ITZIAR MATAMOROS
La que fuera secretaria del jerarca nazi, Brunhilde Stompel, de 105 años, relata en un documental su relación con él y describe cómo era. «Lo justo es que hubiera sido condenado a muerte», recuerda con cierta amargura.
Frío, de modales impecables y vanidoso. Así era Joseph Goebbels, el ministro de propaganda de Adolf Hitler, según le recuerda la última secretaria que trabajó para él. La alemana Brunhilde Pomsel, que hoy tiene 105 años, es la persona viva que mantuvo una relación más estrecha con el dictador y su íntimo confidente. Setenta y dos años después del empleo que marcaría su vida para siempre, recuerda sus días al servicio del régimen nacionalsocialista para el documental «Ein Deutsches Leben» («Una vida alemana»), que se presentará esta semana en el Festival de Cine de Múnich.
En 1942, la joven secretaria empezaría a trabajar a las órdenes del poderoso ministro de propaganda del Tercer Reich, sin saber que su trabajo le llevaría a formar parte de la historia. Lo hizo hasta 1945, cuando Goebbles se suicidó junto a su esposa, envenenando a sus seis hijos –odos con nombres que comenzaban por la letra «H» en veneración a Hitler–para que no crecieran en una Alemania desnazificada. Pasó los últimos días de la Segunda Guerra Mundial trabajando en el sótano del Ministerio hasta ser encarcelada por las fuerzas soviéticas.
A pesar de haber ocupado los pasillos del poder de la era nazi, «nosotros no sabíamos nada sobre el exterminio judío», asegura Pomsel. No fue hasta salir de la cárcel cuando supo de los crímenes del Holocausto. Brunhilde Pomsel asegura que su jefe era un hombre educado, con exquisitos modales e impecablemente vestido, pero también una persona inaccesible. «Estoy convencida de que ni siquiera sabía mi nombre», dice. «Era tieso como un palo» añade, aunque reconoce que tenía un gran carisma y recuerda cómo seducía frecuentemente a actrices de cine y teatro, a pesar de su pequeña estatura y una apariencia de lo más normal. «Probablemente, si hubiera sido una estrella de cine, también me hubiera embaucado con su encanto», reconoce. También le describe como vanidoso, casi narcisista y asegura que no pasaba un día sin que viniesen a hacerle la manicura. Asimismo, piensa que el orador nazi era un cobarde. «Lo justo era que hubiese sido condenado a muerte, pero él era demasiado inteligente como para saber cuál era su destino», dice.
En los años 20, Pomsel había trabajado para un abogado judío, que huyó de Alemania. Entonces, la radio berlinesa se fijó en ella para servir a Goebbles, por ser una de las mecanógrafas más rápidas del país. «Tampoco podía haberme negado, era una orden» dice ella. Años antes, se había afiliado al partido nacionalsocialista (NSDAP), una manera habitual en la época de poder optar a empleos seguros. La ex secretaria no puede negar que el empleo le gustaba. Recuerda un ambiente de trabajo muy agradable, rodeada por mujeres cuidadosamente seleccionadas y con una generosa paga de 500 marcos. Sus tareas eran convencionales: escribir cartas, transcribir los dictados del jefe y gestionar la correspondencia. Con eficiencia y esmero se afanaba en cumplir con sus quehaceres, sin llegar a sospechar que sus ágiles dedos estaban al servicio de semejante engranaje del horror.
Nunca supo qué contenían aquellos documentos secretos que Goebbles guardaba en su caja fuerte, a escasos metros de su mesa de trabajo. «Tenía la clave, pero nunca me atreví a mirarlos sin permiso de Goebbles», asegura. Pomsel no olvidará aquel día 18 de febrero de 1943, el discurso más famoso de la historia del nacionalsocialismo en el Palacio de los Deportes berlinés, tras la derrota de Alemania en Stalingrado. Aquel día, el padre de la propaganda nazi arrancó vítores de la multitud al grito de «Queréis la guerra total?”» Para que el fanático discurso tuviera más éxito, una serie de empleados fueron colocados en puntos estratégicos para inducir al aplauso, entre ellos la joven secretaria. Aunque han pasado muchas décadas, ella aún recuerda que «fue terrible lo que allí sucedió. No era la pregunta lo que me asustó, sino la reacción de la audiencia al gritar: ‘‘¡Sí, queremos¡’’» relata.
Perder la guerra
Pomsel recupera de su memoria aquella cena en la que se sentó junto al ministro nazi, en su residencia cerca al río Havel, en noviembre de 1944. «Más tarde me di cuenta de que ese evento era un intento de tener a los empleados de buen humor mientras parecía cada vez más claro que Alemania estaba perdiendo la guerra», dijo. «No me dirigió la palabra en toda la noche», recuerda. Para ella, Goebbles era un hombre con muchas caras, tan frío en privado como abierto en público.
Días antes de la derrota alemana en la contienda, Goebbles le dio a Pomsel una máquina de escribir. Aquel sería el último día de trabajo del propagandista nazi. Ella se mudó al búnker que estaba bajo el Ministerio de Propaganda y allí pasó diez días con sus diez noches. La ex secretaria cuenta que tuvo que alimentarse de latas y vino. Al décimo día, un mensajero llegó al sótano para informar de los suicidios de Hitler y Goebbels.
Poco después, los soldados soviéticos la arrestaron y tuvo que pasar cinco años recluida, sin que su familia tuviera idea de su paradero. Según expresa en el documental «Una vida alemana», fue algo totalmente injusto. «Yo no había hecho nada» se justifica.
Aunque Pomsel, uno de los últimos testigos supervivientes de la maquinaria nazi, creyó que nunca volvería a ser feliz, fue liberada en 1950 y pudo seguir trabajando como secretaria durante años. «Nunca le perdonaré a Goebbles lo que le hizo al mundo», asegura.
Ahora vive en Múnich y, a pesar de que sus serios problemas de visión no la permiten desempeñar muchas tareas, se enorgullece de que su mente siga «todavía despierta». Pomsel rechazó contar públicamente su historia hasta haber cumplido los cien años. Ahora, la anciana ha accedido a compartir sus vivencias ante las cámaras como protagonista de la producción austriaca de los directores Christian Krönes, Olal Müller, Roland Schrotthofer, Florian Weigensamer.
Fuente:larazon.es
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