Arnold Schoenberg, en el desierto

GABRIEL ALBIAC

La ópera «Moisés y Aarón» llega al Teatro Real. Por primera vez en la historia del coliseo madrileño la obra maestra de Arnold Schoenberg se presentará en versión escenificada.

Recuento de cadáveres. «Todo estaba muy quieto. Terror y dolor. Luego oí al sargento gritar: “¡Abzählen!”, ¡cuéntenlos! Comenzaron lenta, irregularmente: uno, dos, tres, cuatro, “Achtung”. El sargento volvió a gritar: ¡Más rápido! ¡Comiencen de nuevo! ¡En un minuto veré a cuántos mandaré a la cámara de gas! ¡Cuéntenlos! Volvieron a empezar, primero lentamente: uno, dos, tres, cuatro… Luego más y más deprisa, tan deprisa que acabó por sonar como una estampida de caballos salvajes. Y de repente, en medio de todo aquello, comenzaron a cantar: “Shemá Yisrael…”». 1947: Arnold Schoenberg escribe, en inglés, «Un superviviente de Varsovia». Lo estrenará, en la ciudad de Alburquerque, el 4 de noviembre del 48. Hace siete años que su nacionalidad es estadounidense. Huyó a tiempo. Otros no lo lograron. Su discípulo Viktor Ullmann, por ejemplo, que, antes de ser humo, alcanzó a componer en el campo de Therezin una ópera, «El emperador de Atlantis», que el Teatro Real de Madrid estrenará el mes próximo en versión de Pedro Halffter. Ullmann pudo ser uno de esos camino del crematorio que evoca «Un superviviente de Varsovia». Como todos los intelectuales judíos -como todos los judíos- centroeuropeos que hallaron su final tierra de abrigo en América, Schoenberg carga con la memoria de seis millones de los suyos, reducidos a ceniza. De ese estigma es hijo el más decisivo de los compositores musicales del siglo XX, el autor del inacabado «Moisés y Aarón», cuya partitura consuma y cierra, en 1932, el ciclo de la música dodecafónica.

Retorno al judaísmo

Pero el estigma venía de lejos: de las raíces más envenenadas de la cultura europea. Schoenberg dice haberlo descubierto en su cotidianidad mucho antes de que la toma del poder nazi fuerce su huida de Alemania. Carta a Wassily Kandinski, 19 de abril de 1923: «Lo que tuve que aprender el año pasado forzosamente, lo he comprendido finalmente y no volveré a olvidarlo. Y es que no soy un alemán, ni siquiera un europeo, sí, quizás ni siquiera un ser humano… Que soy, a fin de cuentas, un judío». Puede que, en ese 1923, Schoenberg piense que está haciendo una metáfora. Cruel, pero metáfora. Y puede que ni él ni casi ninguno alcance a imaginar hasta qué punto la metáfora será trocada en dato administrativo. Hitler, diez años luego: «Al ario y al judío, los opongo mutuamente. Y, si doy a uno el nombre de hombre, estoy obligado a dar un nombre diferente al otro».

En París y en 1933, Arnold Schoenberg retorna al judaísmo, del cual había salido en 1898. Es tanto una exigencia cultural cuanto ética. La ceremonia tiene lugar en la sinagoga parisina de la calle Copérnico. Marc Chagall oficia de testigo. Luego, ya en el exilio, Schoenberg reflexiona. Agosto de 1933, carta a Webern sobre el ascenso hitleriano: «Hace catorce años que estoy preparado para lo que ha pasado ahora. En tan largo espacio de tiempo, he podido prepararme a conciencia y, aunque con dificultades y muchas vacilaciones, he logrado desvincularme de lo que me unía a Occidente. Hace tiempo que estoy resuelto a ser judío, y más de una vez me habrás oído hablar de una obra sobre la que aún no podía dar detalles, pero en la que he mostrado los caminos para una actividad del judaísmo nacional. Hace una semana que he vuelto a integrarme en la comunidad religiosa judía de manera oficial, por más que lo que me separa de ella no es la religión (como mostrará mi “Moisés y Aarón”), sino mi convicción en la necesidad de que la Iglesia se adapte a las exigencias de la vida moderna».

