Silvia Cherem entrevistó a Elie Wiesel: “Por ser judío, me he convertido en militante, testigo y voz”

Por Silvia Cherem S. –  Marzo – 2002

Cuando en 1986, Elie Wiesel (Sighet, Hungría, 1929) fue galardonado por unanimidad con el Premio Nóbel de la Paz, cuenta que en su discurso de aceptación le dijo al jurado: “Espero que ustedes no me hayan concedido este premio por razones equivocadas”.

Wiesel, sobreviviente de campos de concentración, humanista, autor de más de 40 libros (La noche, Los judíos del silencio, Almas en fuego, El alba y los dos tomos de sus memorias: Todos los torrentes van a la mar e Y la mar nunca se colma), catedrático de la Universidad de Boston y un hombre que ha dedicado los últimos 30 años de su vida a luchar por casi todas las causas humanitarias que han abatido al mundo, deseaba en aquel momento de gloria, dejar claro que la fuente de inspiración de cada una de sus batallas había sido precisamente su orgullo judío.

“Un hombre con mi pasado, no podría sentir ni pensar de ninguna otra manera. Por ser judío, me he convertido en militante, testigo y voz para defender a las víctimas, a cualquier tipo de víctima… La indiferencia del mundo libre permitió el asesinato masivo y sistemático de 6 millones de judíos. Fuimos sacrificados, traicionados e ignorados por todos, menos por el enemigo. Por ello, para honrar a las víctimas, he consagrado mi vida a luchar contra la indiferencia”, señaló este hombre de ojos pequeños, mirada penetrante, rostro cansado y cabellos canos e hirsutos, en entrevista exclusiva durante su reciente visita a México, para dictar una conferencia magistral en la Comunidad Bet El.

Wiesel, quien nació en un shtetl (poblado judío en la Europa del Este) en la frontera entre Rumania y Hungría en los Montes Cárpatos y creció en un hogar “jasídico” de hombres piadosos volcados al estudio de los textos bíblicos, sobrevivió a la cruel y sanguinaria pesadilla del Holocausto que, en su caso, inició tardíamente en abril de 1944, cuando los alemanes asediaron su pueblo natal en Hungría.

“Desde 1942, el mundo libre conocía ya los detalles de la Solución Final, pero los judíos de Sighet no sabíamos nada.  ¿Por qué nadie nos avisó? Aunque nada atenúa la culpa de los asesinos y la de sus cómplices, a lo largo de mi vida no he podido librarme de la indignación por la pasividad de los líderes del mundo libre y la de nuestros hermanos en Estados Unidos y en Palestina. ¿Cuántos judíos hubieran podido luchar o intentado escaparse, antes de ser enviados a ghettos o en los vagones de la muerte, si Roosevelt, Churchill, Ben Gurión o Weizmann nos hubieran advertido en la radio lo que estaban haciendo los alemanes en los campos de exterminio?”

 Unas cuantas semanas antes del histórico desembarco de los aliados en Normandía, los pobladores de Sighet fueron desterrados de tajo de su mundo místico en el que, como una paradoja del destino, día a día oraban con fervor por la llegada del mesías. Hacinados en trenes sin escapatoria, llegaron a Auschwitz, en donde el hoy Nóbel pudo leer:  “Arbeit macht frei” (el trabajo libera).

“Con la muerte circundando, en unos segundos dejé de ser hombre. Me convertí en A-7713”, cuenta.

En Birkenau, una sección de Auschwitz en donde según recuerda Wiesel, los vivos rezaban el Kadish (la oración de los muertos) para sí mismos, comenzaron sus pérdidas. El primer día: su madre y su pequeña hermana Tzipouka. Pocas horas después, Wiesel vio con sus propios ojos el “trabajo” de los capos: “lanzaban sin inmutarse a cientos, a miles de bebés aún con llanto, a las flamas de la hoguera”.

Mientras tuvo a su padre a su lado, intentó sobrevivir.  Cuando él murió -en enero de 1945 en Buchenwald, a donde fueron trasladados porque el ejército ruso se acercaba ya a Auschwitz-, Elie perdió el interés por la vida. El 5 de abril de 1945, después de 11 meses de agonía, el Ejército estadounidense finalmente liberó su campo. Elie Wiesel, huérfano de padres e ideales y tatuado inexorablemente por el dolor, tenía entonces 16 años. Según dice, sobrevivió por pura casualidad: “Si Dios hubiera querido hacer un milagro, no se hubiera olvidado de todos los demás”.

