SILVIA SCHNESSEL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO
Amanecía y hacía frío, ella estaba acostumbrada a fríos de verdad, aquellos que se meten en los huesos sin pedir permiso. Se puso una mañanita tejida por sus hábiles manos sobre sus hombros y, con esa bebida medio rara, medio amarga, llamada mate salió al patio. Era joven, bonita, ojos celestes cuando el sol brillaba, glaucos cuando jugaba a las escondidas tras las nubes. Rubia, pequeñita, su fuerza, su enorme fuerza era su valor y motor.
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Elevó sus hermosos ojos hacia el cielo, aún oscuro, se sintió rara, no sólo por no tener miedo, esa sensación que la había perseguido durante tanto tiempo. Venia escapando de la Rusia Zarista. Sus tres pequeñas hijas aún dormían, el silencio aquel la abrumó, se sintió invadiendo la soledad del paisaje, despacito recorrió todo lo que sus ojos alcanzaban a ver, pudo escuchar aquel inofensivo ritmo campestre. Permaneció allí paradita, ella, el campo y sus recuerdos, nada más. Hizo un ademán con su mano como queriendo espantar ciertos pensamientos, sabía que era una utopía, así como muchos judíos llevaban para siempre grabado un número en sus brazos, ella llevaba grabadas en su alma sensaciones que, quizás la acompañarían de por vida, bien sabía que el olvido era una amenaza que nunca se llevaría a cabo. Ella misma era una más de esa masa de sujetos perseguidos, humillados, ella misma había vivido una verdadera odisea, ella ahora trataba de adaptarse con todas las fuerzas del oprimido a esta nueva y dura vida rural. Tuvieron que superar muchos avatares, la suerte y el clima no los acompañó en esa primera colonización, en ese surgimiento de una nueva figura la del “gaucho judío”. Pasaron por dos inundaciones, pobreza casi lindando en la miseria, ella nunca se quejó puso su cuerpo y sus fuerzas a estas vicisitudes, era libre, lo demás era anecdótico. Así, poco a poco esta improvisada campesina fue afincándose en el lugar. La Rusia de los progroms, la Rusia que se ensañaba especialmente con los judíos, no dejaba de ser un recuerdo latente, doloroso. Rusia, el país del gran conocedor de almas, Dostowiesky, luego la tierra de la esperanza, de la gran gesta de la Revolución de la justicia, finalmente de la opresión ya no era su Rusia. Ella estaba naciendo en una patria nueva, ella estaba haciendo esa patria, ella ya era parte de la misma, ella estaba en la Tierra Prometida. Allí se sentía querida, protegida, allí nadie la discriminaba. Había estado expuesta al desprecio cotidiano y a persecuciones implacables y aunque trataba de hacerse la distraída, de no actualizar recuerdos de una vida sumida en amenazas, de amigos y familiares muertos, de sueños destruidos, de hogares destrozados, tuvo que reconocer que esa pesadilla viviría con ella para siempre. Estaba especialmente agradecida al Altísimo, pero también a ese nombre tan repetido, tan querido por aquellos gauchos judíos, el Barón Hirsch. Este gran hombre quien había adquirido y parcelado las tierras donde ellos ahora eran libres, este gran hombre quien permitió la huida de su familia y miles de familias como la suya de una masacre segura hacia esta tierra que sus pequeños pies pisaban, que sus pequeñas manos labraban, que su alma agradecida bendecía. Ella adoraba esa figura y un retrato de Mauricio Hirsch colgaba de una pared de su modesta vivienda, así como sucedía en tantas otras viviendas de otros judíos como ella. Suspiró hondamente. Ahora, la realidad era muy distinta, ahora sus días transcurrían entre payadas criollas y dichos asquenazíes y sefardíes, entre gauchos criollos, aquellos hombres a los que aprendió a no temer por usar un cuchillo como parte de su vestimenta, esos gauchos bonachones que saludaban con una palmada en la espalda, en pretender que su marido pudiese preparar aquella deliciosa, aunque nueva para ellos, comida tan típica llamada “asado”, en tratar de preparar esas “cosas” rellenas de carne como ella le decía, pues no podía pronunciar su nombre, las empanadas, en no querer decir su gran secreto, cómo se hacia la riquísima torta de miel, que ella preparaba para recibir a todos los que por su casa pasaban. Hombres aún vestidos algunos, con un viejo caftán polaco, llevando leña al hombro, pequeños vaqueros, que pasaron del encierro del gueto al espacio ilimitado del Nuevo Mundo, de la llamada “tierra prometida” ella misma dejó de lado las ropas que había traído y empezó a vestir como los lugareños. Hirsch bien sabía que la Argentina no era el país del que manaba leche y miel… pero si un país en donde se podía vivir trabajando la tierra honestamente, duramente, empeñosamente.
