Héroe doblemente condecorado de Polonia, homenajeado también por Israel, Jan Karski es uno de aquellos hombres que destacan con luz propia sobre el negro trasfondo de la Segunda Guerra Mundial.
SILVIA SCHNESSEL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Nacido Jan Kozielewski, en 1914, adoptó el apellido con que se le conoce en su época de clandestinidad, cuando era miembro activo de la resistencia polaca.
Devenido emisario del gobierno polaco exiliado en Londres, Karski efectuó durante la guerra dos viajes a los EE.UU., el segundo de los cuales (en 1944) tenía por objetivo promover la realización de una película sobre la situación en Polonia. Fracasado este proyecto, Karski optó por escribir un libro basado en sus experiencias como resistente, el que fue publicado en diciembre del mismo año bajo el título de ‘Story of a Secret State’. Fue uno de los grandes éxitos editoriales de la temporada; la crítica le prodigó encendidos elogios y el público lo premió agotando muy pronto la tirada de cuatrocientos mil ejemplares (algo similar ocurrió con la inmediata edición británica).
Con la guerra todavía en curso, el libro mostraba a los lectores uno de sus flancos menos conocidos en Occidente. No se sabía mucho del portentoso esfuerzo de la nación polaca por sobrevivir, más aun, por contribuir a la lucha total contra la Alemania hitleriana. Que la resistencia de ese recóndito país, fagocitado en la fase inicial del conflicto por las dos mayores potencias totalitarias, pudiera tener un nivel tan sofisticado de organización y comprometer en tan alto grado la voluntad y el espíritu de sus hijos: esto debía por fuerza sorprender tanto como conmover al público, sobre todo el de un país como los EE.UU., que ignoraba lo que era padecer en carne propia un régimen de sometimiento absoluto. Además, o sobre todo, estaba el valor agregado del testimonio relativo a lo que se conocería como el Holocausto, que ocupa una parte menor del libro (sólo dos entre 33 capítulos), pero que terminaría por convertirse en su ingrediente principal.
El propio Karski hizo de la denuncia del genocidio perpetrado por los nazis el meollo de su actividad en tierras norteamericanas, antes del fin de la guerra.
El de ‘Jan Karski’ era apenas uno entre los varios nombres en código que Kozielewski empleó como agente clandestino. En agosto de 1939, tras varios años de estadía en Europa occidental, nuestro hombre aspiraba a completar sus estudios universitarios cuando debió responder a la orden de movilización decretada por el gobierno. Destacado con su regimiento en las proximidades de Oświęcim (de ominoso recuerdo como la germanizada Auschwitz), el teniente Kozielewski no tuvo ocasión de combatir a los alemanes, y sí en cambio cayó prisionero de los soviéticos. Aprovechando un intercambio de prisioneros entre los socios de ocasión, Alemania y la URSS, se escabulló desde el tren que lo trasladaba a la zona alemana, y poco más tarde se incorporó a la resistencia de su maltrecho país.
Siguieron a continuación unos años de pesadilla, de los que Karski sólo podía sentirse compensado en su vena patriótica: su experiencia como resistente, en efecto, proveía a la conciencia de pertenecer a un pueblo inclaudicable en su determinación de sacudirse el yugo extranjero. Desempeñó diversas funciones secretas, incluyendo la de agente de propaganda y la de emisario en Francia. La segunda de sus misiones en este país, antes de la debacle francesa, le deparó uno de sus momentos más traumáticos: fue capturado por los alemanes, que lo torturaron como sabían hacer. Pero no sólo el tormento, también el desabastecimiento hizo presa de su cuerpo, sometido como la generalidad de sus compatriotas a una permanente situación de hambruna.
Todas las privaciones y quebrantos se abatían sobre los polacos, cuya historia estaba cuajada de episodios de ocupación y desmembramiento por potencias extranjeras pero que, hasta entonces, no había soportado una tentativa radical de exterminio de la ‘polonidad’, de la identidad polaca: tal era, lisa y llanamente, el objetivo final de la política nazi.
El libro de Jan Karski, de notable ejecución estilística (prosa elegante y natural, cautivante en su ritmo sostenido), es de índole eminentemente testimonial, dependiente en toda su extensión de lo vivido y observado por su autor. No es ni pretende ser un estudio exhaustivo de la Polonia ocupada, en todas sus aristas y etapas, ni de las fuerzas polacas empeñadas en su liberación. (Cabe tener presente que el gobierno virtual constituido en Londres rivalizó con el de signo comunista patrocinado por Stalin).
El empuje moral de estas memorias es proporcional a su intensidad dramática, de la que los hechos rebosan, y a la integridad, arrojo y espíritu de sacrificio de los caracteres representados, personas de las que en circunstancias normales –en época de paz- apenas se hubiese podido decir nada extraordinario. Destacado papel tienen las mujeres polacas, dignas del homenaje que Karski les ofrenda. Muchas de las mujeres de la resistencia oficiaron como enlaces, y no arredraron ni siquiera por saber que se trataba de una tarea asaz peligrosa: los enlaces eran los elementos más expuestos a la vigilancia alemana, para la que representaban una invaluable fuente de información; lo frecuente era que durasen apenas unos cuantos meses. Fueron numerosos los miembros de la resistencia que sucumbieron en aquellas circunstancias, y no pocos los que optaron por las dosis de cianuro que la organización les suministraba.
