Hoy se cumplen 80 años del primero de los cuatro oros que Jesse Owens conquistó en los Juegos en que derrotó a Hitler y al nazismo.
DENÍS FERNÁNDEZ L.
Los de 1936 fueron los Juegos Olímpicos del orgullo nazi. Una cita hecha casi a medida; en Berlín, en pleno fragor del Tercer Reich y ante los ojos de todo el mundo. El escaparate perfecto donde poder refrendar la supuesta supremacía de la raza aria. Pero entonces apareció él.
James Cleveland Owens había venido al mundo 23 años antes, en una granja de Oak- ville, Alabama. El décimo de los 11 vástagos de Henry Owens y Emma Fitzgerald era también un hijo de la esclavitud y la segregación racial, uno de los tantos niños afroamericanos que trabajaban en la recolección de algodón en el sur de Estados Unidos a comienzos del pasado siglo.
Pero Owens tenía un talento innato para el atletismo, que comenzó a demostrar tras trasladarse con su familia a Cleveland e ingresar en la Universidad de Ohio. Pero no fue hasta un año antes de los Juegos, el 25 de mayo de 1935, que llegó su consolidación. En una de las tardes más grandes que recuerda el atletismo mundial, en el marco del Big Ten Conference, celebrado en Ann Arbor (Michigan), Owens logró pulverizar cuatro récords mundiales (salto de longitud, 100 metros lisos, 200 vallas y planos) en apenas 45 minutos. Un año después, aterrizó en el Estadio Olímpico de Berlín.
El 3 de agosto de 1936, el Antílope de Ébano -como comenzaron a apodarle- se impuso a Ralph Metcalfe y Tinus Osendarp en la final de los 100 metros, adjudicándose la medalla de oro con un crono de 10”3. Horas después, certificaba su clasificación en salto gracias a la asesoría de su principal competidor, el rubísimo alemán Luz Long, medalla de plata en la final del día siguiente, superado sólo por Owens.
Un atleta que, con las preseas obtenidas en los 200 metros lisos y en el 4×100 masculino -en el que participó por la marginación de los judíos Marty Glickman y Sam Stoller-, alcanzó cuatro medallas doradas, un hito que tardó casi medio siglo en ser emulado, cuando Carl Lewis logró el mismo registro en Los Ángeles 1984.
Más de 100 mil personas ovacionaron en aquella tarde del 3 de agosto a Owens ante la mirada furiosa de un Adolf Hitler que -cuenta la leyenda- prefirió abandonar el estadio antes que dar la mano al nuevo führer negro del atletismo. “Cuando pasé delante de él, se levantó, me saludó con la mano y yo le devolví el saludo”, escribió, sin embargo, el velocista, tiempo más tarde, en sus memorias.
Sea como fuere, la contribución realizada por Owens, quien apenas fue reconocido en su país hasta poco antes de morir (“tampoco fui invitado a la Casa Blanca a dar la mano al presidente”, llegó a revelar), continúa siendo hoy, 80 años después, decisiva; tanto para el mundo del deporte olímpico y sus valores, como para la lucha por la igualdad racial.
Fuente:latercera.com
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