IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Todo parece indicar que el conflicto es inevitable; en un extremo, la vieja Europa, la derechista, la xenófoba y racista, espera pacientemente su turno para despertar; en el otro, los musulmanes extremistas siguen invirtiendo tiempo, esfuerzo y vidas humanas para provocar el choque de civilizaciones. Enfrentamiento que no se va a dar en los campos de batalla del Medio Oriente, sino en los trenes, centros comerciales, restaurantes y avenidas transitadas de Europa.
La reciente ola de ataques en Europa (concretamente, en Francia y Alemania) representan un panorama ominoso por varias razones.
La más evidente es la absoluta decisión por parte de los musulmanes extremistas a hacer que explote el conflicto. La menos visible es la obsesión europea por no admitir que existe ese problema con el Islam integrista.
¿Qué es lo que está pasando en cada sector extremo?
Después de la II Guerra Mundial, la cultura europea llegó al punto donde por fin asimiló que la violencia era un recurso completamente nocivo. La vieja idea nacionalista de que a todos los “extranjeros” había que mantenerlos lejos a punta de balazos, o incluso someterlos, quedó atrás; la antigua tara cultural de que “las guerras purifican a la sociedad” parecía superada. Esta convicción generalizada se intensificó después de la desastros guerra civil en la ex-Yugoslavia durante la última década del siglo XX, y pareció definir la ruta a seguir: la integración europea no sólo en lo comercial (que para entonces ya funcionaba), sino también en lo político (con un Parlamento común) y lo económico (por medio del Euro). Los sectores de la derecha nacionalista y recalcitrante parecían abrumados, controlados y disminuidos lo suficiente como para que no volvieran a causar problemas.
Pero esa fue la época en la que, justamente, empezó el error con los inmigrantes musulmanes. En ese afán “tolerante”, “democrático” y “multiculturalista” europeo, se le permitió a miles, luego a decenas de miles, más adelante a centenas de miles y actualmente a millones de inmigrantes, vivir al margen de la cultura europea y, sobre todo, de sus valores democráticos y legales. En cambio, pudieron establecer ghettos en donde reconstruyeron todos los vicios políticos, sociales y religiosos de los lugares de donde habían huido.
El primer gran ataque del Islam Salafista (sunita extremista) no tardó en llegar: el 11 de Septiembre de 2001 se cargaron las Torres Gemelas de Nueva York, y con eso se planteó el primer round entre dos extremismos: el de Osama bin Laden contra el de George W. Bush.
Europa no se vio directamente afectada en ese momento, pero esa pretendida tranquilidad no duró demasiado: vinieron los ataques en los trenes de España (11 de Marzo de 2004) y Londres (7 de Julio de 2005). Desde entonces, Europa tenía que haber entendido que la Yihad pronto los iba a alcanzar, y tenía que haber tomado precauciones no nada más en sus servicios de inteligencia, sino en la persecución de sospechosos y extremistas, lo mismo que en la educación de sus ciudadanos para saber cómo enfrentarse a una ola de terror.
Pero no. No hizo nada. Apostó por la estrategia de Chamberlain, catastrófica y condenada al fracaso.
En 1938, cuando Chamberlain todavía marcaba la diplomacia europea con un estilo “políticamente correcto” y “honorable”, su decisión fue cederle a Hitler los Sudetes en Checoslovaquia y Austria entera, para así “calmar” a los alemanes.
Falló miserablemente, y por ello pasó a la Historia como un miserable incompetente que no quiso ver la dimensión del riesgo que había en el Nazismo.
La conducta posterior de Hitler fue la más lógica: si exigió algo irracional y desmedido, pero de todos modos Chamberlain cedió por miedo (porque sólo fue eso: vulgar y rudimentario miedo), pudo seguir pidiendo cosas irracionales y desmedidas. Y luego –como sucedió con el caso de Polonia– ya ni siquiera pedirlas; tomarlas por la fuerza.
Lo increíble es que apenas tres cuartos de siglo después, los europeos ya estuvieran inmersos otra vez en el mismo error. En el mismo miserable error.
Esta vez, el problema fueron los palestinos. Vinieron a convertirse en el pretexto para que Europa sublimara su añejo y milenario antisemitismo (entiéndase: judeofobia), esta vez disfrazado de “corrección política” presentada bajo el traje con corbata de moñito llamado “defensa de los derechos del pueblo palestino” (algo que no les preocupaba antes de 1967 porque ni siquiera existía un grupo llamado “pueblo palestino”).