Wiesel llegó a Francia como refugiado y, con la ayuda del Nóbel François Mauriac, ingresó a la Facultad de Letras de la Sorbona. Como periodista, fue tejiendo su vida en relación con el naciente Estado de Israel. Trabó amistad con Itzjak Rabin y Golda Meir y, por la valentía de sus declaraciones y su necesidad de recordar, Wiesel fue adquiriendo relevancia en el espectro internacional. Fue él, por ejemplo, quien por vez primera usó la palabra “Holocausto” para designar la matanza sistemática de judíos durante la Segunda Guerra Mundial.

“La primera vez la usé por casualidad. Estaba yo escribiendo un ensayo sobre el sacrificio bíblico de Isaac y me topé con la palabra holocausto, que aludía al fuego y al sacrificio. Pensé que este término, con mayúscula, podía también ser empleado para hablar de la tragedia. Por eso lo usé. Luego otros leyeron mi trabajo y pensaron que el término era apropiado. Yo ya no lo uso jamás, ha sido trivializado y abaratado, empleándolo para un sinfín de situaciones que no dejan de ser trágicas, pero que no tuvieron la particularidad de liquidar a todo un pueblo.  No hay ninguna palabra adecuada para lo que sucedió, aún busco qué podría definir tanto horror”, señaló.

 En 1965, un viaje inesperado a la URSS fue un punto de quiebre en su vida. Conoció  la desesperación de los judíos para expresar su credo, las injustas encarcelaciones que vivían y el temible yugo de la Cortina de Hierro. Escribió Los judíos del silencio y su voz se convirtió en un obligado punto de referencia: “Yo, que me empeñaba en dejar el testimonio de los muertos, encontré una forma de ser un mensajero de los vivos, a pesar de todos los peligros que implicó desafiar al Kremlin”, dice. Con esta fortaleza, se convirtió en un obligado punto de referencia, en una “cuña incómoda” para los líderes del mundo.

Ronald Reagan, por ejemplo, interesado en normalizar relaciones con Helmut Kohl, enfrentó su tajante crítica cuando en 1985 decidió visitar el cementerio alemán de Bitburg, donde yacen cuerpos de oficiales del SS. Wiesel, quien casualmente recibía entonces una medalla de distinción a personajes ilustres de manos del Congreso Estados Unidos, en su discurso de aceptación en la Casa Blanca, frente a todos los medios de comunicación, intentó disuadir a Reagan:  “Cuando usted tomó la decisión de ir a Bitburg no sabía de la presencia de las tumbas, pero ahora ya lo sabe… (A los SS) yo los vi trabajando, conocí a sus víctimas. Eran mis amigos, eran mis padres, eran los niños judíos”. No obstante, Reagan fue a Bitburg. Como consecuencia, Wiesel le presentó su renuncia al cargo de Presidente del Consejo Memorial del Holocausto. “¿Cómo podía seguir “sirviendo” a un Presidente que apeló a la “objetividad” y que sobre las tumbas nazis se atrevió a equiparar a la SS con las víctimas judías?”, hoy cuestiona.

Con François Mitterrand, Wiesel compartió proyectos e inquietudes y la amistad fue tal que, según cuenta el Nóbel, cuando el Presidente francés visitaba a los Wiesel en su casa en Nueva York, la compañía de teléfonos instalaba una línea especial, que escondían en el cuarto del pequeño Elisha (hijo de Wiesel),  con el fin de que Mitterrand pudiera ser localizado de inmediato por el ejército francés en situaciones de emergencia. Sin embargo, la amistad se acabó cuando Pierre Péan publicó el libro Una juventud francesa y denunció que en la adolescencia Mitterrand colaboró con el régimen de Vichy.  Mitterrand arguyó que desconocía el nexo con la SS; pero ni el pueblo francés, ni su amigo Wiesel, le creyeron. Elie dice que le pidió que reconociera su pasado como “un error de juventud”. Le insistió: “Un gran hombre puede cometer errores y no por ello deja de ser un gran hombre”. Pero Mitterrand optó por el silencio. Con ello se acabaron la amistad y los proyectos.

