El Talmud: una obra maestra del pensamiento humano (Parte I)

IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Probablemente no exista un texto judío más incomprendido por el mundo no judío, que el Talmud, la obra maestra del Judaísmo Rabínico inicial. ¿De qué trata? ¿Cómo funciona? ¿Por qué las dificultades para entenderlo por parte de los no judíos?

Empecemos por esta última pregunta: las razones por las cuales mucha gente occidental –cuyo bagaje religioso es el Cristianismo– no termina de sentirse cómoda con esta monumental colección de escritos.

Lo que sucede es sencillo: la idea cristiana es que el Nuevo Testamento es una extensión de la revelación especial dada por D-os a Israel, integrada en lo que llaman Antiguo Testamento y que en el Judaísmo se llama Tanaj (por las letras T-N-K, de Torá, Neviim y Ketuvim). Por lo tanto, el Nuevo Testamento es el texto normativo del Cristianismo, y de allí se desprenden los principales dogmas y creencias de la fe cristiana.

Por inercia, la idea de muchos cristianos es que el Talmud debería ser el equivalente judío al Nuevo Testamento, como si en esos primeros siglos de la Era Común hubiese sido forzosa la elaboración de un nuevo texto normativo que “complementara” la “revelación divina”.

Muchos cristianos se acercan al Talmud buscando lo que normalmente buscan en el Nuevo Testamento: algo que para nosotros los judíos funcione como “palabra inspirada de D-os” y de donde se obtengan normas equivalentes a las del Nuevo Testamento.

Y, naturalmente, no es eso lo que encuentran. De hecho, mientras más tiempo le dediquen a leer el Talmud directamente (y no sólo lo que se publica en algunas antologías), más se van a confundir ante la absoluta desorganización temática e ideológica que se puede apreciar en cada página de cada libro.

Primera regla para que alguien no judío se acerque al Talmud: olvide todo lo que ha aprendido sobre religión por parte de la tradición cristiana. El Talmud no fue elaborado bajo esos paradigmas, así que hay que lograr el acercamiento desde otro ángulo. Segunda regla: recuerde todo el tiempo la información básica sobre el Talmud, que expondremos a continuación.

Y para ello comencemos por la pregunta básica: ¿qué es el Talmud?

Muchos cristianos hacen esa pregunta a algún judío ortodoxo, y reciben como respuesta frases ambiguas como “es la compilación por escrito de la Torá Oral”, o “es una explicación de la Torá”. Y digo ambiguas porque aunque para nosotros los judíos son bastante claras, a los cristianos en realidad no les dicen nada. ¿Por qué? Reitero: por la diferencia de paradigmas. Entonces, habrá que ser más explícito en la explicación, y expresarla en términos más detallados que los de costumbre.

El Talmud es una recopilación de discusiones sostenidas por sabios judíos a lo largo de unos 800 años, desde el siglo III AEC hasta el siglo VI EC.

Durante un poco más de la mitad de ese período, dichas discusiones se preservaron básicamente como una memoria oral, aunque es probable que hubiese textos más sencillos y breves en los que ya estuvieran transcritas muchas de estas charlas entre sabios célebres de la antigüedad.

Lo que es seguro es que en hacia el año 200, el rabino Yehudá Hanasí (Judá el Príncipe, por pertencer al linaje del rey David) hizo la primera gran recopilación sistematizada, que recibió el nombre de Mishná (literalmente, “repetición”), organizada en seis volúmenes:

1. Zeraim (“semillas”), que trata sobre todo lo relacionado con el trabajo de la tierra
2. Moed (“fiestas”), que trata sobre todo lo relacionado con el Shabat y las festividades judías
3. Nashim (“mujeres”), que trata sobre todo lo relacionado a la vida matrimonial
4. Nezikim (“daños”), que trata sobre todo lo relacionado con el Derecho Civil y Comercial
5. Kodashim (“cosas santas”), que trata sobre todo lo relacionado con los servicios que se hacían en el Templo de Jerusalén
6. Teharot (“purificación”), que trata sobre todo lo relacionado con la purificación o limpieza ritual del cuerpo