Manifiesto de rigor judaico, «Moisés y Aarón» sólo podía ser tal, para el músico de extrema precisión que es Schoenberg, bajo la forma de un manifiesto de rigor compositivo. Partitura dodecafónica, cuya apuesta se juega en una inflexibilidad teórica rayana en lo inejecutable. Nada en música, hasta esa fecha, se había atenido tan duramente a la regla de oro del rigor numérico. Poner en escena esa ópera es afrontar el riesgo de dar voz empírica a lo conceptual. Exactamente el problema con que se cierra el último pasaje compuesto por el autor para la obra nunca acabada: el dramático cierre del acto segundo, allá donde Moisés proclama su desarraigo. «O Wort, du Wort, das mir fehlt!». «¡Oh, palabra, palabra que me falta!». Hasta el final de su vida, en 1951, Schoenberg buscará esa palabra musical con la cual no dará nunca.

Verdad e imagen

Y es, en efecto, «Moisés y Aarón» aquella meditación sobre la esencia del judaísmo que la carta a Webern anuncia: las paradojas -irresolubles para el animal hablante- del rechazo teologal de lo idolátrico. «Moisés y Aarón» es la guerra primordial entre profeta y sacerdote. Si se prefiere, entre verdad e imagen. Si se prefiere, entre religión y proselitismo. Por eso, Moisés habla y Aarón canta. Porque el Dios al cual se remite el profeta es un infinito que exige la sobriedad extrema: el matemático conocimiento; sin adorno. Y ninguna voz finitamente humana puede dar razón del infinito sin cometer sacrilegio. Ni puede Dios ser representado, ni puede, en rigor, su mensaje ser dicho. Es el hallazgo de Moisés. Pero Aarón ha de generar aquiescencia en un pueblo sometido a las más crueles pruebas, debe insuflarle esperanza, esa funesta violación de lo sagrado. Debe, ante todo, dotarlo de imágenes reconocibles. De ídolos, pues: toda imagen de Dios es ídolo. Para salvar al pueblo, debe envilecerlo. Es lo que corresponde al deber del sacerdote: consolar con benévolas supersticiones.

«¿Qué has hecho, Aarón?». Clama Moisés, más que pregunta, a su retorno del monte con las tablas. «Les he dado a contemplar una imagen», responde el sacerdote. Para que así la ley que traes tú, profeta, pueda ser aceptada. Moisés ve, en ese escenificar lo sagrado, una blasfemia: «La eternidad de Dios aniquila la presencia de los dioses. Lo que traigo no es una imagen, no es un prodigio. Es la ley». La ley del Dios infinito, indecible, que no admite representación ni ídolo.

Y uno percibe la sonrisa irónica de Aarón ante el Moisés profético que sueña dar al pueblo la verdad de Dios: «La idea que expresan sus tablas de la ley». Tampoco las tablas, replica Aarón, «son más que imagen». Imagen distinta a la del becerro fundido en oro. Pero, como él, imagen. E igual de idólatra, su culto.

El Aarón de Schoenberg ha leído a Platón y sabe que la escritura no es sino un paso más en el juego de lo imaginario: una variedad muy depurada de iconos. Y, ante el espectador, la paradoja da un segundo giro: ¿No son las tablas, ellas mismas, ídolo? ¿No es la ópera, ella misma, escena? Desarbolar la ficción estética, ¿no es acaso ficción estética? Y, en ese punto, Moisés, el profeta, el sabio, la voz de la verdad, ha perdido la partida. Y Schoenberg con él. Hablar es ya mentir. «¡Oh, palabra, palabra que me falta!». La obra exige su inacabamiento.

Vagar en tierra baldía

1947. El coro del «Superviente de Varsovia» canta, camino del crematorio. «Deuteronomio» 6, 4-7: «Shemá Yisrael. Escucha, Israel: Yaveh, nuestro Dios, es uno. Amarás, pues, a Yahveh, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza». Es el verdadero acto conclusivo del «Moisés y Aarón». Después de Auschwitz. Ese vagar en la tierra baldía, que cerraba el libreto del acto tercero, en 1932, y cuya partitura quedó en blanco: «En el desierto sois invencibles y consumaréis vuestro fin: la unión con Dios». El 30 de enero de 1933, Hitler entraba en la Cancillería.

Fuente:abc.es

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