Varias veces debió ésta recomponer su estructura de mando después de ser raleada por los alemanes, que al asesinar a los líderes de la resistencia –por lo general profesionales, miembros de la intelligentsia- daba cumplimiento al designio de acabar con el estamento ilustrado de Polonia. Pero no todo era el vértigo de la acción o un constante terror. Comparado con la voladura de un tren o la captura y ejecución de un traidor, el trabajo propagandístico al que por un tiempo se consagró Karski resultaba rutinario, o lo hubiese parecido de no ser por la tensión inherente a la actividad clandestina, cuya necesidad de sigilo era reforzada por las señales de vida que daba siempre la represión alemana; se trataba, por añadidura, de un quehacer arduo e ingrato ya que no se traducía en resultados inmediatos (algunos, hombres y mujeres, hubiesen preferido empuñar un arma). Sin embargo, nada de lo que conformaba el aparato de la resistencia era superfluo, y cada una de sus facetas suponía arrostrar la más implacable de las amenazas, tanto más apabullante cuanto más invencible se exhibía. En 1941 y 1942, el mito de la imbatibilidad alemana aún se tenía en pie.
La parte narrativa de Historia de un Estado clandestino es complementada por capítulos de tipo descriptivo abocados a temas específicos, como los referidos a la estructura y organización de la resistencia, sus métodos y tácticas, la labor de las agentes de enlace o el funcionamiento de la prensa clandestina. Es emblemático el capítulo relativo a la educación clandestina, actividad que no por carecer de espectacularidad era menos crucial: proporcionar a los jóvenes algo más que los rudimentos de una educación formal expresaba la determinación de no ceder ante una amenaza existencial como la alemana, empeñada como estaba en suprimir la cultura y la dignidad de Polonia.
En cuanto a la estructura política de la resistencia, ésta incluía un parlamento cuyos integrantes provenían de cuatro partidos políticos que presumiblemente representaban a una gran parte de la población, con la salvedad de los comunistas, cuyo núcleo directivo se aglutinó en la URSS. El principio que presidió la formación de la resistencia fue el de la continuidad del Estado polaco. A la vez que reconocía la legitimidad del gobierno en el exilio en Londres, encabezado por Wladislaw Sikorski, se esforzaba en preservar un orden interno mediante una especie de administración soterrada, que no admitía forma alguna de colaboración con el régimen alemán. No se trataba de mero simbolismo ya que la organización procuraba atender a las necesidades básicas de la población, emitía directivas debidamente cumplimentadas, impartía justicia, recaudaba impuestos y contaba con un brazo armado, el Ejército Territorial o Nacional (‘ArmiaKrajova’). Naturalmente, la resistencia no podía reproducir al completo la estructura de un Estado soberano ni ejercer en plenitud las prerrogativas de uno, pero la complejidad y el arraigo en la mentalidad patria logrados por el “Estado clandestino” no dejan de impresionar. Su ser mismo lo debía todo al afán de no dejarse doblegar por el enemigo, y dice bastante de esta cruda realidad el que ningún polaco integrase la administración del llamado “Gobierno General”.
Así pues, Jan Karski ofrece un testimonio de primerísima mano sobre el significado de sufrir la opresión alemana y sobre la voluntad de oponérsele por la nación polaca. (Con todo, no hay necesidad de idealizar a esta nación, como si su historial fuese irreprochable; el antisemitismo polaco era tanto o más virulento que el alemán, y aunque no condujo a nada equiparable a la “Solución Final”, sí motivó esporádicos arrebatos homicidas durante y después de la SGM).
El papel del propio Karski en esta historia alternativamente abominable y ejemplar es de veras enaltecedor, y hay que abonarle el que no se arrogue más de lo que un joven luchador y patriota podía lograr. De manera casi incidental, recayó en él el deber de presenciar sendas muestras de la mayor de las calamidades del siglo XX, el genocidio de los judíos, y asumió con admirable celo la responsabilidad de transmitir el desesperado grito de auxilio de los judíos polacos.
En el Reino Unido y los EE.UU., Karski, sólo un emisario de entidades desprovistas de peso en Occidente (el gobierno polaco londinense y el Bund polaco, de carácter judío), hizo lo que estuvo en su mano no ya por denunciar sino por detener la matanza, sin resultado alguno. Casi tan desolador como lo que vio en el gueto de Varsovia y en el campo de exterminio de Izbica Lubelska (que erradamente tomó por Belzec) le resultó la negativa de la alianza anglo-estadounidense a desviarse un centímetro de su estrategia bélica, en favor de los judíos. En verdad, ningún testigo de la agonía de este pueblo, nadie que presenciase los horrores que él vio, podía entender una reacción como la que encontró Karski en Occidente, que más que impotencia revelaba indiferencia y egoísmo. El lector del libro, una vez llegado a los respectivos capítulos, enseguida sobrecogido por tan desgarrador testimonio, puede compartir la aflicción del autor.
Después de la guerra, Jan Karski accedió bajo este nombre a la ciudadanía estadounidense. En 1952 se doctoró en Ciencias Políticas en la Universidad de Georgetown, institución en que consumó una trayectoria académica que se prolongó por cuatro décadas. Su cometido en la SGM pasó al olvido hasta que un segmento de la película documental Shoah (Claude Lanzmann, 1985) lo puso nuevamente en el candelero. Poco antes, en 1982, la organización Yad Vashem lo había designado “Justo ente las Naciones”, y en 1994 Israel lo nombró ciudadano de honor. Falleció el año 2000.
– Jan Karski, Historia de un Estado clandestino. Acantilado, Barcelona, 2011. 592 pp.
Fuente: Hislibris – Reproducción autorizada con la mención: ©EnlaceJudíoMéxico
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