Toda esta compilación se hizo en hebreo. A partir del año 200, las siguientes generaciones de sabios judíos fueron ampliando la compilación, esta vez con la transcripción de las discusiones de nuevos rabinos que se dedicaron a desglosar cada detalle de la Mishná. Esta nueva fase del texto se escribió en arameo y recibió el nombre de Guemará (literalmente, “finalización”), y se elaboraron dos versiones: una en Jerusalén, completada hacia finales del siglo IV o inicios del siglo V; la otra, en Babilonia, completada hacia la primera mitad del siglo VII.

A partir de cada volumen de la Mishná, en la Guemará se elaboraron varios “tratados”. Para Zeraim, once en total; para Moed, doce; para Nashim, siete; para Nezikim, diez; para Kodashim, once; y para Tehorot, doce. De ese modo, la Guemará está compuesta por 63 diferentes tratados. El resultado final, naturalmente, es una monumental colección que para imprimirse requiere de varios volúmenes de gran formato.

A la par del Talmud –Mishná y Guemará–, los sabios judíos de esa misma época compilaron otras colecciones que hoy conocemos como la Toseftá y el Midrash, y que resultan una especie de complemento al Talmud.

Estos son los datos básicos sobre el Talmud. Ahora empieza lo complicado: la psicología del Talmud.

¿Por qué se empezó a poner por escrito todo este material? La respuesta simplona sería que había que transcribir toda la memoria oral de la sabiduría judía post-bíblica, para que no se perdiera en las nuevas condiciones de exilio. Pero esa es una explicación muy limitada. El asunto de “las nuevas condiciones de exilio” es todavía más importante.

Entre los años 66 y 135, el pueblo judío se levantó en armas contra el Imperio Romano en tres ocasiones, y el resultado fue la devastación total del país, así como la destrucción total y definitiva de todas las instituciones políticas y religiosas que los judíos habíamos tenido durante más de mil años.

Los líderes espirituales de Israel se vieron ante una situación inaudita y que implicaba el riesgo de la desaparición del pueblo judío. Forzosamente, tuvieron que dedicarle una gran labor (que se extendió durante más de cien años) a la reorganización total del Judaísmo.

El resultado fue que el Judaísmo pasó a ser entendido, básicamente, como una identidad religiosa. Eso tal vez nos suene extraño hoy en día, porque estamos acostumbrados a ello desde hace más de 1800 años, pero en su momento fue una transformación notable. Hasta ese punto histórico, el Judaísmo era una identidad nacional directamente vinculada con el territorio de Judea, y en su interior coexistían varias identidades religiosas, completamente distintas y en algunos casos antagónicas: Saduceos, Fariseos, Esenios y Helenistas.

Durante el siglo II, esas diferencias se diluyeron por completo, se perdió el control de la tierra de Judea, y el grupo identificado como “judío” pasó a ser visto (desde afuera y desde adentro) como una colectividad en el exilio (o apátrida) cuyo elemento en común era su religión (una y la misma, aunque tuviera variantes regionales en ciertos detalles).

¿Cómo se logró esa unificación? Estamos hablando de algo muy extraño: en el año 66, cuando estalló la primera guerra contra Roma, Saduceeos, Fariseos, Esenios y Helenistas ya estaban repartidos por todo el mundo. Reflejaban de manera integral la pluralidad religiosa que existía en Judea, así que ni siquiera en la diáspora se podía decir que “el Judaísmo fuera sólo una religión”. Si se identificaban como judíos, era por su vínculo con Judea, no porque practicaran “la misma religión”.

