Uno se pregunta cómo mirarían los terroristas de Estambul a las mujeres, el enemigo más odiado en esta guerra santa y masculina.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Me acuerdo de la primera vez que entré en un aula donde estudiaríamos juntos varones y mujeres. Era en el instituto San Juan de la Cruz, de Úbeda, que llevaría por entonces abierto unos diez años, desde que la Iglesia católica cedió para que el Estado abriera centros de enseñanza media fuera de las capitales de provincia. Yo venía de estudiar los primeros cursos del bachillerato de entonces en un torvo colegio eclesiástico, donde la única presencia femenina eran las estatuas y las estampas de la Virgen María, y las únicas faldas, las sotanas. Aquella aula de quinto de bachillerato tenía grandes ventanales y estaba llena de claridad y de presencias femeninas. Era una sensación inolvidable, de algo completamente nuevo, primero estimulante y también casi aterradora, y muy pronto educativa. La coeducación había existido en España solo en los breves años de la República. Los niños ingresábamos en la monotonía de la masculinidad al mismo tiempo que en la escuela. Alumnos varones, profesores varones. Niños y niñas jugábamos en las mismas calles, pero rigurosamente separados. Las niñas jugaban al corro o a la comba; nosotros, a la pelota o al burro. Había una copla que se le cantaba a cualquier niño al que se le viera ocupado, aunque fuera transitoriamente, en una tarea relacionada con lo femenino: “Mariquita / barre barre / con la escoba / de tu madre”.
Los niños leíamos tebeos de héroes machotes y de Hazañas bélicas. Los de las niñas eran de señoritas y princesas, y tenían un dibujo estilizado y lánguido. Los hombres llevaban el reloj en la muñeca izquierda, y las mujeres, en la derecha. Los hombres fumaban con la izquierda. Cuando empezó a haber mujeres jóvenes que fumaban en las terrazas de las cafeterías, siempre sostenían el cigarrillo en la mano derecha. Hacia los doce años, la mayor parte de los niños, chicos y chicas, abandonaban la escuela. Las chicas se quedaban en casa y ayudaban a cocinar y a coser. Los chicos se iban al campo con sus padres o entraban a trabajar como aprendices en talleres donde solo había hombres. Las mujeres ganaban un jornal y se ponían pantalones solo durante la temporada de la aceituna. En el campo, los hombres varaban los olivos y las mujeres recogían arrodilladas las aceitunas caídas por el suelo.
Para ser hombre había que fumar y que emborracharse con los amigos cuanto antes. La apoteosis gregaria y tosca de la masculinidad era la mili. En la mili era donde uno se hacía un hombre. Cuando yo fui al Ejército, al menos en las ciudades donde me tocó, Vitoria y San Sebastián, el desfogamiento sexual no lo proveía ya la prostitución de bajo precio, sino las revistas pornográficas, que todavía eran una novedad tumultuosamente desatada con la irrupción de las libertades. Una sexualidad cruda se celebraba en las conversaciones, hecha sobre todo de exageración, de ignorante jactancia masculina. Había cines y discotecas en los que, según se rumoreaba, era fácil conseguir favores de chicas calentonas o calentorras, especializadas en el rápido alivio de la lujuria soldadesca.
Bastantes años después, en un campus universitario, un profesor amigo mío, exiliado en América, antiguo oficial del Ejército húngaro, especialista en Dante, me dijo una cosa que no he olvidado, cuando compartíamos nuestros recuerdos militares: “Las mujeres nos civilizan. Por eso son tan peligrosos los mundos sin mujeres”.
Vuelvo con gratitud al recuerdo de mi aula en el instituto. Una mujer podía no ser una figura femenina ideal, como en los poemas y en las letras de las canciones que nos gustaban, una estrella inalcanzable de cine, un fantasma, una madre o una hermana, una incitadora al pecado. En los pupitres, varones y mujeres aún tendíamos a sentarnos por separado, pero las mujeres eran, poco a poco, día por día, compañeras de clase, presencias habituales, amores secretos, cómplices para copiar en los exámenes. Había profesores, pero también había profesoras, que eran mucho más jóvenes de lo que nosotros creíamos entonces, y que unas veces nos atraían y otras no, pero que nos acostumbraban sin que nos diéramos cuenta, en aquel mundo de hegemonía masculina, a que el conocimiento y la autoridad civilizada de un profesor de instituto no tenían que emanar obligatoriamente de un hombre. Solo unos años antes ni habríamos tenido la posibilidad de ganar una beca para el bachillerato ni tampoco la de empezar a civilizarnos respirando la misma atmósfera que las mujeres, aprendiendo la naturalidad de la camaradería.
Me vienen todos estos recuerdos cuando leo la conversación de Borja Hermoso con George Steiner en este periódico. Steiner habla con la magnífica libertad de los grandes viejos que ya no tienen miedo a nada: “Maltratar sistemáticamente a las mujeres como hace el islam es eliminar a la mitad de la humanidad”. Hay matices, sin duda, y diferencias muy grandes entre comunidades y países. Pero la idea y la realidad de mundos en los que solo hay hombres despierta una sensación de aspereza y negrura. Lo nota en las miradas masculinas el europeo que va con su compañera por la calle de una ciudad musulmana. Lo nota una mujer europea que ya no está acostumbrada a esa manera fija y agresiva de mirar. Lo sufren sociedades enteras en las que la subordinación de las mujeres y su destierro de los saberes, las profesiones y los oficios las mantienen ancladas en el atraso y la pobreza, en ese resentimiento masculino en el que arde por dentro una violencia aterradora.
La entrevista a Steiner se me cruza con la lectura de uno de los libros mejor escritos y más rigurosamente documentados que he descubierto en mucho tiempo, Farewell Kabul, de una intrépida reportera británica, Christina Lamb. Sin duda hace falta determinación para pasarse casi treinta años informando desde el interior de un país en una guerra permanente, que nunca ha dejado de ser en gran parte una guerra contra las mujeres. Con velo y gafas oscuras, con burka cuando hacía falta, Christina Lamb ha sido testigo de toda la destrucción que sigue abatiéndose sobre un país ya en ruinas, desde la época de la invasión soviética, y en el que se han juntado todas las irresponsabilidades, toda la brutalidad, todos los errores de la llamada apocalípticamente War on Terror, cuyo efecto más indudable ha sido por ahora la multiplicación del terrorismo. En Afganistán, Estados Unidos ha gastado más de lo que se invirtió en el Plan Marshall: el resultado, explica Lamb, es más corrupción, más ruina, más señores de la guerra, mayores cosechas de opio. Y mientras tanto, siempre, la guerra civil contra las mujeres: bombas lanzadas contra las escuelas de niñas, maestras violadas, mujeres encarceladas o ejecutadas por reunirse para leer libros con el pretexto de un taller de costura, o por ser sorprendidas con un cuaderno y un lápiz debajo del burka. Uno se pregunta cómo mirarían a las mujeres con las que se cruzaran por el aeropuerto de Estambul los fanáticos que iban a inmolarse matando unos minutos después: las mujeres solas, con el pelo suelto y las caras descubiertas, las mujeres con vestidos ligeros y sandalias, el enemigo más odiado en esta guerra tan santa y tan masculina.
Fuente:elpais.com
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