El Apocalipsis de Juan: un formidable registro de la transición del Judaísmo al Cristianismo (Parte I)

IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – El Apocalipsis de Juan es un libro que ha fascinado a la cultura occidental desde hace casi dos milenios. Para muchos, es el cofre donde se esconden los secretos del fin del mundo. Naturalmente, para los que lo enfocamos desde una perspectiva académica es algo muy distinto, pero no por ello menos fascinante.

En esta y las siguientes notas vamos a analizarlo desde una de sus tantas perspectivas posibles: un documento transicional en el que se pueden apreciar vestigios del Judaísmo pre-rabínico, pero también los primeros grandes logros cristianos al construir una teología propia.

Empecemos por lo primero: su contenido.

El primer capítulo es una introducción en la que el libro se presenta como una visión tenida por alguien identificado como “el siervo Juan”, y tradicionalmente se ha creído que se trata del apóstol más joven de Jesucristo, autor también del cuarto evangelio y de otras tres epístolas del Nuevo Testamento. Sin embargo, las evidentes diferencias estilísticas y teológicas del Apocalipsis en comparación con los otros textos joánicos han llevado a los especialistas a rechazar que sean obra del mismo autor.

El capítulo concluye con una salutación de este Juan a “siete iglesias”, y de ese modo se conecta con los capítulos 2 y 3, en donde se presentan siete cartas a siete diferentes comunidades cristianas (Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis, Filadelfia y Laodicea).

Luego viene lo que propiamente es la revelación, y abarca los capítulos 4 al 20. Juan se presenta como testigo de todo un espectáculo cósmico en el que ángles, querubines y otros ceres celestiales participan y le explican cómo el mundo está a punto de ser juzgado por D-os mismo, y el inminente triunfo de Jesucristo.

Los juicios de D-os se presentan por medio de cuatro series séptuples: primero, siete sellos; luego, siete trompetas; luego, siete truenos (aunque estos no se describen), y finalmente siete copas “de ira”.

Como parte de ese proceso, aparecen cualquier cantidad de personajes estrambóticos, lo mismo buenos que malos. Destacan en la parte central del libro las célebres “dos bestias”, una de las cuales es designada por el famoso número 666; hacia el final, aparece una “gran ramera” que va sentada sobre una de las bestias.

Todo el drama cósmico concluye con el capítulo 19 en el que se menciona el regreso triunfal de Jesucristo, y en el capítulo 20 se describen los últimos juicios de D-os.

Los capítulos 21 y 22 son la conclusión del libro, y giran en torno a la descripción de una “Nueva Jerusalén” que desciende del cielo.

Empecemos por los aspectos más técnicos: ¿Qué tipo de libro es el Apocalipsis?

Hasta el siglo XIX, el Apocalipsis era un libro casi único en su género. Se tenía conocimiento de otros documentos similares, pero las copias eran escasas y la información muy reducida. Poco a poco, en diversas bibliotecas europeas, depósitos de documentos en monasterios en diversos lugares del mundo y, sobre todo, en importantes descubrimientos arqueológicos (como los de Nag Hamadi, la Genizá de El Cairo o las cuevas del Mar Muerto), los especialistas pudieron recuperar una gran cantidad de textos que tienen muchos rasgos en común. Dado que el Apocalipsis de Juan fue el primero de gran importancia, a este género se le llamó “literatura apocalíptica”.

Pero no es un apelativo arbitrario. En realidad, es bastante preciso: “apocalipsis”, en griego, significa “revelación”, y el rasgo común a la literatura apocalíptica es que pretende ser justamente eso, una revelación dada por un ser celestial (nunca por D-os mismo; generalmente, por ángeles o arcángeles).

¿De qué se trata dicha revelación?

En términos muy sucintos, de lo que tiene que sucede “al final”. Por ello, la apocalíptica se le considera parte de la Escatología (aquello que tiene que ver con las cosas finales). Pero aquí es donde empiezan a aparecer las diferencias entre la Apocalíptica judía y la cristiana.

El concepto de “fin de los tiempos” dentro del Judaísmo siempre estuvo arraigado a nociones históricas y materiales; en el Cristianismo, en contraste, tiene una proyección netamente espiritual, y eso genera nuevos y muy distintos matices.