Con un dejo de nostalgia continuó estudiando esa geografía tan nueva para ella y tantos otros que, como ella habían huido del miedo, la opresión, las amenazas, los progroms. No fue fácil, nada fácil, ni la huida ni la despedida, tampoco la llegada. Hablaba ruso e idish, y, le dijeron que, junto a muchos de sus acompañantes en su travesía marítima la llevarían con su familia a un lugar de la provincia de Buenos Aires llamado Carlos Casares, a una colonia agrícola, la que posteriormente se llamaría “Mauricio”. No les dieron tierra porque, en ese momento solo tenia hijas, eso no la amedrentó, al contrario los desafíos eran para ella una fuerza, un impulso, consiguió, junto a su marido un lugar y allí se estableció. Poco entendía lo que los vecinos que los recibieron les querían decir, su mente ágil pudo comprender que eran bien recibidos y eso la hizo feliz, el resto de su comunicación con el mundo circundante lo realizaba en idish, o con su eterna sonrisa, o con el pan horneado, alguna torta de miel, asistiendo a alguna vecina en su parto, o simplemente inclinando su mano para compartir esa bebida que aún no terminaba por convencerla. Despacito entró a la casa, ya el sol estaba saliendo, sacó el pan recién horneado y lo untó con mermelada casera. Para cuando su marido se levantó, ya estaba todo hecho dentro de la humilde casa, las niñas, muy pequeñas aún seguían durmiendo. Acompañó a su compañero por esos senderos tan nuevos para ella, nada ni nadie la detendría en su camino, sintió que D/os le había dado una nueva oportunidad y de ninguna manera la despreciaría. Con toda la fuerza de su juventud y la motivación de la esperanza renovada, escarbó la tierra, plantó, examinó con sumo cuidado la cosecha, arrancó yuyos, saludó al vecino, con su ahora ya curtida mano, que otrora había sido suave, blanca, la examinó y no le importó ver en ellas callosidades, tampoco tierra en sus uñas, antes largas y cuidadas, ahora cortas y sucias, ella estaba empezando a amar esta tierra, la misma que se metía bajo sus uñas. El sólo saber que sus pequeñas dormían protegidas de cualquier agresión, hizo que aquello fuera meramente un detalle, pequeño, ínfimo. Apuró su labor, en la casa había mucho por hacer todavía y las nenas pronto despertarían, despidió a su marido con un beso y caminó hacia su morada. Allí la esperaban otras labores no menos arduas, atender tres pequeñas, bordar unos mantelitos para vender entre sus vecinos, raspar las ollas en que cocinaba diariamente comidas cuyos sabores aún le eran extraños, con un dejo de nostalgia se acordó del arenque, no podían comprarlo, era muy caro para su presupuesto, pensó casi soñando, quizás si la cosecha se vende bien para Pesaj podrían, quizás… Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la entrada de Natalia a su casa, una vecina que, como ella llegó huyendo, en ese momento se percató de que la puerta de su casa siempre estaba abierta y respiró profundamente agradecida ese aire de libertad que esta tierra le regalaba. No había sinagoga en ese momento, pero no por ello iba a dejar de decir sus oraciones junto a la familia, alguna vez en su casa, otras en casa de algún vecino. Pero su tarea no terminaba ahí, cuando sus hijas dormían nuevamente, al anochecer, leía los textos en castellano que alguna maestra del pueblo le hacía llegar, y aún cansada por la laboriosa jornada, leía en voz alta para ella y su marido, a veces los ojos se le cerraban, pero inmediatamente volvía a abrirlos y seguía con su lectura hasta altas horas de la noche. Se acostaba y apenas apoyaba su cabeza en aquel almohadón hecho con sus propias manos, se dormía. Sabía que al otro día le esperaba otra dura jornada, sabía que estaría cocinando el pan de la familia mucho antes de que el sol despertase. Pasaron los años y ya, en la ahora llamada “Colonia Mauricio”, sus hijas crecieron, parloteando en castellano mucho antes de lo que ella pudo hacerlo, para ese entonces ellas concurrían por la tarde a la escuela idish, montaban a caballo hacia el colegio que no quedaba nada cerca. Nació su hijo varón, el único, Mauricio, cómo no llamarlo así en honor a esa, su colonia, en honor a ese otro Mauricio. Trabajosamente su casa mejoró, se agrandó, pero su faena siguió siendo dura, ella jamás se quejó, siempre con una sonrisa, sintiéndose plena, libre, ganando su pan, realmente con el sudor de su frente. El campo creció, y hubo que trabajar más, pudo comer arenque para muchas fiestas de Pesaj, casó a sus hijas con gauchos judíos de la zona, y enterró a su marido en el único y nuevo cementerio judío de por allí. Poco quedaba ya por hacer, sus hijos requerían otros horizontes y aunque le dolió dejar su alma en esas tierras en las que estaba grabado su nombre, partió hacia Córdoba, una ciudad pujante y hermosa, en donde sus hijos y su nieto pequeño, José y, aún los que todavía llegarían podrían estudiar. En Córdoba había muy buenas escuelas, bibliotecas, universidades y las mentes ávidas de saber de sus hijos, lo necesitaban. Ella, aunque triste pues ya en su vida había habido muchas despedidas, quizás demasiadas, volvió a soñar, ¡un hijo con título! quizás un doctor soñaba cerrando sus ojos, y lo que es la vida, su nieto, otro Mauricio se recibió de médico cardiólogo y entonces, recién entonces, sintió que cumplió su cometido en su vida. Ella no murió, sólo se apagó su luz para volver a encenderse en el recuerdo vivo de sus descendientes. Ninguno de sus vecinos conoció su nombre, ni falta que hacía, ella era la Bobe de todos, ella era mi Bobe, mi bobe gaucha y judía.
Patricia Rosembaum
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