GABRIEL ALBIAC
Venezuela vive hoy en el vórtice crítico de un doble poder. La Presidencia bloquea al Parlamento. Al tiempo que amenaza con disolverlo.
¿Hay algo peor que un falso profeta? En política, sí: un profeta verdadero, un enviado providencial a quien inspiran mandatos trascendentes. El profeta no se detiene en anécdotas. Ni economía ni derecho lo conmueven: él vive en la finalidad histórica, en esa lógica del asalto al cielo a la cual consagra su destino.
Hugo Chávez nunca fue un falso profeta. De haberlo sido, al local modo, su caudillaje apenas hubiera ido más allá de lo usualmente tolerado: pintoresquismo retórico más saqueo, que son las constantes del caudillismo. Pero Chávez era de la materia del creyente. Con enorme diferencia, la más mortífera en la cual pueda forjarse un déspota latinoamericano. Bastaba con ver aquellas imágenes suyas, tras fracasar el golpe de Estado al cual sobrevivió en abril de 2002. Son el retrato de un hombre de fe, angélicamente alucinado. Predicador en la raya del éxtasis, Chávez enarbola, en esa filmación, un enorme crucifijo. Con el que exorciza a las cámaras. Y, más allá de ellas, a los conspiradores satánicos que quisieron arrebatar al pueblo bolivariano ese reino de Dios en la tierra, del cual él se sabía ungido ya como garante.
En la codificación blindada de su delirio salvífico, el espadón forjó un fantasmal culpable del riesgo extremo que él, guía del pueblo, había atravesado indemne. La España de José María Aznar, anunció, había organizado la asonada. Fue una iluminación. Y él, el Comandante Chávez, devolvería el golpe en el traidor corazón del territorio enemigo. Fue entonces cuando la banda de penenes madrileños, hasta entonces sólo orfeón de las loas presidenciales, fue investida de una tarea más heroica: difundir la buena nueva bolivariana en Europa. Lo cual, desde luego, exigía proporcionados recursos financieros. El Comandante los tenía. Venezuela, no. Venezuela se despeñaba en la ruina. Pero, al menos, proyectaría su ruina sobre la malvada España. A eso se llama internacionalismo.
La visita de Albert Rivera a Caracas, estos días, no es sólo un acto de solidaridad con quienes sufren al nulo heredero del profeta inspirado. Debiera ser también la ocasión de pedir cuentas a quienes, con cargo a la miseria venezolana, hicieron fortuna política entre nosotros. Y de exigir que hasta el último céntimo invertido por Chávez y Maduro en financiar movimientos populistas en España sea hecho público. Porque es dinero robado a los venezolanos, primero. Porque es dinero que burla la legislación española, después.
Venezuela vive hoy en el vórtice crítico de un doble poder. La Presidencia bloquea al Parlamento. Al tiempo que amenaza con disolverlo. Ante ese Parlamento, Rivera ha hablado como se habla en la celda de un preso. Porque presos potenciales son hoy los diputados venezolanos. Y demasiado bien saben que, como sucedió con Leopoldo López, su encarcelamiento puede materializarse en cualquier momento y fuera de garantía procesal.
Que un Parlamento y un Presidente entren en conflicto, debiera ser una rutina más de las repúblicas presidencialistas. Un par de veces, en la Francia de Mitterrand, se produjo eso. Y el Presidente llamó a un primer ministro de la oposición para formar gobierno. Allí lo llaman “cohabitación”. Bajo cualquier nombre, es la única solución viable. Ésa o la apelación inmediata al veredicto de las urnas. Más allá de ambas, sólo queda la sombra del golpismo: la que Maduro alarga dolorosamente sobre Venezuela. Es la herencia paradisíaca de un profeta. Que creyó en su delirio. Asaltó el cielo. Trajo infierno.
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