A Wiesel – quien hoy dirige una fundación que lleva su nombre, que lucha contra la intolerancia y  mantiene y educa a 900 niños etíopes en Israel-,  se le reconoce internacionalmente como una “conciencia de la humanidad”.  Un hombre que “por la esperanza en el futuro”, se niega a olvidar.

Usted ha sido testigo del siglo XX, quizá el más cruel y sangriento que ha registrado la humanidad. ¿Por qué si el mundo parece empeñado en continuar asfixiándose con fundamentalismos religiosos y nacionalismos exacerbados, usted  refrenda en cada uno de sus libros y conferencias, el discurso de la esperanza?

Si yo sólo pensara en mí, no tendría razones para vivir; pero cuando veo a mis alumnos, a mi hijo, o a los niños del mundo, encuentro motivos para seguir luchando. Nunca he publicado ninguna de mis novelas si no encuentro en ellas una salida de optimismo. El manuscrito de Los olvidados – en el que un viejo héroe, es privado de la memoria y pierde toda esperanza de poder tener contacto humano-, lo mantuve encerrado en un cajón durante varios meses porque me negaba a condenar a los jóvenes al desaliento. La esperanza es uno de los más grandes misterios de la humanidad. Sin ella y sin la memoria no podríamos sobrevivir. Sin embargo, estoy muy conciente de que la esperanza, cuando carece de sustento, puede ser una trampa peligrosa. Si mi generación hubiera sido más escéptica, otra hubiera sido la historia. La mayoría “esperanzada” creyó que el pueblo de Goethe o Schiller no podía hundirse en la barbarie; sólo los descreídos tomaron la decisión de huir y se salvaron.

Han sido demasiados sucesos en este siglo en los que usted ha participado como víctima, testigo o intermediario: el Holocausto, el totalitarismo ruso, Serbia, Croacia, Bosnia, Albania, la Conferencia de Durban, las Torres Gemelas…

Has dado razones para caer en el desaliento. El siglo XX ha sido un itinerario manchado de sangre, terror y desconsuelo. Millones de  jóvenes cayeron en el embrujo del comunismo y del nazismo que, con sus distintas ideologías, se consolidaron como mesianismos religiosos. Ambos fracasaron  y generaron demasiadas catástrofes: Stalin asesinó a 20 millones de seres humanos y los nazis inventaron el laboratorio de muerte en Auschwitz, Treblinka, Maidanek. En la ex Yugoslavia, también se cometieron crímenes horrendos. Sin embargo, en 1999, a pesar de que la caja de Pandora estaba llena de maldiciones, nos aferramos a creer que debajo del mal tenía que haber esperanza. La historia quería purgarse de la pesadilla, comenzar un nuevo capítulo; todos nos llenamos de aliento con la llegada del nuevo milenio. Con cierto recelo, yo también participé en las celebraciones y me regocije soñando con el cambio.  Hoy vemos que esto era una quimera sin fundamento. A comienzos del siglo XXI, el insaciable Arafat no aceptó las generosas concesiones que le ofreció Ehud Barak y comenzó la Intifada, que ha convertido al Medio Oriente en un polvorín de terrorismo y odio; la Conferencia de Durban por otra parte mostró, para vergüenza de la humanidad, su rostro antisemita; Ruanda se plagó de muertes y crueldad; y el 11 de Septiembre, fue un doloroso parte aguas.

El principal objetivo de su vida ha sido preservar la memoria para intentar cambiar actitudes. ¿Piensa que la humanidad ha aprendido alguna lección?

