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domingo 22 de diciembre de 2024

El reloj enterrado

JUAN VILLORO

Elie Wiesel nació dos veces. En 1928 vio la luz en la comunidad judía de Sighetu Marmatiei, cerca de los Cárpatos, en la actual Rumania. Esa etapa terminó en la adolescencia. A los dieciséis años fue llevado al campo de concentración de Auschwitz, en compañía de sus padres y sus tres hermanas.

En su libro “La noche”, recuerda el asfixiante aire del vagón de los deportados y la cremación de los recién nacidos al llegar al campo de exterminio. Al bajar del tren, la humanidad había dejado de existir. Esa jornada aniquiló su primera existencia, una noche “siete veces maldita y siete veces sellada”.

En Auschwitz separaron a los hombres y las mujeres. Elie retuvo una última imagen de su madre: acariciaba el pelo de su hermana pequeña, tratando de darle ánimos. Ambas murieron en el campo.

Su padre corrió la misma suerte. Con desafiante honestidad, Wiesel relataría el proceso de deshumanización sufrido en Auschwitz y luego en Buchenwald. Fue dado de baja como persona y se convirtió en el cautivo A-7713, un sonámbulo que trataba de sobrevivir a toda costa. No pudo llorar la muerte de su padre porque carecía de lágrimas, pero eso no fue lo peor. Enajenado, al margen de sí mismo, sintió alivio al liberarse de esa carga.

Después de la guerra fue a un campo de refugiados en Normandía y al cabo de un tiempo se inscribió en La Sorbona. Otro castigo lo aguardaba más allá de las cercas con alambres de púas: la culpa de haber sobrevivido. No se atrevió a mencionar un espanto para el que no había vocabulario.

Durante diez años tradujo textos jasídicos y escribió de cuestiones del judaísmo hasta que François Mauriac lo animó a compartir sus memorias. El resultado fue un torrente de 800 páginas escritas en ídish, que posteriormente se transformarían en el libro La noche. Fue un segundo nacimiento: la víctima se había transformado en testigo. Desde entonces, y hasta su muerte, ocurrida hace unos días, Wiesel se consagraría al tribunal compensatorio que concede la memoria. En 1986 recibió el Premio Nobel de la Paz por su vasta contribución a indagar el espanto sin apelar a la venganza.

Una escena de su vida resume los mecanismos y la ética del cronista. Con las libertades de mi propia memoria, recupero la trama en dos tiempos, la adolescencia amenazada y la adolorida edad adulta. A los dieciséis años, Elie supo que ni él ni su familia podrían escapar a la persecución nazi. El padre les avisó que serían deportados. Tendrían que partir con lo que llevaban puesto, y aconsejó que cada quien escondiera su objeto preferido para recuperarlo en caso de regresar al pueblo. Elie enterró un reloj al pie de un árbol.

La tormenta de la historia segó numerosos destinos; la madre, el padre y la hermana menor de Wiesel murieron en la guerra. Luego vino el exilio, el aprendizaje de otro idioma, la inquietante extrañeza de seguir con vida en un mundo al que no se pertenece. La infancia se convirtió para el historiador del judaísmo en un paraíso perdido que no deseaba alterar. Sin embargo, un día volvió a Sighetu Marmatiei. Vio las casas de siempre, las calles donde había jugado, un escenario de temible inocencia, acaso más dramático que el evidente horror de Auschwitz, pues sugería que, alguna vez, ahí la felicidad pareció posible.

Naturalmente, recordaba el sitio donde había ocultado su reloj. En forma maquinal se dirigió al árbol señalado, se arrodilló y escarbó con las manos en busca del objeto. La historia había roto demasiadas cosas en esos años, pero el reloj seguía ahí.

Wiesel contempló ese testigo mudo, surgido de un tiempo en que la esperanza aún era posible. Le conmovió que aún estuviera ahí. Sin embargo, sin saber por qué, volvió a enterrarlo. Le costó trabajo comprender este segundo gesto, que parece resumir el sentido mismo del testimonio.

Wiesel recuperó algo de su pasado, pero ese objeto ya no podía restituir nada. El reloj medía otro tiempo, de incómoda actualidad: la memoria convierte el pasado en acto de presencia.

Bajo tierra, el reloj de Elie Wiesel da las horas de una época devastada. Saber que está ahí no cambia lo que sucedió: cambia lo que sucede ahora.

Fuente:reforma.com

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