JESÚS RUIZ MANTILLA
Blanca Portillo y Sylvia Schwartz, nieta de un diplomático que salvó a cientos de judíos, reavivan la memoria de los campos de exterminio en el ciclo ‘Bailando sobre el volcán’.
Cuando la soprano Sylvia Schwartz entone algunas de las nanas que se cantaban en el gueto de Terezin (hoy República Checa) para aliviar la espera de la muerte, tendrá presente la memoria de su abuelo, Juan Schwartz Díaz-Flores. Fue diplomático en Viena durante los tiempos del exterminio y cambió el destino de varias almas con pasaporte a las cámaras de gas. “A la puerta del consulado se formaban colas que daban la vuelta a la manzana. Mi abuelo, como algunos de sus compañeros diplomáticos se atuvo a un decreto caducado para poder emitir pasaportes españoles a los judíos sefardíes y, en realidad, a cualquier judío que se pusiera a la puerta”, recuerda su nieta, horas antes de entonar cantos propios de los campos en el ciclo Bailando sobre el volcán.
Su voz será pieza clave en el espectáculo que dirige Gustavo Tambascio ha montado con textos de Juan Mayorga, en el que además participa la actriz Blanca Portillo. Lo estrenan esta noche de jueves, 26 de mayo, en el Auditorio Sony de la Fundación Albéniz, en la Plaza de Oriente, dentro de este ciclo organizado conjuntamente con el Teatro Real.
Más allá de la memoria que de un acto heroico le devuelve la figura familiar, Schwartz confiesa su impacto cada vez que pasea por la zona. “Leo nombres en el suelo de familias muertas al completo en Auschwitz cuando estoy en Viena. Conocía ya esos adoquines conmemorativos de las calles de Berlín, y siempre me hacían preguntarme cuál de sus vecinos les había delatado, les veía mirar hacia atrás para despedirse una última vez de su casa; o me los imaginaba tranquilos, seguros, saliendo del portal con el cesto de la compra, o una pareja del brazo, ilusionados, alegres, iguales que todos los demás enamorados de la ciudad. En mi imaginación no tienen estrellas amarillas sobre el abrigo cuando canto”, comenta la artista.
Se siente acechada por sombras cuando indaga en el repertorio de la música que se hacía en campos como el de Terezin. Obras de reclusos como Pavel Haas, Viktor Ullmann, Hans Krása, Adolf Strauss, notas que entona en este espectáculo a modo de exorcismo. Música que hace temblar las paredes de la ignominia, en parte aliviada por héroes escondidos tras la burocracia de un sello. “Emitían varios pasaportes con el mismo número para así poder salvar muchas más vidas de las permitidas. Luego rezaban para que no les pidieran las temidas patrullas de las SS los papeles a dos de ellos con el mismo número”.
Hacían cualquier cosa por salvarse: “Una señora le quiso dar unas joyas para mi abuelo, esperando de esa manera conseguir antes el codiciado pasaporte español. Podemos todos imaginarnos y dar nombre a lo que sentían. Miedo, rabia, tristeza, desesperación, humillación. Pero no es solo esto lo que se extrae de esta música”, advierte Schwartz. “Más bien percibo lo opuesto a estas emociones: la valentía y la vida, que siguen adelante. Por eso me resulta tan inmediata la conexión con esta música, porque nos aporta sensaciones que sentimos todos a diario, válidas para cualquiera de nosotros”.
Cuando el horror y el miedo al traslado a los campos de exterminio acechaban a los apartados en el gueto de Terezin, lo cotidiano resultaba una tabla de salvación. Es lo que se desprende de óperas como Brundibar, de Hans Krása, representada en el mismo gueto y representada el mes pasado en el Real. “Muchos judíos de Viena acabaron en Terezin, intelectuales, músicos, científicos, literatos, y se llevaron su música y su cultura. La opereta vienesa mezclada con la herencia judía, la sorna y el sarcasmo y el inagotable sentido del humor que se reflejan en la música que canto en Madrid. Cantaban e interpretaban para mantenerse vivos y mantener la esperanza y la cordura ante los intentos de los nazis de deshumanizar a sus víctimas”.
Fuente:elpais.com
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