Ello se debe a razones de contexto histórico muy concretas. La literatura apocalíptica se desarrolló en el contexto de un Judaísmo agobiado por los Sirios Seléucidas –primero– y por los romanos –despues–. Se trata, en términos simples, de la expresión de una nación que anhela liberarse de sus opresores. En contraste, la literatura apocalíptica cristiana no se desarrolló en el contexto de un grupo nacional. Ciertamente, hubo etapas en la que muchas comunidades cristianas sufrieron la represión de los romanos, pero no se enfrentaron a esa situación como “una nación” en el sentido físico, por lo que no existió ninguna implicación territorial. Para ellos, el combate era de índole explícitamente espiritual. En consecuencia, tomaron muchos de los conceptos de la apocalíptica judía y los trasladaron a una esfera completamente distinta, abstracta e incluso atemporal.

Por eso, si resultan evidentes las similitudes entre libros apocalípticos judíos como Enok, los Jubileos o IV Esdras, las diferencias con libros apocalípticos cristianos como el Apocalipsis de Pedro también son muy fáciles de distinguir.

Eso es lo que hace sumamente interesante al Apocalipsis de Juan, el único texto de esta naturaleza que fue admitido en el Nuevo Testamento (aunque con grande oposición a lo largo de los siglos; todavía en el siglo XVI, Lutero se sentía profundamente molesto con su inclusión). Si nos remitimos al estilo literario, definitivamente está más cerca de la apocalíptica judía que de la cristiana. Aunque, por otra parte, sus características teológicas están claramente enfocadas al Cristianismo, no al Judaísmo.

Hay una idea central en la apocalíptica judía que, aunque matizada por la teología cristiana, todavía podemos encontrar sin problemas en el Apocalipsis de Juan. Según esta idea, la revelación traída por ángeles o seres celestiales tiene como objetivo explicarle al receptor de dicha revelación un “sentido oculto” de algún pasaje bíblico, una nueva dimensión en la comprensión del texto, que tiene que ver directamente con el Fin de los Tiempos.

El único ejemplo preciso de ello que tenemos en la Biblia Hebrea es el capítulo 9 de Daniel, debido a que este es el único libro apocalíptico que se incluyó entre los libros oficiales del Tanaj.

Allí se nos dice que Daniel notó que se habían cumplido “los 70 años de exilio profetizados por Jeremías”, y que tras pedir a D-os por la restauración del pueblo judío, un ángel vino a revelarle lo que en términos simples es una ampliación de esa profecía de los 70 años. Entonces, el ángel procede a explicar a Daniel que habrá otro período, pero esta vez de 70 “semanas de años” (es decir, 490 años en total). De ese modo, lo que empieza en Jeremías como una predicción cuyo cumplimiento es a mediano plazo, en Daniel se convierte en una predicción que se remite hasta el Fin de los Tiempos.

Este estilo de interpretación bíblica fue muy común en la literatura apocalíptica de Qumrán, conocida como Rollos del Mar Muerto.

Hay una serie de libros recuperados allí y conocidos como “pesharim” (comentarios), y justamente lo que hacen es eso: tomar un texto de la Biblia Hebrea y reinterpretarlo con un enfoque escatológico.

El más célebre es el conocido como Pesher Habakuk, que contiene un comentario a los dos primeros capítulos del libro de ese profeta, en los cuales convierte todo su contenido en una “profecía” sobre la vida y obra del Maestro de Justicia, el fundador de la secta de Qumrán.

En el Apocalipsis de Juan encontramos eso, aunque de un modo velado y a ratos caótico. Evidentemente, se debe a que los redactores finales del texto fueron cristianos, no judíos apocalípticos. Por lo tanto, resulta lógico que no hayan reproducido íntegramente las características de este género literario.

Tal y como veremos en notas posteriores, muchas secciones del Apocalipsis están claramente basadas en Daniel. Es decir, intentan ser “una nueva manera de comprender el libro de Daniel”; pero también hay un capítulo bastante interesante basado en Zacarías.

Además de ello, hay muchos puntos de contacto con los Rollos del Mar Muerto. El más notable es el que tiene que ver con la “Nueva Jerusalén”. En el Apocalipsis se trata del tema central de la sección conclusiva (capítulos 21 y 22), y entre los Rollos del Mar Muerto se han recuperado textos completos dedicados a esta visión de la capital judía purificada y reconstruida por D-os mismo.