No. Si el mundo hubiera aprendido algo, no habría hoy antisemitismo, crueldad, hambre, guerras o catástrofes. La humanidad no sabe aprender.  Los que ostentan el poder están más interesados en medir su popularidad en encuestas y ganar votos, que en gobernar. Se olvidan de su pasado, se rodean de asesores y se vuelven incapaces de tomar decisiones moralmente correctas. Ocasionalmente hay brotes de bondad y solidaridad, pero son contados. Uno de ellos, fue el voto en la ONU en noviembre de 1947 para reconocer la existencia del Estado de Israel.  Algunos países se sintieron culpables con respecto a los judíos después de la guerra y, gracias a ello, hubo un despliegue de generosidad. Fue esa la última vez que Estados Unidos y Rusia se unieron para lograr un objetivo. Seis meses después, esto hubiera sido impensable. Con respecto a los talibanes, creo que el mundo ha sabido también responder de manera adecuada. Aunque yo anhelo la paz y nunca he tenido un arma en mis manos, no soy un pacifista. Creo en el uso de las armas cuando hay que defenderse del enemigo. En la Segunda Guerra Mundial hubiera dado lo que fuera por  unirme al ejército y pelear. Pienso que el terrorismo es la cuestión más urgente que enfrenta la humanidad. Sabemos hoy que Al Qaeda tiene infiltrados en 65 países y que en cualquier momento podrían actuar. Durante muchos años, viví obsesionado con las desgracias que podían acontecer si los terroristas adquirían armas nucleares o bacteriológicas y compartí esta preocupación con cada Primer Ministro o Presidente que conocí.  La mayoría se burló de mí: argüían que yo tenía fantasías de escritor. Hoy, desgraciadamente temen que esto pueda suceder.

Me gustaría detenerme en la forma en que usted ha vivido el resurgimiento del nazismo, abanderado por jóvenes que se dicen ser neo nazis y por revisionistas que aseguran que el Holocausto es un invento que nunca sucedió.

Yo nunca entro en debate con ellos. A donde yo voy, tratan de provocarme y nunca respondo porque no estoy dispuesto a dignificarlos con un intercambio. Me pregunto, sin embargo, cómo es posible que haya tantos de ellos. Cuando gané el Premio Nóbel, cientos de ellos vinieron de toda Europa a protestar. Me preguntaba: quién les pagó los boletos, quién arregló la logística, quién les dio cuartos de hoteles, por qué vinieron.  Así como yo consagro mi vida a recordar, ellos consagran la suya a negar nuestra memoria. Vienen de sitios que uno ni imaginaba que existieran. En California tienen un instituto de revisionismo histórico, publican libros, folletos, organizan conferencias y hasta peregrinajes a Auschwitz para negar el pasado. Tienen representantes dando clases en las universidades en Estados Unidos, Francia, Polonia, Noruega. Sin embargo, el Holocausto es la tragedia más documentada de la historia – con millones de fotografías, crónicas, poemas, documentos y testimonios-,  y no podrá ser olvidada. Mi único temor es que se trivialice.

Después de recibir el Premio Nóbel, con la ayuda de François Mitterrand  usted organizó una conferencia que reunió a 79 personajes galardonados con el Premio Nóbel, con el objetivo de  discutir los miedos y las esperanzas para el siglo 21. Aunque la conferencia fue un éxito por haber movilizado por primera vez a tantos laureados, usted ha dicho que “como sucede con otras conferencias de intelectuales, no tuvo la menor influencia en este mundo”. ¿Por qué?

Pensé que una asociación de Nóbeles podría ser la ONG más poderosa del mundo para luchar por causas humanitarias, pero fracasé en el intento. En ese entonces, no conseguimos el dinero para sostener un organismo de ese tipo y hoy, que quizá podría lograrlo, ya no tengo la energía. En esa época, constaté el poder del Nóbel. Antes de recibirlo, mandaba cientos de cartas a los presidentes para diferentes causas y casi nunca tenía respuesta. Al ser galardonado, logré que se excarcelaran de tajo a 15 personas, disidentes y refuseniks injustamente aprisionados en la URSS.