En el año 135, cuando Bar Kojba fue derrotado y con ello se puso punto final a las revueltas judías anti-romanas, la situación en la diáspora seguía siendo exactamente igual, con la misma pluralidad religiosa, aunque con la novedad de que a partir de ese momento ya no iba a ser tan sencillo considerar a Judea como “la patria ancestral”, debido a que en su intento por borrar del mapa cualquier vestigio del nacionalismo judío, el emperador Adriano procedió con medidas diseñadas para romper el vínculo de los judíos con su tierra original. Entre otras cosas, decretó que Jerusalén pasara a ser llamada Aelia Capitolina, que su templo judío fuese sustituido por un templo dedicado a Júpiter, y que la provincia entera dejara de ser llamada Judea y pasara a ser Palestina (forma latina de Filistea).

Dada la pluralidad religiosa que había en las comunidades judías de la diáspora, y ya sin el vínculo objetivo con el territorio de Judea, lo lógico es que los judíos de todo el mundo se hubieran dispersado, asimilado y, eventualmente, desaparecido.

Pero eso no fue lo que sucedió. Por el contrario: hacia el siglo V –que tomamos como referencia por ser el inicio de la Edad Media–, todas las comunidades judías repartidas desde España y Marruecos hasta la India y Persia habían consolidado una cohesión básica pero efectiva, y aunque su vínculo con la tierra de Judea había pasado a ser algo abstracto (“algún día regresaremos”), sus hábitos religiosos se desarrollaron alrededor de los mismos conceptos elementales. Cierto que los judíos persas desarrollaron un estilo diferente a los judíos franceses (por ejemplo), pero sólo era una diferencia de estilos. En esencia, objetivamente hablando ambos grupos desarrollaron LA MISMA RELIGIÓN, algo que no era posible imaginar tres o cuatro siglos antes.

¿Cómo se logró esa lenta pero segura homogeneización de la religión judía? Se trata de un fenómeno humano, cultural, religioso e ideológico sin parangón en toda la Historia.

La respuesta es simple: fue gracias al Talmud.

Directa o indirectamente, su influencia permitió a todas las comunidades judías girar en torno a una misma idea sobre el Judaísmo, y eso fue lo que garantizó que una nación sin tierra, originalmente dividida en varias tendencias religiosas, se cohesionara y reforzara sus vínculos más importantes, al grado de que logró lo que parecía imposible: sobrevivir.

Terminada la era de los talmudistas hacia mediados del siglo VI y comenzada la era de los Geonim (los grandes sabios medievales), el Judaísmo –desde cualquier extremo hasta cualquier otro extremo de la masa euro-asiática-africana– se había unificado al punto de ser reconocible como una y la misma religión.

¿Qué tiene el Talmud de especial, que logró semejante proeza?

Aquí es donde empiezan a surgir los detalles que generalmente desconciertan mucho a los cristianos. Debido al paradigma establecido por el Nuevo Testamento, los cristianos esperarían encontrar en el Talmud una compilación doctrinal o dogmática que pudiera ser entendida como “la base” del Judaísmo Rabínico.

Pero no. No es eso lo que encontramos allí. De hecho, sería muy extraño encontrar algo tan fácil de resumir porque estamos hablando de miles y miles de páginas (recuérdese: es la recopilación de ocho siglos de discusiones).

Lo que encontramos son rabinos discutiendo y discutiendo, sin ponerse nunca de acuerdo. Donde uno, dos, tres o cuatro parecen mantener una postura similar, siempre aparece otro que dice “oh, no; no es así”. En consecuencia, si algo no se puede deducir del Talmud es una dogmática o una “interpretación oficial” del texto bíblico.

El Judaísmo lo explica, tradicionalmente, de un modo que incrementa la confusión en muchos no judíos.

En resumen, la idea es esta: cuando Moisés recibió la Torá en el Monte Sinai, la recibió de dos manera: una Escrita y otra Oral. La Escrita fue la que se preservó de copia en copia hasta llegar a nuestra Biblias; lo Oral fue la que se enseñó de maestro a alumno y de generación en generación, hasta ponerse por escrito en el Talmud.

