En busca del yo perdido

JACOBO KÖNIGSBERG

Capitulo I

Simon se pierde

Como lo hizo por años, a las 7:00 de la mañana, Simón Narfeld saltó de la cama. Se calzó las chanclas, estiró los brazos y se irguió. Dio unos pasos y se dirigió a la ventana, corrió ligeramente la cortina y miró hacia arriba tratando de adivinar cómo estaría el clima ese día.

Teniendo el cielo gris por el espacio entre su cubo de luz y el edificio vecino, pensó que sería fresco por la mañana, caluroso al medio día y frío al anochecer, como los dos días anteriores.

Mecánicamente estiró la mano y tomó el block que estaba en el tocador, en él anotaba las actividades pendientes de la semana. Era lunes y ya tenía definidas una docena de ellas:

Uno.- Banco. Dinero semanal, gastos y oficina.
Dos.- Pagar teléfonos.
Tres.- Facturas pendientes (10)
Cuatro.- Hablar Licenciado Larrea.
Cinco.- Comida socios. 3:00 pm.
Seis.- Ya no leyó el punto seis. Miró su cama vacía. Tuvo una inesperada sensación de extrañeza, la cama vacía con la sábana y cobija revueltas le evocó algo, algo remoto, muy lejano. Sonrió.

Recordó el cuento de Bérele, que estudió en la clase de Yidish en tercero de primaria. Bérele era un niño muy olvidadizo. Podía olvidar hasta “dónde tenía la cabeza”. Por eso, decidió anotar todo antes de dormirse, para que no se le pasara nada e hizo su lista:

1.- Mi mochila está en la mesa.
2.- La carpeta de dibujo y la regla junto a la mochila.
3.- Mi ropa está en la silla.
4.- Mis zapatos bajo la cama.
5.- Mi cepillo de dientes en el lavabo.
6.- El peine en el buró.
7.- Yo estoy en la cama.

Dejó la lista en la mesa. Se acostó y apagó la lamparita del buró.

Durmió plácidamente, seguro de que no olvidaría nada a la mañana siguiente. Lo primero que hizo fue pararse para ir por su lista y checarla, punto por punto. Todo estaba en su lugar y en pleno orden. Pero al llegar al último punto “yo estoy en la cama”, miró la cama vacía y no se encontró. La palpó, se asomó bajo ella y tampoco se hallaba.

¡Dónde estoy! – Gritó.-

La sensación de extrañeza que invadió a Simón Narfeld al ver su cama vacía se expandió.
Un malestar profundo y extenso se inquietó y se sintió tentado a palpar su lecho y mirar bajo él, pero recapacitó y sonrió amargamente.
Botó el block sobre el tocador, sintió un escalofrío. Se tumbó sobre la cama, se cubrió con las cobijas, boca arriba mirando el techo.

Al cabo de un largo rato musitó:

– ¿Dónde estoy yo?– ¿Dónde me perdí?

Siguió acostado con la cobija hasta el cuello. Algo lo impulsó a voltear a ver el reloj.

Se hace tarde – Se dijo y como si hubiera pisado el acelerador de un auto, salió de la cama disparado. Dominado por el hábito, se dirigió al cuarto de baño y pronto ,bañado y vestido, ya estaba sentado a la mesa frente al desayuno que le preparó Cuca, su sirvienta, que se encarga de la casa desde que su esposa Esther murió hace tres años.

Desayunado, otra pisada al acelerador lo impulsó hacia la puerta de salida del departamento y con el portafolio en la mano gritó:- ¡Adiós! Ya me lavaré la boca en la oficina. – Musitó

Bajó de prisa los tres pisos rumbo al garaje. Abordó su automóvil y salió rumbo a la empresa “Rodamientos de Tlalnepantla, S.A.” de la que era socio, a cumplir con el trabajo rutinario de los lunes, ejecutando puntualmente todos los incisos de su lista de actividades. Retornó a su departamento al anochecer a la hora acostumbrada. Cenó, miró la televisión y se acostó a buena hora para levantarse temprano.

Al día siguiente. A las siete de la mañana se levantó como de costumbre. Oteó entre las cortinas el cacho de cielo que le permitían ver las construcciones vecinas y miró su lista de objetivos del martes. Al verla, desvió la vista y vio su lecho vacío. Sintió un sobresalto y una profunda inquietud lo invadió.

– ¡Dónde quedé yo! – Pensó. Lleno de miedo se sintió tentado a irse a acurrucar a la cama, pero se sobrepuso al temor y se dirigió resuelto al cuarto de baño a proseguir con su rutina de años. Aunque el corazón le palpitaba en forma inusual. Después de rasurarse, darse un duchazo y desayunar, salió tranquilo y vivió el martes como de costumbre.

Aunque cierta inquietud lo invadió antes de la comida, en el restaurante donde solía comer con algún socio o amigo. Sin embargo al concluir la sopa ya estaba tranquilo.

El miércoles sintió miedo de dejar la cama por temor de verla vacía y no saben “¿Dónde quedé yo? Después de un cuarto de hora y haciendo un esfuerzo inaudito corrió al cuarto de baño y después de cumplir su rutina matinal salió sereno, seguro de haber vencido aquel estúpido pensamiento, listo para dirigirse al trabajo. Pero en éste, hablando con un cliente, al ver una hoja en blanco, quién sabe de dónde le renació el temor y perdió el hilo de su conversación. La cara de extrañeza del cliente lo hizo volver en sí. Con acopio de voluntad se concentró en la lista de precios y al fin cerro la operación.

El pánico por haberse perdido a si mismo volvió a renacer en la mesa del restaurante y esta vez sus parientes y socios, Abraham Narfeld y Nacho Silver también entraron en pánico al verlo boquiabierto, enmudecido y temblando, Nacho le vació su vaso de agua en el rostro y Simón volvió a la normalidad.

Se disculpó para que no dudaran de su cordura y comprendió que la albura del mantel le recordó la de su cama vacía y las preguntas de ¿Dónde quedé? Y ¿Dónde me perdí? Que tanto miedo le causaban. Recobró el buen humor y bromeó tratando de tranquilizar a sus sobrinos.
Pero éstos comentaron después que Simón, quien era mucho mayor que ellos, estaba agotado por el exceso de trabajo, que había tomado con gran ahínco después de haber enviudado.

Los episodios de pánico se repitieron con mayor frecuencia el jueves, acompañados de las preguntas ¿Dónde quedé? ¿Dónde me perdí? ¿Yo dónde estoy?

El viernes, Simón ya no se atrevió a salir de la cama por temor a perderse.
Fueron muchas las llamadas telefónicas desde la oficina. Pero él se negó a contestar.
Cuca informó que: “El Señor se sentía malo”.

Los parientes ya no insistieron, al comprobar que los cheques de la nómina ya estaban, desde el jueves, hechos y firmados en la caja y a los de los proveedores, sólo les faltaba la firma que ellos podían estampar.

El sábado y el domingo tampoco salió de la cama.

A las llamadas telefónicas respondió la sirvienta siempre que: “El Señor se sentía malo y casi no quería comer”.

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