Sin embargo, continuó organizando conferencias y foros…

Organicé, en todo el mundo, conferencias tituladas: “Anatomía del odio”. Quise entender sus causas y orígenes; buscaba fórmulas. Aprendí poco, pero me obsesioné con el terrorismo y el fanatismo. Los terroristas de nuestro siglo han abusado de la fe y como fanáticos han estado dispuestos a hacer cosas antes inimaginables. Hay una historia real que retomaron Camus y Dostoievsky en su obra literaria y que ilustra esto que digo. En San Petersburgo, durante la Rusia zarista, un grupo de revolucionarios tenía planeado aniquilar a un gobernador. Conocían con precisión su rutina y un buen día montaron un sofisticado operativo para asesinarlo. Sin embargo, el día planeado, el personaje, por una casualidad del destino, se hizo acompañar de sus niños. Ello lo salvó. Ninguno de los revolucionarios se atrevió a disparar y el plan tuvo que ser abortado. Hoy esto sería impensable. Los terroristas matan indiscriminadamente a niños, mujeres, ancianos y civiles. Recientemente escuché a una madre decir cuando vio que su hijo acababa de inmolarse: “Estoy contenta, tengo 4 hijos más para dar”. Estos fanáticos han distorsionado la religión y, al decir que matan en nombre de Dios, han convertido a Dios en un asesino. Si los combatimos, estaremos luchando para liberar a Dios de su prisión. Y, por supuesto, hablo en nombre de todos los fanatismos. Yo dos veces me he sentido absolutamente avergonzado como judío: cuando Baruj Goldstein, un físico judío, padre de niños y quien se decía “piadoso”, entró a una mezquita y mató a 29 musulmanes, y cuando Ygal Amir asesinó a Itzjak Rabin “en el nombre de Dios”. En esa ocasión, viajé con Clinton en el Air Force One al funeral y puedo decirte, sin temor a equivocarme, que ha sido el viaje más triste que he hecho a Israel. El fanatismo hace un daño terrible a las sociedades y es nuestra obligación combatirlo en todos los frentes.

Aunque es usted un hombre observante, en su obra hay serios cuestionamientos a Dios. En La noche escribió: “Nunca dejaré de rebelarme contra aquellos que cometieron o permitieron Auschwitz, incluyendo a Dios”…

Mi problema con Dios es que no entiendo dónde estuvo en aquellos momentos. Sé que no hay respuestas, pero necesito preguntar. Siento que tengo la autoridad moral para pelearme con él porque lo cuestiono desde el interior de la fe. Hasta en los momentos más difíciles nunca dejé de creer en él. En Auschwitz, mi padre y yo nos levantábamos en las tinieblas para rezar. Un judío había logrado comprar unos tfilim (filacterias) y hacíamos cola para ponérnoslos y decir con ellos una bendición. ¡Estábamos locos! Ese tipo de sacrificios, exponiéndonos a la muerte, era innecesario. Hace dos años, el “New York Times” me pidió un artículo por Rosh Hashaná (Año nuevo judío) y con sorna escribí: “Dios, dejemos ya de pelear. Durante 50 años, me la he pasado discutiendo contigo, ya es hora de estar en paz.”

¿Cuáles han sido los logros que más satisfacciones le han brindado?

La influencia en mis alumnos o lectores, y las cartas que cada mes recibo de cientos de jóvenes que me hacen comentarios o preguntas y que gustosamente respondo. Con respecto a mis libros, sé que con los Judíos del silencio logré generar un cambio importante para los judíos soviéticos. Es más, si en un tribunal celestial me llegaran a preguntar qué he hecho para obtener la benevolencia, respondería que haber estado en la danza de la historia judía en Moscú, en la fiesta de “Simjá Torá” (la alegría de la Torá),  compartiendo la fuerza que 50 años de comunismo no logró acallar. Fui el primero que ventiló este problema y logré transmitir al mundo el mensaje de estos judíos.

Por otra parte, el 27 de enero del 2000, día de conmemoración por la liberación de Auschwitz, fui invitado por el gobierno alemán para hablar en el Parlamento de Berlín. Ahí, me acerqué al Presidente Johannes Rau – que estaba con todos sus colaboradores menos Kohl, naturalmente-, y lo incité: “¿Por qué no le pide usted perdón al pueblo judío?” No estaba seguro de que los judíos del mundo aceptarían su indulto, pero debía intentarlo. La siguiente semana fue él a Jerusalén y oficialmente pidió perdón.

¿Usted pudo perdonar?

