JUAN SOTO IVARS
Su pareja Sivan, su experiencia en Israel y el convencimiento han hecho del periodista Paul Sánchez Keighley un nuevo judío.
El amor nos hace mejores personas a casi todos, pero a unos pocos, como el periodista Paul Sánchez Keighley, incluso los judaíza. Nacido en 1991 en la Sudáfrica del Appartheid, donde vivían su madre inglesa y su padre español, con seis años fue a Cataluña y después a terminar la carrera de periodismo a Israel, con una beca. Allí conoció a Sivan Kashi. El amor, el trabajo y la guerra iban a cambiar en él muchas cosas.
Hoy forman una pareja encantadora. El encarecimiento de los alquileres en Tel Aviv los ha empujado a una barriada residencial donde se dejan ver más kipás y menos plumas. Allí han encontrado un patio alfombrado de limones que caen del limonero, un gato un poco bobo que se pierde si dejas la cancela abierta y una casita que está llena hasta arriba de juegos de mesa y libros en hebreo, inglés, español y catalán.
Hablaré con ellos a la sombra del frutal, y Sivan, judía iraquí de piel tostada, pasará toda la conversación examinándome con una mirada atenta y con la mano derecha posada como un pájaro en la rodilla de su hombre. Tiene ocho años más que él, pero hace mucho que eso dejó de ser un problema.
Cuando los cohetes empezaron a volar desde la Franja hacia Tel Aviv sólo compartían piso. Paul no recuerda la primera alarma de misiles que sonó sobre su cabeza: volvía de la Universidad en tren y ni la oyó. Le extrañó encontrar la calle quieta y muda. Cuando llegó a casa, se sentó en el retrete y volvió a sonar la alarma. Su cuerpo saltó involuntariamente, salió disparado, nadie le había dicho qué hacer, y mientras dudaba pensó: “Vale, Paul, alguien que no conoces está tirando un misil encima de ti”.
Más adelante, cuando ya dormía con Sivan, se hizo a la idea de lo que supone la cotidianidad de las amenazas: una noche los despertó la alarma y Sivan se quejó porque no quería ir al refugio en pijama. Empezó a darse cuenta de que algunos israelíes, confiados del sistema antimisiles estatal, ni siquiera dejaban la caña encima de la mesa de la terraza cuando empezaban a sonar las alarmas. Pero mientras tanto, Gaza ardía.
Paul hizo sus primeros trabajos de verdad en la Franja, donde protagonizó historias en el límite que sólo él está autorizado a contar. Por aquel entonces ya se había convencido de que se convertiría al judaísmo. Primero por amor, después por convencimiento. No ha dejado de ser agnóstico pero ya respeta el shabbat y estudia en una sinagoga.
– ¿Cómo es posible que no creas en Dios a ciencia cierta pero estés estudiando tanto para convertirte en un judío?
– La religión judía no requiere tener fe. Hay judíos que sólo creen en el propio judaísmo. Es una forma de entender el mundo, una forma de estar en él. He descubierto que es la mía.
Paul empezó a notar los aguijones de las dos grandes propagandas que beben del conflicto. Por una parte te habla, enfadado, de los excesos del ejército de Israel, de los desmanes cometidos por reclutas descerebrados y de las estrategias terroríficas de represalia ideadas por la burocracia militar. Por otra, Paul conoce muy bien lo que Hamás está haciendo con la franja de Gaza. Siente una profunda compasión por sus habitantes, que corren el peligro de ser considerados enemigos de Israel y enemigos de Hamás al mismo tiempo.
Es un muchacho fascinante y sensible que ha caído en esta tierra y lucha por comprenderla. Hay otros como él, también al otro lado de la frontera, pero no es común que sus historias lleguen al público europeo.
Fuente:elconfidencial.com
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