Después de Obama

GABRIEL ALBIAC

Obama ha sido un presidente débil. Rodham-Clinton será una presidenta fuerte.

Obama ha sido un presidente débil. Lo cual tiene, sin duda, un gran encanto. Y un coste a la medida. La grandeza de ese encanto sucede en la escena histórica. El precio de su gestión se paga en la prosa política.

La elecciones presidenciales de 2008 marcan una inflexión en la historia de los Estados Unidos de América. Diecinueve años hace que acabó la Guerra Fría, ese exterminio mundial de medio siglo. En el Cercano Oriente, el antipático George Bush ha logrado finalmente ganar una contienda agotadora. Estabilizar el territorio iraquí exige, sí, mantener indefinidamente allí tropas americanas. Pero, ¿qué es eso, comparado con los cincuenta años de acantonamiento en Alemania después de 1945?

En suma, los Estados Unidos pueden, por primera vez en casi un siglo, volverse sobre sí mismos. Y afrontar sus últimas barreras internas. Dos de ellas pesan decisivamente en ese inicio del siglo veintiuno. Y son inaplazables:

a) El último rescoldo de una segregación racial que estuvo legalmente vigente hasta la ley de derechos civiles de 1964. Al cabo de cuarenta años, no hay ya barreras legales entre comunidades en aquel año 2008. Pero falta el acto simbólico: un no-blanco en la presidencia.

b) El acceso de las mujeres a la plena condición ciudadana ha sido en los Estados Unidos mucho más precoz que en Europa. Basta haber leído a Francis Scott Fitzgerald o a John Dos Passos para constatar, en sus retratos de las mujeres americanas de los años veinte, un protagonismo que era aún impensable entre las del Viejo Continente. Pero falta el acto simbólico: una mujer que presida la Casa Blanca. “Woman is the nigger of the world”, cantaba un John Lennon, todavía censurado a inicio de los setenta.

Que la necesidad de ambas escenas simbólicas haya coincidido en el tiempo, no es azar; es determinación histórica. Pero la gestión de esa coincidencia fue difícil. De entrada, los republicanos perdieron la partida: y eso los alejará, verosímilmente, de la Casa Blanca durante, al menos, dieciséis años. En 2008, el Partido Demócrata jugó sobre las dos alas del tablero histórico: Obama en el envite racial, Rodham-Clinton en el femenino.

Primó la cura del trauma americano más hondo: el racista. Y Obama completó el primer movimiento. Fue un acierto histórico. No político. Rodham-Clinton poseía una experiencia excepcional para asumir el gobierno. Obama era un brillante aprendiz, además de un excepcional orador. Invertidos los turnos, ni Rodham-Clinton hubiera cometido los errores brutales que marcan la política internacional americana de los últimos ocho años, ni los hubiera cometido un Obama que hubiera llegado al poder en 2016. Pero la historia no pide permiso para irrumpir.

Irak perdido, el yihadismo en ascenso… Obama ha sido un presidente débil. Rodham-Clinton será –salvo hecatombe poco previsible– una presidenta fuerte. A ella corresponderá dar –con ocho años de retraso– las guerras que su predecesor ha preferido ir perdiendo. Y el gran juego estará de retorno.

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