¿Quién soy yo para perdonar?  Si alguien me pidiera perdón por algo que personalmente me hizo, yo podría decidir si perdonarlo o no, pero ¿cómo podría perdonar en nombre de los que murieron? Sólo ellos podrían hacerlo y están obligados a mantenerse en silencio. Por otra parte, ya no creo en la culpa colectiva. Los niños de los asesinos, no son asesinos. Son niños. La primera vez que fui a Alemania, 20 años después de la guerra, al ver los rostros de la gente me preguntaba dónde habrían estado entonces. Me convertí en un juez implacable; pero hoy el tiempo ha pasado y considero que es injusto sostener ese tipo de criterios con los jóvenes. Tengo muchos estudiantes alemanes y son maravillosos; sin embargo, son absolutamente infelices, cargan con culpa. Viven cuestionándose, dudando si su padre, o quizá su abuelo, fue parte de la maquinaria de muerte. Una vez, uno de ellos se me acercó y me contó que se fue de su casa cuando descubrió que su padre había sido un alto oficial del ejército nazi. Quería mi consejo.  Le respondí que yo no podía decirle nada con respecto a la relación con su padre, pero sí en cuanto a la responsabilidad con la historia. Le advertí: “Tú no eres responsable de lo que tu padre hizo, pero sí de lo que hagas tú con la memoria”.

¿Qué quiso usted decir con eso?

Que debía trabajar por la memoria, por los derechos humanos en el mundo, contra los fascistas en Europa, contra la intolerancia.

Muchos sobrevivientes y escritores – como Bruno Bettelheim,  Tadeusz Borowski, Paul Celan, Primo Levi, Jerzy Kosinsky y Piotr Rawicz (los tres últimos amigos suyos)-, optaron por terminar su vida suicidándose. Usted mismo ha aceptado que en algún momento contempló esta desesperanzadora posibilidad.  ¿Se pueden curar las heridas?

No, a todos nos invade la tristeza. La herida se mantiene abierta en todos nosotros y la memoria es nuestra única posibilidad de tener una identidad individual y colectiva. No puedo ni quiero dejar de recordar. En el judaísmo, año con año, conmemoramos el día 9 de Av en que se recuerda la destrucción de ambos templos (la primera vez por los babilonios y la segunda, por los romanos). Ese día observamos las leyes del duelo y con el fragor de una vela leemos Lamentaciones. Desde el shtetl, siendo yo niño, recordaba esa tragedia de hace 2 mil 500 años. Usábamos ropa vieja, nos sentábamos en el suelo como señal de luto y recuerdo que sufría como si hubiera sido yo personalmente testigo de la destrucción. Te pregunto: si puedo recordar 2 milenios, ¿cómo podría yo olvidar algo que me sucedió durante mi propia vida? Es cierto, sin embargo, que me niego a que la congoja y el dolor se conviertan en una enfermedad contagiosa.

¿Cómo se decidió a ser escritor?

 No sé aún si soy “escritor”. Escribí La noche, mi libro más conocido, diez años después de la liberación. Esperé el momento para poder hablar, para poder entender. No encontraba las palabras. Lo escribí en yidish, quería hacer un tributo al lenguaje que fue mío en mi infancia y que era el lenguaje de los muertos. Todo el tiempo pensaba que no era capaz de usar las palabras correctas. Inicialmente escribí 864 páginas, lo recorté a 256 que al ser traducidas al francés se redujeron a poco más de 120 páginas. Yo no pretendía escribir para el mundo, quería escribirlo para los sobrevivientes, porque casi todos ellos habían dejado de hablar. Como nadie les creía, optaron por el silencio. Pensé que sobrevivir implicaba una responsabilidad, quedarnos mudos hubiera sido un pecado.

El éxito del libro se debió al apoyo del francés François Mauriac, Premio Nóbel de literatura…

¿Cuál éxito? Al principio nadie quería leerlo ni publicarlo. Mauriac, sin embargo, fue quien más me ayudó en el mundo. Lo leyó, le gustó y lo prologó. ¡La primera edición de 3 mil ejemplares no se vendió ni en 5 años! Es sólo ahora, con la tercera generación, 50 años después,  que ese período negro ha despertado mayor interés.

Usted ha escrito mucho sobre su supervivencia en relación con su padre, y el remordimiento con el que ha vivido por haberse visto impedido de abrazarlo y reconfortarlo en sus últimos momentos. Esta culpa – de la que usted habla con precisión en La noche-,  parece acompañarlo en todos los momentos de su vida. ¿Piensa usted que él ya lo perdonó?

