Hoy publicamos en exclusiva el primer capítulo de la autobiografía de Bedrich Steiner, sobreviviente del Holocausto, locutor y periodista, quien falleciera en México en 2014, dejando un vacío imposible de llenar.
Fue encontrado recientemente por su viuda, Hannah Steiner, quien se dirigió a Enlace Judío para su publicación en episodios.
Es un orgullo para nuestro medio difundir este texto excepcional.
Reproducción con autorización de ©EnlaceJudíoMéxico
Fragmentos, asociaciones y migajas de recuerdos
BEDRICH STEINER SALZ
No es ninguna distinción o condecoración ser sobreviviente.
No siempre sobrevivieron los mejores.
Había escritores, científicos, músicos, gente destacada, talentosa, valiosa, hasta famosa y no están con nosotros.
¿Por qué unos sí y otros no?
¿Quién dirigió y movió estos destinos?
¿A qué se debió, bajo qué criterios se decidió?
No tengo la respuesta.
Tampoco creo que la habrá.
Probablemente todos los que sobrevivieron el Holocausto conocen íntimamente este indescriptible sentido de impotencia y frustración de no poder revelar satisfactoriamente los sentimientos y vivencias de aquella época.
En este sentimiento nace la sensibilidad y atención con que pensamos o valoramos cada palabra, cada intento de describir la tragedia de nuestras generaciones en aquellos años.
A pesar de todo intento, siento yo, que no lo logré. Por esto que me perdonen los que saben escribir, que me perdonen los literatos que saben usar las palabras y expresiones y otros que escribieron mejor sobre estos horrendos años, pero en primer plano que me perdonen aquellos que vivieron conmigo esta época.
Espero que las migajas de mis recuerdos sirvan en parte para el recuerdo y memoria de aquellos que no sobrevivieron.
No fui capaz de reconstruir un relato contínuo, analítico o descriptivo así que mi pequeño escrito sirva como piedrita que se pone sobre la tumba de los muertos. Piedrita con piedrita, para que el túmulo de estas crezca y se eleve más y más, hasta las alturas y nunca desaparezca de nuestras memorias.
PARTE I/ HISTORIA DE UNA CANCIÓN
Todos tenemos alguna canción preferida que nos gusta. En estos momentos no me refiero a las canciones de ahora, de moda, sino a alguna canción de antes que dejamos de oír hace mucho, mucho tiempo y de repente la volvemos a escuchar.
En este momento recordamos cuando la oímos por primera vez y muchas otras cosas. Yo también recuerdo cuando vuelvo a escuchar una vieja canción en yidish.
En mi casa nunca la oí cantar. No se cantaba ni hablaba en yidish. La oí mucho después y en situaciones muy diferentes. El yidish era considerado, con el perdón de los que lo hablan, en el ambiente de mi niñez, como el idioma de los judíos pobres. Los parientes lejanos de oriente de Europa, que todavía no salían de los ghettos, de las costumbres arcaicas, los que todavía no entraban en la modernidad.
Mis padres hablaban checo, pero también perfectamente en alemán. Idioma de grandes filósofos y escritores. Idioma al que se tradujo el Antiguo Testamento por primera vez a un idioma moderno. Praga y casi todo el país era bilingüe. En especial Praga se enorgullecía como lugar, donde se dice, se hablaba el mejor alemán y esto a pesar que era una ciudad checa. Era alemán más limpio, sin dialectos regionales como en muchas partes de Alemania, Austria o Suiza. Se hablaba lo que los mismos alemanes llaman “Hochdeutsch” el “alto alemán” o el lenguaje de la clase culta. Había y radicaban en Praga muchos escritores, también judíos que escribían en alemán y llegaron a tener fama mundial. Max Brod, Kafka, Mendelson, Rilke, Meyering, Paul Eisner, Willy Haas, Martin Buber y muchos otros, quienes con excepción de Franz Kafka no son tan conocidos en el ambiente hispanoparlante.
Pasaron años y en el tiempo de la guerra, en el campo de concentración rodeado en su mayoría de polacos y judíos, empecé a oír y entender el “yidish”.
Lo que más me llamó la atención en este idioma tan peculiar eran sus canciones. Entre ellas una que más recuerdo y que más se me grabó. Cuando la vuelvo a oír lloro otra vez como en aquel entonces.
Es raro y a la vez común, que escuchando una canción nos llenamos de sentimientos extraños, recordando lugares y emociones pasadas con tanta profundidad que hasta a nosotros mismos nos sorprende.