La dinámica siempre fue la misma: los ataques eran palestinos, las exigencias y presiones eran contra Israel.
Incluso, se llegó al absurdo de oficializar en el discurso diplomático internacional la irracional idea de que “todos los problemas del Medio Oriente son consecuencia del conflicto israelí-palestino, y entrarán en una fase de solución cuando las legítimas demandas del pueblo palestino sean resueltas”.
Fue una estrategia perfecta para la indolencia suicida europea. Así, mientras los primeros radicalismos islámicos crecieron primero al amparo de la Revolución Islámica iraní, y luego en el entorno del Salafismo (sunismo radical) de Al-Qaeda y finalmente del Estado Islámico, la diplomacia europea mantuvo su sesgo tradicional: el problema es Israel y sus planes de construir 800 casas. Según esta retorcida lógica, eso, en una especie de efecto mariposa de proporciones cinematográficas, ocasiona que un musulmán se forre en explosivos y reviente a decenas de personas en una estación de tren en Europa. ¿Por qué? No sabemos, pero es lo “políticamente correcto”.
Sorprendentemente, es una situación que no ha cambiado. Apenas en estos días, la abogada inglesa Jenny Tongue, del Partido Demócrata, expresó públicamente que “Israel es la causa principal del auge del terrorismo islámico en todo el mundo”.
La obsesión insana no sólo no se ha controlado, sino que ha contagiado al que en otros tiempos fue el mayor aliado de Israel en el mundo: los Estados Unidos. La postura del Partido Demócrata es cada vez más descaradamente anti-israelí y pro-palestina. El propio Bernie Sanders –un típico judío “anti-judío”– no tiene empachos en señalar que, en resumidas cuentas, hay que fastidiar a Israel. En plena guerra contra los terroristas de Gaza, John Kerry intentó imponer en 2014 el pliego de exigencias de Hamas, lo cual significaba que Israel tenía que rendirse incondicionalmente en una guerra que no había provocado y que además estaba ganando.
El propio Barack Obama se hizo parte de esa tendencia anti-israelí. Sus condolencias y condenas por los ataques contra israelíes siempre llegan tarde y a regañadientes, incluso cuando las víctimas son judeo-estadounidenses. Siempre ha sido más veloz y enérgico para protestar por los planes urbanísticos israelíes que por los atentados terroristas palestinos.
¿Cuál es la lógica en esta conducta?
En estricto, es imposible saberlo a ciencia cierta. Es demasiado irracional como para conceder que haya una lógica. Lo más verosímil es admitir que siempre estuvo, como trasfondo, el viejo tufo del antisemitismo europeo (una tara cultural arraigada durante más de 1500 años, que no iba a desaparecer sólo porque los europeos se dieran cuenta de que el Holocausto fue el peor crimen de la Historia). Pero parece que también existió ese intento fallido de pragmatismo político de la escuela de Chamberlain: caerle bien al terrorista agresivo para que no se meta con uno. O, como lo dijo Netanyahu, darle más dientes al tiburón esperando que después de eso deje de comportarse como tiburón.
Pero fallaron. Los palestinos –y detrás de ellos, cualquier cantidad de grupos terroristas islámicos– sólo siguieron la escuela de Hitler: si cometes una barbaridad y los europeos te premian, te conscienten e incluso todavía la cargan contra Israel, entonces es una autorización para cometer más barbaridades. ¿Por qué? Porque dieron un síntoma de debilidad.
Y los síntomas continúan: la obsesiva corrección política europea y estadounidense (demócrata, concretamente) en no hablar de “terrorismo islámico”.
Acabamos de presenciar dos ejemplos patéticos. En Alemania, el gobierno quizo vender la idea de que el atentado contra los presentes en un centro comercial en Ansbach fue cometido por un joven alemán de origen iraní, depresivo, que llevaba un año planeando el atentado, y que estaba molesto con sus amigos por sentirse discriminado. Error. Craso error, porque en estos tiempos es imposible frenar el flujo de la información: ahora se sabe que el joven no era de origen iraní, sino un sirio pro-turco e islamista, que incluso grabó su advertencia de que “se vengaría de Alemania” y juró lealtad al Estado Islámico.
