Racismo y antisemitismo, dos palabras a revisar

DIANA WANG

Un poco antes de la fundación de Mundo Israelita hace 93 años, se dio a conocer “El judío Internacional”. El libro, atribuido a Henry Ford, se publicó en 1920 en un semanario antijudío dirigido por su secretario privado Ernest Liebold. El texto confirmaba que los judíos eran los culpables principales de todos los males del mundo. Retomaba las tradicionales acusaciones -el deicidio, los rituales demoníacos, la usura, la explotación y la conspiración internacional. Recién terminada la Primera Guerra Mundial estas ideas avaladas por el padre de la producción industrial en cadena tuvieron un éxito inmediato. Tanto es así que siguen vigentes aún hoy.

Sin embargo, los conceptos de racismo y antisemitismo derivados de la “teoría racial” son una falsedad científica que es preciso conocer y no difundir como ciertos.

Las razas no existen entre los humanos, la raza humana es una sola, sin divisiones ni sub-razas, las particularidades entre sus miembros -color de la piel, forma de ojos, tamaño de narices- son superficiales. El Proyecto de secuenciación del Genoma Humano determinó que los genes que determinan la apariencia física son el 0,01% del total, un reflejo mínimo de nuestra composición biológica, las diferencias físicas que observamos solo nos informan sobre los orígenes y las migraciones de nuestra especie (*). Se encontraron más variaciones genéticas dentro de un mismo grupo racial que entre grupos diferentes.

Por otra parte, lo semita y lo ario no tiene que ver con la genética sino con el idioma. Entonces, ¿de dónde provienen estas palabras, raza y semita, que designan cosas que no son ciertas? ¿Cómo es que se han instalado con tanto peso de verdad que académicos, pensadores, políticos y comunicadores, tanto judíos como no judíos las usan? Para comprenderlo, es preciso conocer su origen y seguir las huellas de su evolución e instalación.

El filósofo francés Arthur de Gobineau fue el primero en hablar de razas entre los seres humanos en su “Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas” publicado en 1853. El europeo tomaba como patrón su propia imagen. Colonizaba y sometía a las poblaciones nativas de América y de África, personas tan diferentes en culturas, tecnologías y especialmente en su aspecto físico que las veía como anormales, y, en tanto inferiores e incapaces, casi sub-humanas. La repartición y expoliación de África, requirió de la deshumanización de sus poblaciones y si algún reparo moral existía, esta teoría de la desigualdad racial tranquilizaba las conciencias y permitió al buen europeo seguir cometiendo tropelías. “No son humanos como nosotros” se decían “somos superiores, eso nos da derecho a decidir sobre sus vidas y destinos”.

Hubo una voz que se opuso a esta propuesta de diferenciación e inferioridad racial, fue la “El libro sobre Firmin” del antropólogo haitiano Anténor Firminsin. Haití es el primer país en abolir la esclavitud a comienzos del siglo XIX y este pensador publicó en 1885 “De la igualdad de las razas humanas”, libro despreciado e ignorado por los académicos europeos que siguieron produciendo textos que justificaban la esclavización y colonización de las “razas inferiores”. La “teoría racial” tenía vía libre.

¿Y de dónde viene esto de semitas y arios? Otro francés como Gobineau, Ernest Renan, publicó en 1855 la “Historia general y sistema comparado de las lenguas semíticas”. Se hizo la pregunta de por qué algunas culturas sobrevivían mientras otras desaparecían y propuso la hipótesis de que tenía que ver con las lenguas que hablaban.

Los pueblos que hablaban lenguas semíticas (árabe, hebreo, arameo, lenguas cananeas y etiópicas entre otras) tenían una evolución inferior y tendían a desaparecer, luego eran inferiores a los pueblos que hablaban lenguas arias (sánscrito, hindi-urdu, romaní, lenguas dárdicas, y las antecesoras del latín y el griego entre otras) que eran los más desarrollados y los que constituyeron la civilización occidental. No solo estableció que las lenguas semíticas eran inferiores sino que consideró que por el bien de la civilización debían mantenerse puras, no mezclarse con personas que hablaban las lenguas inferiores.