Así veo esos hombres, sin caras, sin rostros, en medio de la obscuridad, sentados o inclinados sobre las tierras, amontonados en el espacio reducido. Medio cantada, medio murmurada, de repente brotó esta canción.
La cantaban hombres que se odiaban y se maldecían a sí mismos. Ahora cataban esta triste y melancólica canción “Yidishe Mame”.
Estamos en el bloque del “Sonderkomando, el “Comando Especial”. El bloque-barraca de los párias del campo, de los excluídos y rechazados, paradójicamente algo mejor tratados. Eran judíos y trabajaban en las cámaras de gas, más bien cerca de ellas, en los crematorios. Fueron ellos los que hacían el peor trabajo. Sacaban a los muertos de las cámaras de gas, los transportaban y quemaban en los hornos.
Nosotros los visitamos a veces, a escondidas, vivíamos en otras barracas, pero cerca. Éramos unos chiquillos, más niños que adolescentes. Probablemente por esto teníamos, hasta cierto grado, un lugar algo especial en el campo de los hombres. Éramos vistos con cierta curiosidad. Por primera vez sucedió que como niños, ni fuimos enviados directamente a las cámaras de gas y pudimos compartir la vida con los adultos. Nunca había sucedido tal cosa. Ni antes, ni tampoco después. De unos noventa muchachos quedan unos pocos.
Así pudimos visitar, curiosos, la baraca del “Comando Especial”, Sonderkomando. Nos recibían bien, algunos platicaban cosa horribles, algunos sacaban de sus ropas algo de comer. Unos nos enseñaban bolsas llenas de dientes de oro extraídos de los cadáveres, creyendo o confiando que algún día, quizá, lograran salir o escapar vivos y que les pudieran ser útiles.
La noche nos cubría y la canción se esparcía y nos envolvía a todos. También a estos hombres estas ruinas humanas. Cantaban esta canción lenta y triste, y se convertían otra vez en niños, abrazando las faldas de sus madres o inclinando sus cabezas en las rodillas calientes y suaves de ellas.
La cantaban los mismos hombres que todos los días cargaban miles de muertos. Los que desataban los cuerpos entrelazados entre sí, quienes veían a las madres apachurrando a sus hijos en momentos del calambre final; las manos y pies revueltos, hechos un montón de cuerpos desnudos. Estos hombres entonaban ahora esta triste canción “Yidishe Mame”, – y lloraban.
¿Qué pensaban, qué pasaba por sus mentes?
¿Las imágenes diarias o los recuerdos dulces y placenteros de su infancia?
¿Gritos y empujones en las entradas de las cámaras de gas, miradas espantadas, madres asustadas, procesiones que bajan al sótano hacia su destino final? Veían otra vez las escenas diarias que Dante no se imaginaba, llamas ardientes y el SS que vierte el bebé a ellas. El olor a carne quemada, los pelos cortados o sacando los dientes de oro a los muertos. Las caras de los muertos que hace unos minutos estaban todavía vivos.
¿Qué pensaban estos hombres ejecutores masivos contra su voluntad?
Ahora cantaban con voces bajas, tibias, esta triste y melancólica canción. Estos hombres que lavándose las manos pensaban quizá cómo lavar sus mentes, sus conciencias. La cantaban odiándose y maldiciéndose a sí mismos. Ellos que decían que los últimos que entren a las cámaras de gas van a ser ellos. Ahora entonaban esta canción y la chispa humana y la ternura volvían a incendiarse en ellos.
Después volvía a reinar el silencio. Más denso o igual de expresivo que la misma canción. No había pláticas paralelas, intercambio de palabras. Tampoco miradas. Cada uno se encogía en sí mismo y se purificaba. Los hombres que se consideraban a sí mismos las peores bestias, dejaban de cantar y lloraban por dentro a la vez.
¿Qué sucedía, qué nos sucede? ¿Qué pasa en nuestra alma humana?
¿Qué transformación provoca una canción? ¿De dónde salieron de repente las imágenes y recuerdos de nuestras madres y del hogar materno?
¿Qué pasó que nos hemos transportado y cambiado a otra dimensión, otros tiempos y con otros sentimientos?
No lo sé, yo también me pregunté. De repente me siento con mi vieja máquina de escribir, y alentado por un amigo, trato de recordar.
Recuerdo a mi madre y a las madres de los demás. En los oídos me suena la melodía “Yidishe Mame”…
Canten conmigo por favor.
Reproducción con autorización de ©EnlaceJudíoMéxico
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