IGNACIO ÁLVAREZ-OSSORIO
La derrota del yihadismo terrorista y bárbaro es cuestión de tiempo, pero también de voluntad política. Para ello, los actores regionales e internacionales han de dejar de lado sus intereses particulares y sus estrategias cortoplacistas.
Dos años después de proclamar su califato, el autodenominado Estado Islámico (ISIS en sus siglas en inglés) sigue siendo un gran desconocido. A pesar de los ríos de tinta que se han vertido sobre sus atrocidades, poco o nada se sabe sobre su ideología. Si bien es cierto que la creciente presión militar de la que es objeto le ha hecho perder una parte significativa de sus dominios en Irak y Siria, también lo es que todavía queda mucho camino por recorrer a la hora de combatir su narrativa.
Como otros grupos yihadistas, el ISIS comulga con la doctrina wahabí que realiza una interpretación literal de los textos sagrados islámicos, defiende un estricto monoteísmo y pretende erradicar toda práctica considerada desviada. Hace un siglo, la dinastía saudí no dudó en recurrir a la yihad para imponer el wahabismo a la población del reino, que desde su nacimiento se ha regido por el principio de “promoción de la virtud y prohibición del vicio”. Todos aquellos que se negaron a aceptar el wahabismo o se enfrentaron a los Saud fueron tachados de apóstatas, incluida la propia dinastía hachemí que descendía de Mahoma y gobernaba la ciudad sagrada de La Meca.
Los ulemas wahabíes también persiguieron a los chiíes, a los que consideraban infieles. Este mismo argumento fue desempolvado por Abu Musab Al Zarqawi, creador de Al Qaeda en Mesopotamia y padre intelectual del ISIS, para lanzar una guerra sin cuartel contra la comunidad chií iraquí. En una misiva fechada en febrero de 2004 fijó la hoja de ruta a seguir: “La única solución es golpear a los cuadros religiosos, políticos y militares chiíes una vez tras otra hasta doblegarlos: son como la serpiente al acecho, el escorpión malicioso y el veneno penetrante”. También consideró que los chiíes representaban una amenaza mucho mayor que los propios ocupantes estadounidenses, ya que tarde o temprano las tropas extranjeras se verían obligadas a abandonar el país, mientras que los chiíes permanecerían en él y forjarían una alianza con Irán.
No mejor suerte corren otras corrientes más o menos emparentadas con el chiísmo como los alauíes, los ismailíes o los drusos, que son tachados de apóstatas y, en consecuencia, merecen ser aniquilados. El ISIS suele recurrir a Ibn Taymiya para justificar sus posiciones. Dicho teólogo medieval consideró que estas minorías eran peores que los infieles y los idólatras y emitió un fatua según la cual “sus mujeres pueden ser tomadas como esclavas y los hombres tienen que ser asesinados allá donde se les encuentre, siendo lícito requisar sus propiedades”. Un trato similar se reserva a los yazidíes —a los que por desconocimiento se acusa de adorar al diablo—, contra quienes el ISIS ha emprendido un auténtico genocidio que contempla la eliminación física de los hombres y la esclavización de las mujeres. A las comunidades cristianas, cada vez más hostigadas en Irak y Siria, se les permite elegir entre la conversión al islam o el pago de un impuesto de capitación (el mismo que fue abolido por los sultanes otomanos a mediados del siglo XIX por las presiones de las potencias europeas).
El ISIS no solo persigue a las minorías confesionales, sino también a todo aquel que se opone a su proyecto mesiánico. Abu Muhammad Al Adnani, portavoz del grupo, advirtió: “Si combates al ISIS, te conviertes en apóstata”. De hecho, no ha dudado en declarar como tales a la mayor parte de las fuerzas rebeldes que luchan contra el régimen de Bachar el Asad, incluidas aquellas de tendencia islamista. También quienes defienden los valores democráticos o comulgan con el nacionalismo, el socialismo o el liberalismo son considerados herejes y se convierten en un objetivo legítimo, puesto que no son leales al islam ni tampoco aceptan la preeminencia de la sharía en los asuntos políticos, sociales y económicos.
La yihad es el principal pilar del ISIS, que la considera una obligación para todos los musulmanes. Esta yihad no solo es defensiva, sino sobre todo ofensiva. Además de contra los occidentales, debe dirigirse contra los musulmanes reacios a aceptar el credo wahabí. Se considera que aquellos musulmanes que no respetan esta rigorista y puritana interpretación de la sharía viven en la ignorancia y, por tanto, deben ser sometidos por medio de la violencia para que vuelvan al redil.
El ISIS combate tanto al enemigo interior como al exterior. El primero lo representan los gobernantes que no aplican la sharía, que son tachados de tiranos y deben ser derrocados. Abu Umar Al Bagdadi, otrora líder del Estado Islámico de Irak, señaló: “Los gobernantes de los territorios islámicos son traidores, infieles, pecadores, mentirosos y criminales” y “la lucha contra ellos es más importante que la lucha contra los cruzados ocupantes”. El segundo enemigo son los occidentales, a los que el propio Abu Umar tachó de “infieles a los que se debe atacar en su propio territorio”. Los yihadistas advierten de que ningún país islámico debería establecer alianzas con, o depender de, los países occidentales y si lo hacen se convierten inmediatamente en infieles contra los que debe emprenderse la yihad.
Pero quizás uno de los elementos más desconocidos del ISIS es su visión apocalíptica del mundo, ya que interpreta que está librando un combate crucial entre musulmanes e infieles que precederá el fin de los tiempos. Esta batalla, según ciertas profecías apócrifas, tendrá lugar en la localidad siria de Dabiq, precisamente el nombre que recibe la revista del grupo, y se desarrollará tras el restablecimiento del califato, algo que Abu Bakr Al Bagdadi hizo hace ahora dos años. Tras este episodio se librará una devastadora guerra que terminará con la llegada del Mesías. Al Adnani ha arengado a las tropas yihadistas para que “estuviesen preparadas para la batalla final contra los cruzados” en el curso de la cual “conquistaremos Roma, destruiremos sus cruces y esclavizaremos a sus mujeres con el permiso de Dios”.
Como era de imaginar, esta retórica apocalíptica no ha conseguido movilizar a gran escala a las comunidades musulmanas, que se han desmarcado de manera clara del grupo terrorista y han denunciado su barbarie. Incluso el lema del ISIS —Permanecer y expandirse— está cada vez más en entredicho, puesto que en los últimos meses ha perdido una tercera parte de sus territorios. Todo parece indicar que la derrota del ISIS es una mera cuestión de tiempo, pero también de voluntad política. Hasta el momento, las divisiones entre los actores regionales e internacionales con intereses en la región han impedido que se le dé el golpe de gracia. Una vez que dejen de lado sus intereses particulares y sus estrategias cortoplacistas, el mencionado califato podría desmoronarse como un castillo de arena.
*Ignacio Álvarez-Ossorio es profesor de Estudios Árabes en la Universidad de Alicante y coordinador de Oriente Medio y Magreb en la Fundación Alternativas.
Fuente:elpais.com
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