MATTI FRIEDMAN
El autor y periodista Matti Friedman pasó gran parte de su servicio militar en un puesto militar del sur del Líbano a finales de la década de 1990, una experiencia que describe en su obra titulada Pumpkinflowers: A Soldier’s Story (Flores de Calabaza: Historia de un Soldado). En este extracto, publicado aquí con motivo del 10º aniversario de la Segunda Guerra del Líbano, Friedman examina el efecto de la presencia de Israel en el Líbano sobre sus líderes y el pueblo. En su opinión, los años en la “franja de seguridad”, enseñaron a los israelíes que no pueden moldear el Medio Oriente a su voluntad y que su destino no está enteramente en sus manos. Sin embargo, en lugar de caer en la desesperación han encontrado una forma admirable de vivir con una realidad profundamente preocupante.
Hace un tiempo, observaba a los transeúntes desde una de las cafeterías a lo largo de una de las avenidas de Tel Aviv. En los últimos años, el Oriente Medio había sucumbido en el caos reduciendo nuestro conflicto a una pequeña esquina de la región. Pero nuestro país estaba relativamente en calma, al menos por un tiempo, no por la buena voluntad de nadie, sino por la fuerza de nuestras armas.
El paseo estaba lleno de adolescentes con camisetas sin mangas, gente en bicicleta, hombres con mujeres, hombres con hombres y mujeres con mujeres, que hablan el lenguaje de la Biblia y de la oración judía. La gente mayor tomaba café fuera de un restaurante, y se escuchaba un poco de música. El país seguía su alegre rutina en una noche de la semana.
Más adelante estaban los barrios de apartamentos de clase media, el tipo de lugares donde he encontrado a muchos veteranos del puesto militar del sur del Líbano para escribir este libro, la mayoría ya han viajado a Goa o a los Andes para cambiar de ambiente antes de volver a sus familias, buscar trabajo como programadores o contadores y finalmente sentar cabeza viendo a sus niños columpiarse. Todo esto es más que nuestros abuelos, los perpetuos extranjeros de los guetos de Minsk y Fez. Ellos tenían todo el derecho a tener expectativas.
Pero por un momento parecía que los edificios en ambos lados de la avenida se transformaban en terraplenes, y el cielo en un techo de concreto. Esto me puede suceder en una cafetería, en mi rincón de Jerusalem, o al recoger a mis hijos de la escuela, en cualquier momento.
El Israel del Líbano de 1982 era imaginativo y ágil. Pensábamos que podíamos hacer que las cosas sucedan. La invasión supuestamente produciría un cambio dramático en nuestro entorno, al igual que en los años noventa, los años de esta narrativa, muchos de nosotros creíamos que el cambio vendría no por la fuerza sino tras un acuerdo. Detrás de las acciones había el mismo sentimiento – nuestro destino era moldeable, y nuestra misión era darle forma. Pero tras la destrucción del puesto militar, la mayoría de nosotros comprendimos que estábamos equivocados. Podemos tomar buenas o malas decisiones, pero los resultados son impredecibles y las posibilidades son limitadas. El Medio Oriente no se doblega a nuestros dictados o a nuestras esperanzas. La región no cambiará para nosotros.
Cuando estas cosas se aclararon ocurrió algo interesante. La gente en Israel no se desesperó, como esperaban nuestros enemigos. En cambio, dejó de poner atención. ¿Qué ganaríamos al mirar a nuestros vecinos? Sólo angustia, y un lento descenso al abismo. No, les daríamos la espalda y buscaríamos por otra parte, en los festivales de Berlín y Copenhague o en los parques de tecnología en California. Nuestra felicidad ya no dependería del estado de ánimo de los que nos desean el mal, y su felicidad no nos afectaría más que a ellos la nuestra.
Algo importante en la mente del país – un viejo optimismo utópico – fue enterrado. Al mismo tiempo, casi todos fuimos liberados de la maldición de existir como personajes de un drama mítico, de la alucinación que nuestras vidas son representaciones de los grandes problemas morales de la humanidad, de que la gente en Israel es distinta a los demás, transportándose de la casa al trabajo y tratando de disfrutar de los placeres humanos en una región lamentable y una historia anormal.
Cuando Hezbolá atacó a una patrulla fronteriza dentro de Israel en el verano de 2006, provocando un mes de combate, cayeron varios cientos de cohetes en la ciudad donde radican mis padres y recuerdo que el lugar quedó casi desierto. Cuando cesaron los ataques, la ciudad se llenó de gente como si nada hubiera pasado. Menos de un año después se abrieron ocho cafeterías y restaurantes nuevos en la misma calle.
Esta capacidad de superar las dificultades es quizás una característica fundamental de los israelíes, algo que los judíos han hecho a lo largo de los siglos, bajo cualquier circunstancia. Me recuerda la fiesta improvisada en uno de nuestros bunkers una noche de 1999, sin camisas y con barras luminosas de ejército. Recuerdo las risas dentro del perímetro; afuera, el silencio tenso y hombres jóvenes en puestos de guardia.
Todo esto es muy familiar. A veces, para mi el puesto militar está más presente ahora que cuando existía.
Fuente: The Times of Israel
Traducción: Esti Peled
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