En el otro continente, en la Convención del Partido Demócrata (marcada de entrada por un escándalo de corrupción para favorecer a Clinton por encima de Sanders) no se hizo ninguna mención al problema del terrorismo. El asunto, para la Convención Demócrata, simplemente no existe.
Tiene cierta coherencia con la política sistemática de Obama, que ante un ataque perpetrado por un musulmán integrista, inmediatamente apoya la versión de que “no están claros los motivos del ataque”, y se hace todo un despliegue mediático en el que nunca se usan las palabras “terrorismo” e “islam”. Todo lo contrario a cualquier ataque perpetrado por gente blanca contra gente negra, que de inmediato es definido como “ataque de odio racial”. Pareciera que la correción diplomática que busca evitar que los musulmanes se ofendan no aplica para la gente caucásica blanca.
El resultado final es el que cualquiera tenía que haber previsto: el Islam radical ha entendido la debilidad occidental, y sigue atacando. ¿Por qué se va a detener, si en términos simples y sencillos nadie le está dando razones para hacerlo? Los bombardeos en Siria e Irak contra las posiciones del Estado Islámico no son una estrategia adecuada. De hecho, es una estrategia que ha fallado sistemáticamente desde que empezaron los conflictos contra el extremismo islámico, en 1979.
El único país que ha tenido éxito en el control del terrorismo es Israel. Para desgracia de Europa, ha sido mediante estrategias frecuentemente señaladas como “estorbo para el proceso de paz” o “apartheid” o “violación a los derechos humanos de los palestinos”. Por ello, en su afán de mantener contentos a los musulmanes –especialmente a los más violentos– Europa se ha decantado por la otra opción, la de Chamberlain: ceder. Y, de paso, exigirle a Israel que también ceda.
Las consecuencias son evidentes: los extremistas islámicos están incrementando sus ataques terroristas en Europa. Y lo están haciendo del modo que más afecta: ya no se trata de ataques estrambóticos como la matanza en el Bataclán o el camión que se lanza contra los espectadores de los festejos del Día de la Bastilla, sino ataques pequeños, imposibles de prever y menos aún de evitar para las ineficientes policías europeas. El resultado es inevitable: la gente ahora vive con pánico. No importa que sean ataques “pequeños” que sólo dejan un para de muertos, porque nadie quiere ser uno de esos dos muertos.
Todo ello ha servido como gasolina gratuita para la otra Europa, la que lleva más de 70 años durmiendo, la derechista, la nacionalista, la xenófoba, la que no se toca el corazón para recurrir a la violencia como estrategia para “resolver los problemas” (aunque toda la experiencia humana haya demostrado que así no se solucionan las cosas; qué importa, si el análisis de la Historia no se le da a este tipo de gente).
En los procesos electorales de los últimos tres años, los partidos de derecha (como el Frente Nacional de Marion LePen) han ganado poco a poco más espacio y más influencia. En Inglaterra se acaban de anotar su primer gran éxito al triunfar en un referendum e imponer la línea nacionalista y provocar que Inglaterra salga de la Unión Europea. Y todo parece indicar que será en Estados Unidos donde ganen su siguiente gran round, toda vez que Trump parece imposible de detener en su ascenso en las preferencias electorales.
Lo desconcertante del caso es que esto es justamente lo que los extremistas islámicos quieren. A eso es a lo que le están apostando: a que Europa quede otra vez bajo el control de los nacionalistas de derecha. ¿Por qué? Porque quieren la guerra.
Los militantes de ISIS, Al-Qaeda, Hamas, Hizballá, Jihad Islámica, Boko Haram y otros grupos similares saben que la “guerra santa” no se va a ganar con atentados en restaurantes. Eso sólo sirve para provocar miedo. Por lo tanto, eso sólo es parte de una estrategia cuyos objetivos son mayores.
¿Qué es lo que se busca? La confrontación total, abierta, la guerra sin controles ni tapujos.
¿Para qué? Sonará a caricatura de ratones de laboratorio, pero es para “conquistar al mundo”. En el ideario religioso de los extremismos islámico y cristiano, es necesario un Apocalipsis para que venga la Era Mesiánica.
