir era más complejo: no sólo el mal produce culpa. El alivio de salvar la vida puede llegar con la sombra de la culpa. Que alguien alcance su objetivo y lo disfrute demuestra que la felicidad y los libros de autoayuda tienen una causa. Que alguien sobreviva y sufra por ello es una enigma superior: demuestra que la conciencia existe y que, en ese tempestuoso territorio, sobrevivir entraña el suplicio de que otros no lo hayan hecho. De esa contradictoria materia surge la literatura.

Estaba por despedirme cuando sobrevino otra revelación. Guy cantó una de sus canciones, “Amarte es mi crimen”, basada en un hecho real, sobre un hombre que copula con la momia de su amada. Esa trama escabrosa era lo opuesto a la ambivalencia y las tensiones morales que se desprendían de lo dicho por la doctora Westheimer. El guitarrista parecía no haber entendido el sentido profundo de la historia que acababa de contar y acaso la repetía para buscar su verdadera esencia o para que fuera otro el culpable de escribirla.

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