Los elementos ya estaban dispuestos y solo hacía falta que alguien se atreviera a reunirlos e instalarlos como verdades científicas. Esa tarea la hizo Wilhelm Marr, periodista alemán, que usó la palabra “antisemitismo” en 1873 y en 1879 lo confirmó en el panfleto Informe sobre Antisemitismo. Fue un gran salto desde la lingüística a la biología que comportó una noción que va a ser crucial: los pueblos que hablaban lenguas semíticas o arias se transforman en pueblos que eran semíticos o arios, no las lenguas sino las personas. Este pase de magia de trasladar conceptos de las lenguas al reino de la biología fue recibido con beneplácito por el judeófobo europeo y corrió como reguero de pólvora. Fue una “noticia deseada” que se acopló tan bien al espíritu de la época y a las necesidades que el libro fue reeditado y traducido y sus ideas avaladas por intelectuales y académicos. Y si personas tan autorizadas lo creían así, el ciudadano de a pie no podía más que tomarlas por ciertas y hacerlas suyas.

El camino, a partir de allí, fue arrollador pero faltaban aún algunos ingredientes esenciales. En 1886 Edouard Drumont decía en “La Francia judía”, ensayo de historia contemporánea que el pueblo judío era una “raza inferior” cuya misión era dominar y someter a la “raza aria” y que debía ser combatido. Ocho años después, en 1894, Francia se sacudió con el caso Dreyfus. En un momento político difícil, el juicio redireccionó, con éxito, el descontento popular hacia los judíos.

La utilidad del procedimiento de culpar a los judíos atrajo a otros gobiernos en problemas. En Rusia los reclamos y las protestas sociales fueron desviados por la policía zarista con la publicación en 1902 de “Los Protocolos de los Sabios de Sión”.

Este panfleto sumó una idea que resultó esencial, la de la conspiración judía internacional. Su texto fue tomado de dos fuentes: el “Diálogo en los infiernos entre Maquiavelo y Montesquieu” de Maurice Joly, una sátira publicada en 1864 para burlarse de las ambiciones de Napoleón II, y la novela de Hermann Goedsche, “Biarritz”, de 1868, especialmente su capítulo “El cementerio judío de Praga” y el consejo de representantes de las doce tribus de Israel. “Los Protocolos”, documentaban pretendidamente la conspiración y el afán de poder y conquista del pueblo judío, temas que Henry Ford desarrollará in extensum 20 años más tarde en su texto antes mencionado.

Nada nuevo bajo el sol se publicó en 1925 en “Mi lucha”, el libro que Hitler escribió en prisión luego de un intento fallido de tomar el poder. Resumía y exponía negro sobre blanco y sin disimulo alguno todas las ideas anteriores como científicamente ciertas.

Entre la publicación de “El judío Internacional” en 1920 y de “Mi lucha” en 1925, nació, en 1923, Mundo Israelita. En este rincón alejado de Europa, tan al sur del sur, se hizo oír con valentía la voz judía al tiempo que el mundo “civilizado” cobijaba y regaba, alborozado y aliviado, la teoría racial y el antisemitismo.

¿Por qué alivio? ¿Por qué alborozo? Porque si se trataba de un tema genético el odio estaba justificado científicamente. “¡Es cierto!”, se decían, “¡los judíos no son deicidas y usureros solo porque son miembros de un pueblo satánico, lo son porque está en su sangre, es una cuestión biológica! Y si es una cuestión biológica no hay conversión que lo modifique porque son así genéticamente, son malos por nacimiento”. Podía aligerarse cualquier molestia en las almas piadosas que sospechaban de los judíos, no los querían cerca y unos años después permitían y aceptaban su deportación y asesinato. Era ciertamente una noticia recibida con alegría, regada, difundida, aceptada, mejorada y entronizada como una “verdad” incontrovertible.

Racismo y antisemitismo se siguen tomando como palabras válidas y apropiadas, instaladas de manera firme y portadoras de una tal potencia que las vuelve un atajo simbólico difícil de romper. Probablemente el estado de sospecha con que el mundo sigue mirando al judío no se ha modificado lo suficiente como para que estas palabrejas se pongan en cuestión y se revise su utilización.

El odio tradicional estaba dirigido al judaísmo en general. El odio del antisemitismo está personalizado en cada judío, una cuestión biológica, está en la sangre, es personal e indeleble.

Decir racismo y decir antisemitismo es validar las ideas que conducen a la Shoá. Tal vez se podría decir discriminación negativa en lugar de racismo y judeofobia en lugar de antisemitismo o alguien proponga alguna otra forma de decirlo que no tergiverse los hechos. Será un largo camino, lo sé, porque son palabras que han calado muy hondo en el imaginario popular.

Fuente:cciu.org.uy

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