JOSÉ MARÍA ZAVALA
Los aliados descubrieron los restos de Federico Guillermo I, Federico el Grande, Paul von Hinderburg y su esposa en 1945. ¿Qué hacían escondidos en una mina?
El acontecimiento, aún desconocido, es uno de los hallazgos más sorprendentes de la Historia y la Segunda Guerra Mundial en particular. Sucedió el 27 de abril de 1945, cuando la gran conflagración mundial terminaba. Las tropas estadounidenses batían los campos de Turingia, bombardeados por los aliados.
Atravesada por el bosque del mismo nombre, Turingia iba a convertirse en el escenario de un increíble episodio. Los efectivos de la Sección de Armamentos buscaban depósitos de municiones escondidos por los nazis. Avanzaban por los más de veinte kilómetros de galerías oscuras de la salina de Bernterode cuando se toparon con el codiciado botín: 360,000 toneladas métricas de municiones.
Semejante trofeo de guerra no era nada comparado con el que poco después iban a descubrir sin proponérselo. Los soldados debieron sentirse como topos al explorar las profundidades del terreno sembrado previamente con las huellas de sus botas. A más de 500 metros bajo tierra, hallaron una pared recién enlucida de mortero, que escondía un pasadizo secreto. El oficial ordenó que abriesen un túnel de dos metros de largo a través de la mampostería para acceder a un habitáculo donde había numerosas tapicerías y brocados, junto a preciosas banderas prusianas. Fue entonces cuando los primeros soldados repararon atónitos en la presencia de cuatro ataúdes, en cuyas tapas alguien había escrito con lápiz rojo y de forma apresurada el contenido de los mismos, como si se tratase de una vulgar mercancía.
¿Qué escondían en realidad esos cuatro catafalcos? Ni más ni menos que los restos mortales de tres de los militares más laureados de toda Alemania: el rey Federico Guillermo I (1688-1740), padre y organizador del ejército prusiano; el rey Federico el Grande (1712-1786), hijo del anterior; y el mariscal Paul von Hindenburg (1847-1934), ex presidente de la República de Weimar. El cuarto ataúd contenía los restos de Frau von Hindenburg, esposa del mariscal. Sólo tres semanas antes, los nazis, por expreso deseo de Hitler, habían ocultado aquellos restos para mantenerlos escondidos hasta que tuviesen ocasión de exaltar con ellas una nueva generación alemana dispuesta a nuevas conquistas bélicas. El inesperado descubrimiento se convirtió enseguida en un problema embarazoso. Al fin y al cabo, a estos célebres personajes no se les podía dar sepultura en cualquier lugar. El asunto se sometió a la deliberación del Departamento de Estado, en Washington. Transcurrió un año entero, hasta abril de 1946, antes de que las autoridades estadounidenses dispusieran que a los restos debía tributárseles un entierro decoroso. A los Hindenburg se les destinó al principio la zona inglesa, cerca de Hannover, donde el mariscal había expresado que le sepultasen junto con su esposa. Hitler, haciendo caso omiso a tal deseo, ordenó que le enterrasen en un ostentoso monumento conmemorativo en el campo de batalla de Tannenberg, en la Prusia Oriental.
Secreto de guerra
Los preparativos se llevaron a cabo con el más estricto sigilo. El general Lucius Clay advirtió a los oficiales encargados de que todas las gestiones debían considerarse secreto de guerra, asignándoles el nombre de Operation Bodysnatch (Operación Mudacuerpos). Tras denodados esfuerzos, los oficiales hallaron un lugar para la sepultura en el que todos estuvieron de acuerdo: la iglesia de Santa Isabel, en Marburgo mismo, muy cerca del lugar donde los restos de los cuatro personajes habían permanecido desde que se extrajeron de la salina. Iniciada su construcción en 1235, el templo había servido durante siglos para enterrar a los príncipes de aquella región y no había sufrido daños considerables durante la guerra. Eligieron dos lugares separados: uno para los dos reyes, bajo el piso del crucero del norte, y otro para los Hindenburg, en la base de la torre norte de la iglesia.
Los ataúdes se llevaron en secreto hasta las tumbas. Para impedir que los alemanes robasen los restos, los sepulcros se sellaron con una plancha de acero y una capa de hormigón, sobre las cuales se colocaron enormes losas de arenisca de dos toneladas de peso. Un picapedrero trabajó toda una noche con su cincel y su martillo inscribiendo en las lápidas los nombres de los difuntos, con sus fechas de nacimiento y muerte. Sólo los dos reyes prusianos fueron trasladados, en agosto de 1991, al Palacio de Sanssoni, en Postdam, cerca de Berlín, donde Federico el Grande quiso ser enterrado. Los Hindenburg permanecen aún hoy en la iglesia de Santa Isabel. Descansen en paz.
Funerales distintos 16 meses después
Los funerales se celebraron por separado. Primero tuvo lugar el de los dos reyes. El príncipe heredero Guillermo declinó la invitación, alegando que había llegado a una edad avanzada en la que los funerales le causaban gran abatimiento. Pero la princesa Cecilia y otros tres Hohenzollern sí asistieron. Los presentes se reunieron en la oficina del gobierno militar de Marburgo y luego se dirigieron a la iglesia en automóviles. Al cabo de dos días se celebraron las exequias de los Hindenburg. Oscar von Hindenburg, su esposa, sus dos hijas y su hermana llevaban trajes de luto, tan severo y lúgubre como si sus padres acabasen de morir. Oscar rehusó el vehículo oficial que le ofrecieron, aduciendo que por respeto a los difuntos, él y su familia se trasladarían a pie hasta la iglesia. Se cumplían casi dieciséis meses desde que los soldados norteamericanos habían descubierto los ataúdes en la salina.
Fuente:larazon.es
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