Curiosamente, cristianos fundamentalistas y musulmanes extremistas abrigan con gozo la misma esperanza. La única diferencia es que los musulmanes extremistas se sienten obligados a provocar esa guerra final y devastadora, y los cristianos fundamentalistas abrigan con gozo la convicción de que ellos no tienen que provocar esa guerra, porque la van a provocar los musulmanes extremistas.
Pero ambos, en el fondo de su corazoncito, se regodean con la convicción de que después de eso viene el Mahdí o regresa Jesucristo. Por eso hay que ir a la guerra.
En Europa y América hay amplios sectores que se niegan a aceptar el factor religioso como detonante de esta crisis. Apelan –con ese tufo pseudo y post-marxista– que la religión sólo es un pretexto, y que los verdaderos intereses son económicos (antes era eso del petróleo; hoy, dada la crisis de precios en el sector, han vuelto más ambiguo el argumento). Y, cuando se puede o lo amerita la ocasión, insisten en que el problema es que Israel va a construir 800 casas en Jerusalén.
En ese panorama, ¿por qué habrían de cambiar su estrategia los extremistas religiosos islámicos? Nadie en el mundo parece decidido a obligarlos a cambiarla, y además les está funcionando: la guerra está a la vuelta de la esquina. Es cuestión de tiempo para que en Europa se impongan los grupos de derecha. Ellos no ofrecen, en realidad, ninguna solución a los problemas. Pero llevan una ventaja: por lo menos se atreven a hablar de ellos. No falta mucho para que la mayoría de los votantes confunda una cosa con la otra, crea que por el hecho de decir abiertamente que la inmigración musulmana a Europa se ha convertido en un problema, ya pueden solucionarlo.
En realidad, no hay solución. El fracaso de los gobiernos “multiculturales” europeos nos ha llevado al punto donde parece que la guerra es inevitable. El fracaso todavía peor de las ideologías progresistas y de izquierda que han anestesiado a los gobiernos y importantes porcentajes de la población, para convertirlos en miopes incapaces de ver la realidad, ha causado estragos que en este momento ya se antojan irremediables.
No será una Tercera Guerra Mundial. No van a ser países contra países, coaliciones contra coaliciones. En realidad, van a ser un cúmulo de guerras civiles –más parecidas a la guerra civil en la ex-Yugoeslavia– en la que en cada país se confrontarán europeos nativos contra inmigrantes musulmanes. El resultado es, en realidad, fácil de prever: una masacre de musulmanes. Se habla mucho de que Europa “se está islamizando”, pero el Islam todavía están muy lejos de tener una ventaja real. En Francia, el país con más musulmanes, apenas son un 6%. Están muy lejos de tener posibilidades reales de victoria. El pronóstico más verosímil es un nuevo Holocausto, esta vez de musulmanes. Y, al igual que en el Holocausto judío, los nacionalistas europeos no van a preguntar quién está feliz siendo europeo y correctamente asimilado a la cultura y las leyes de Europa. Había miles y miles de judíos en esa condición hacia 1938, y el Holocausto de todos modos los sentenció a muerte.
¿Por qué lo hacen los musulmanes extremistas, si sus posibilidades de ganar esta “guerra santa” son, objetivamente hablando, nulas?
Por fanatismo religioso. Porque están seguros que D-os les va a dar la victoria porque son “santos combatientes”.
Lo peor del caso es que después de la guerra no vendrá el Mahdí ni regresará Jesucristo. Lo único que quedará como resultado será otro penoso período de varios años para hacer el recuento de los daños e intentar entender qué carambas sucedió.
Al final, la respuesta será la misma que Europa se viene reptiendo siglo tras siglo después de sus grandes guerras: no aprenden de la Historia.
Mientras tanto, todavía es posible anesteciar la conciencia diciendo que el problema es que Israel construye casas en Jerusalén, o que pone a los palestinos bajo tanta tensión que los guerrilleros espontáneos del Estado Islámico no tienen más remedio que forrarse en explosivos para ir a reventarse frente a un restaurante en Alemania.
Por eso se han ganado, pulso a pulso, la guerra que se avecina. Si atendemos a las lecciones de la Historia, terminada esa guerra los europeos se lamerán sus heridas, regresarán a su rutina, y luego olvidarán la lección hasta que, un siglo más adelante, la Historia los vuelva a alcanzar y atropellar como suele hacerlo: sin piedad.
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