¿Cómo puedo saber? Es él mi maestro, a diario le hago preguntas, sobre todo cuando tengo que tomar decisiones. En la ceremonia del Nóbel, enmudecí ante su recuerdo y no pude emitir palabra. Cuando algo bueno me pasa, siempre me acuerdo de dónde estuve y me ubico en la realidad; de igual forma si algo malo ocurre, siempre me acuerdo del pasado y lo que parece doloroso deja de serlo.  En esa ocasión del Nóbel, ¿sabes tú que canté? Creo que fue la primera vez y la única que un galardonado canta. A los organizadores de la ceremonia, les pedí que hubiera alguien para cantar “Ani maamin”, una melodía jasídica que habla de la llegada del Mesías y que se convirtió en el himno de los sobrevivientes. Como no encontraron quién lo cantara, lo hice yo mismo.

Cuando regresó usted a su pueblo natal, la única presencia suya que encontró en su vieja casa fue un clavo, uno que usted había clavado para colgar la foto de su rabino, y sobre el cual yacía en ese momento una enorme cruz. ¿Qué de lo suyo le gustaría que sobreviviera a futuras generaciones?

No quisiera que fuera sólo un clavo. Me gustaría que algunas palabras mías pudieran sobrevivir. Aunque nunca estoy satisfecho y rescribo 3 veces cada una de mis novelas,  me gustaría que algunas palabras mías, sobre todo aquellas del amor a mi pueblo y a mi cultura, pudieran sobrevivir. Para mí, escribir ha sido el placer de la agonía.

¿Se arrepiente de algo?

De no haber sido músico. Fui director de un coro, pero luego comencé a escribir y dejé la música. Cuando cumplí 70 años, el rector de mi universidad me sugirió traer a la Sinfónica de Boston y que yo dirigiera la Novena Sinfonía de Beethoven, que me sé de memoria, compás por compás. Él quería recaudar, con ello, fondos para la universidad y darme a mí ese regalo. No acepté, hubiera tenido que ensayar un mes completo.

¿Hay algún político que merezca su admiración?

¿Admiración? Ninguno. Fui cercano a Clinton y he apoyado al Presidente Bush cuando hace lo que debe. Cuando estoy con políticos, a diferencia de con académicos, nunca tengo palpitaciones. Con Saúl Lieberman, mi maestro de Talmud y mi mejor amigo durante los últimos 17 años de su vida, siempre las tuve.  Estudiábamos juntos 3 veces por semana y todo lo que sé de Talmud se lo debo a él. Quiso él inclusive ordenarme como rabino, pero yo no quise. Hoy lo lamento porque él fue un erudito, el más grande estudioso del Talmud de los últimos tiempos y nunca le dio su aval a nadie para ser rabino. Yo hubiera sido el único.

Una última pregunta, usted ha estado siempre comprometido con la suerte del pueblo judío y de Israel, y ha sido un promotor de la paz. En la situación actual de violencia, ¿qué se puede esperar?

Yo nunca creí en Arafat y fui de los pocos que, en la Casa Blanca, no quiso estrechar su mano. Recordaba la matanza de Maalot, un pueblo al norte de Israel a donde Arafat mandó asesinar niños judíos. Sin embargo, Rabin me pidió que apoyara los Acuerdos de Oslo, y lo hice. Arafat nunca ha estado listo. Si lo hubiera estado, sería hoy el fundador honorario de la República Palestina. En Davos nos vemos año con año y ahí fue donde, además, se ganó mi absoluta desconfianza. Una semana después de las elecciones en Israel, Shimon Peres habló de la paz y Arafat hizo una diatriba de odio, veneno y estupidez, frente a Peres mismo. Sin Peres, él sería el líder de una banda terrorista y no una figura respetable de talla internacional. Con la presencia de Arafat en el panorama palestino, yo no abrigo ningún tipo de esperanza. Pienso que lo que vaya a pasar, será su culpa. Bien haría en retirarse para dejar como sucesores a los jóvenes que trabajaron para el Acuerdo de Oslo. Son más liberales y tendrán mayor capacidad para actuar.

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