De esta explicación debería deducirse –o, por lo menos, así lo ven muchos cristianos– que el Talmud es una especie de complemente a la Torá Escrita, más o menos en el mismo sentido en que el Nuevo Testamento lo sería del Antiguo Testamento.

Pero reitero: a la hora de enfrentarse a una página del Talmud, el no judío suele quedar profundamente desconcertado porque, a primera vista, no encuentra realmente nada concreto allí. Opiniones, opiniones, opiniones, muchas de ellas contradictorias, otras exageradamente rebuscadas, todas evidentemente anacrónicas y sin mucha relación aparente con las prácticas de la religión judía.

A partir de la próxima nota vamos a desglosar los detalles más relevantes del Talmud para que se pueda comprender qué es –y qué no es– esta monumental colección de la sabiduría judía, y con ello el lector no judío tenga una idea un poco más clara de cómo desenvolverse en un universo que (por decirlo de algún modo) funciona con leyes diferentes.

De hecho, por experiencia sé que cuando un no judío logra una mejor comprensión del Talmud, llega también a una mejor comprensión de por qué los judíos somos “raros”.

Y es que no se puede negar: somos talmúdicos de principio a fin.

Si desde una perspectiva religiosa se dice que la Torá fue la revelación Divina para el pueblo judío, aquella en la que la Voz de D-os se manifestó de modo más puro y perfecto, el Talmud es la radiografía más sincera, pura y completa del alma judía.

Por eso sus recovecos nos resultan lógicos y hasta normales a nosotros. Como veremos, se puede decir que crecimos en hogares muy parecidos a las páginas del Talmud.

Pero todo ello tiene su magia, y hay que entender algunas sutilezas que suelen pasar desapercibidas.

La próxima semana comenzamos con el asunto de la Torá Oral: ¿qué es, qué implica, y por dónde se debe agarrar semejante tema?


Para leer la siguiente parte de esta hermosa serie de artículos, haz click aquí: Parte II

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Irving Gatell: Nace en 1970 en la Ciudad de México y realiza estudios profesionales en Música y Teología. Como músico se ha desempeñado principalmente como profesor, conferencista y arreglista. Su labor docente la ha desarrollado para el Instituto Nacional de Bellas Artes (profesor de Contrapunto e Historia de la Música), y como conferencista se ha presentado en el Palacio de Bellas Artes (salas Manuel M. Ponce y Adamo Boari), Sala Silvestre Revueltas (Conjunto Cultural Ollin Yolliztli), Sala Nezahualcóyotl (UNAM), Centro Nacional de las Artes (Sala Blas Galindo), así como para diversas instituciones privadas en espacios como el Salón Constelaciones del Hotel Nikko, o la Hacienda de los Morales. Sus arreglos sinfónicos y sinfónico-corales se han interpretado en el Palacio de Bellas Artes (Sala Principal), Sala Nezahualcóyotl, Sala Ollin Yolliztli, Sala Blas Galindo (Centro Nacional de las Artes), Aula Magna (idem). Actualmente imparte charlas didácticas para la Orquesta Sinfónica Nacional antes de los conciertos dominicales en el Palacio de Bellas Artes, y es pianista titular de la Comunidad Bet El de México, sinagoga perteneciente al Movimiento Masortí (Conservador). Ha dictado charlas, talleres y seminarios sobre Historia de la Religión en el Instituto Cultural México Israel y la Sinagoga Histórica Justo Sierra. Desde 2012 colabora con la Agencia de Noticias Enlace Judío México, y se ha posicionado como uno de los articulistas de mayor alcance, especialmente por su tratamiento de temas de alto interés relacionados con la Biblia y la Historia del pueblo judío. Actualmente está preparando su incursión en el mundo de la literatura, que será con una colección de cuentos.