IRVING GATELL
Las siguientes palabras fueron parte de la celebración de Yom Yerushalaim (Día de Jerusalem) 2016, llevado a cabo en el Templo Yehudá Halevi de la Comunidad Sefaradí en la Ciudad de México. Fueron leídas por el destacado actor David Ostrovsky, y se presentaron como preludio a la segunda parte del Concierto de Gala que se celebró este domingo 5 de Junio.
¿Pueden imaginarse la escena?
A mí me resulta casi imposible. Y créanme: no es falta de imaginación. Es sólo que en mi corazón se agolpan tres mil años de sentimientos encontrados, perdidos y vueltos a encontrar, y las lágrimas parecen ser el río por donde fluyen todos los acontecimientos que llegaron a su culminación esa mañana.
Y pensar que todo comenzó dos dias antes con una mentira, cuando uno de nuestros peores enemigos le dijo al rey de Jordania que podía atacar, que las tropas israelíes estaban siendo derrotadas en el Sinai, y que había paso libre a la destrucción del joven estado judío. El rey Hussein se había mantenido indeciso a participar en una guerra abierta, pero engañado por su homólogo egipcio, lanzó un bombardeo contra posiciones israelíes en Jerusalén ese 5 de Mayo de 1967.
Error. Craso error. La respuesta israelí fue inmediata y ese mismo día la fuerza aérea jordana estaba completamente destruida, al tiempo que se preparaba el asalto de nuestra infantería. Al día siguiente, Ramallá y Yenin estaban rodeadas por los ejércitos judíos, y Haffez el Assad –siempre tan mezquino– le notificó a Hussein que Siria no enviaría tropas para ayudarlo.
El rey jordano se quedó solo.
El 7 de Junio empezó la operación que, todos sabían, sería la más importante de esos difíciles días. Fue el General Motta Gur el que tuvo el privilegio de dirigir a los jóvenes paracaidistas judíos en la batalla que soñó el profeta Zejariah desde los tiempos bíblicos. Un grupo avanzó desde el Monte Scopus; el otro, desde el valle adyacente; uno más, comandado directamente por Motta Gur, fue el que llegó primero a la meta tan anhelada: un muro de piedra. Los jordanos apenas pusieron resistencia.
Y entonces se dio el anuncio esperado durante más de dos mil años. Es nuestra. Jerusalem es nuestra.
A unos pocos meses de que se cumplieran 1879 años desde que el general romano Tito Vespasiano destruyó la ciudad y redujo a escombros su magnífico templo, esos soldados (que dos semanas atrás ni siquiera habrían soñado con ese momento) fueron testigos de cómo se volvió realidad aquello que durante casi dos milenios sólo fue una esperanza, un mensaje de los profetas de Israel cuyas palabras podían dar consuelo y fortaleza a un pueblo que, por entonces, vivía sin patria y errabundo por todos los continentes, pero que de todos modos no dejaban de repetirse año tras año al concluir su fiesta por la libertad: Ha Shaná ba’a Biyerushalayim. El próximo año en Jerusalem.
Ya no era un sueño. Las milenarias piedras del Muro Occidental fueron los testigos del sagrado momento en el que el rabino Shlomo Goren, capellán del ejército israelí, hizo sonar el Shofar para anunciar la liberación de la ciudad más amada en toda la historia, y llevó un Sefer Torá para que por primera vez desde el año 63 Antes de la Era Común los judíos rezáramos otra vez allí, libres y soberanos.
El lugar no volvió a llamarse Muro de los Lamentos; se convirtió, simplemente, en el Kotel. Nuestro Kotel.
Los libros de Historia dicen que Jerusalem cayó sin dificultad. Pero nosotros sabemos que no es cierto. Jerusalem no cayó; recibió con los brazos abiertos a sus verdaderos hijos. Se entregó cual madre amorosa que, anciana pero fiel, ve el regreso de sus vástagos después de un largo viaje en el que hubo muchas lágrimas, pero también muchas cartas para decirle que no la habíamos olvidado, que no la habíamos dejado de amar; cartas que llegaron vestidas como poemas, como canciones, como plegarias, y que todavía el día de hoy son el testimonio eterno de la historia de amor más hermosa que haya existido sobre la faz de la Tierra.
El amor de un pueblo por una ciudad.
Dudo que Malkitzedek, rey de la más antigua Jerusalén, se imaginara que Abraham, ese hombre que se presentó con él para dar ofrendas después de derrotar a sus enmigos, se convirtiría en el padre de una nación indómita, tanto en su apego a la vida como en su amor por esa ciudad. Dudo que el rey David, cuando hizo de Jerusalén su capital, haya previsto todo lo que se iba a decir, a cantar, a luchar por esos muros y esas casas en los siglos venideros.
Los asirios la sitiaron, los babilonios la destruyeron, los romanos le cambiaron el nombre, Saladino y los cruzados la disputaron. Pero todos ellos se fueron. Nosotros, en cambio, simplemente la amamos; nunca le dejamos de cantar, nunca la dejamos de anhelar, nunca perdimos la esperanza de que regresaríamos porque el hogar está allí donde alguien te espera.
Y esa mañana de Junio de 1967 Jerusalem nos estaba esperando. El Kotel, el Muro, el alma misma de la ciudad, pudo contemplar a sus hijos reunidos, no como súbditos del sultán o del rey Jorge VI, sino como los guerreros de un Estado libre y joven, fundado en los cimientos de una nación antigua. Como si después de un largo noviazgo un hombre y una mujer por fin se vieran, frente a frente, debajo del palio nupcial, sabiendo que ya no hay más barreras para su amor, que ya se pertenecen el uno al otro de manera absoluta y para siempre.
La espera terminó. Se cumplió el anhelo del poeta sagrado que repetimos todos los días en nuestros rezos:
Y a Jerusalem tu ciudad
Retornarás con misericordia
Y residirás en ella
Como está dicho
Reconstrúyela pronto y en nuestros días
Y un trono para David tu siervo
Prepara prontamente allí
Bendito eres Tú, Señor, que reconstruyes a Jerusalén
Baruj atá Adoshem, boné Yerushalaim
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