Por ello, también será importante que analicemos los posibles vínculos del Apocalipsis con la literatura qumranita.

Antes de entrar completamente en materia, pongamos en la mesa la primera pregunta lógica sobre este libro: ¿quién lo escribió?

Ha sido un tema de controversia desde el siglo IV. Tradicionalmente, se asume que fue escrito por el apóstol Juan en su vejez, mientras estaba desterrado en la isla de Patmos. Sin embargo, la mayoría de los especialistas en Crítica Textual descartan esta opción por razones simples y contundentes.

La más notable es que el Apocalipsis tiene un estilo literario y una línea teológica notáblemente diferentes al evangelio de Juan y a las tres epístolas del mismo autor. A simple vista se hace evidente que estamos ante un autor distinto (o autores distintos).

Pero hay otros detalles. Por ejemplo, hay muchas secciones que están repetidas. Ello ha generado la opinión de que el Apocalipsis se escribió dos veces: la original habría sido elaborada hacia las épocas de Nerón, y luego se habría escrito otra en las épocas de Diocleciano. Finalmente, un editor las habría fusionado.

Más sutil resulta el detalle de las siete cartas dirigidas a las siete iglesias, en los capítulos 2 y 3. En realidad, es muy probable que toda esta sección introductoria sea originalmente ajena al resto del texto, y haya sido una inserción posterior, fruto de una negociación entre diferentes tendencias del Cristianismo del siglo II.

¿Por qué podemos afirmar esto? El Nuevo Testamento es, en gran medida, la colección de textos con la que diversas tendencias del Cristianismo primitivo respondieron al auge del Gnosticismo en el siglo II. No eran tendencias homogéneas, pero tenían en común que rechazaban las creencias de los Gnósticos. El Nuevo Testamento fue su arma escritural más importante.

De este grupo de tendencias, la que terminó por imponerse en el liderazgo fue la que podemos llamar “paulina”, por considerarse la heredera directa del apóstol Pablo y sus discípulos.

Hay un simple detalle que lo hace evidente: la mitad del Nuevo Testamento está atribuido a Pablo, por medio de 14 epístolas: Romanos, I y II Corintios, Efesios, Gálatas, Filipenses, Colosenses, I y II Tesalonicenses, I y II Timoteo, Tito, Filemón y Hebreos. Hoy sabemos que es imposible que Pablo haya escrito directamente todo eso. Por lo menos, las llamadas Epístolas Pastorales (I y II Timoteo, Tito y Filemón) están descartadas por el tipo de griego con el que están escritas (que no corresponde al de Pablo), y lo mismo sucede con Hebreos porque, además del tipo de griego, ni siquiera tiene el estilo literario de las otras cartas. Pero eso no importa para lo que venimos diciendo: en la época que nos atañe –siglo II–, las comunidades cristianas estaban convencidas de que estos 14 libros eran de Pablo.

Convertirlos en la parte medular del Nuevo Testamento hubiera parecido una imposición muy arbitraria por parte del grupo paulino, así que para equilibrar un poco las cosas, se incluyeron otras 14 epístolas originadas en los núcleos no paulinos.

De ese modo, llegaron al Nuevo Testamento las epístolas I, II y III de Juan, I y II de Pedro, Santiago y Judas. Siete en total.

¿Cuáles son las otras siete que se necesitan para completar 14, como las paulinas? Las siete cartas que encontramos en los capítulos 2 y 3 del Apocalipsis. Con ellas, el panorama queda parejo por lo menos en los números (aunque no en el tamaño): 14 epístolas de Pablo, 14 epístolas de otros autores diferentes a Pablo. Una simetría que no puede ser simple coincidencia.

La realidad es que no sabemos quién escribió el Apocalipsis de Juan y, tal y como veremos en las siguientes notas, lo más factible es que se haya tratado de una producción colectiva. Es decir, que hayan sido varias manos las que colaboraron para producir este libro.

¿Qué hay, entonces, sobre la visión de Juan en la isla de Patmos?

Es muy probable que se trate de una ficción literaria para reforzar la noción de “revelación” en el texto, algo muy común en la literatura apocalíptica. Es decir: el autor original no estaba realmente en Patmos teniendo todo tipo de visiones. Más bien, por medio del estudio había llegado a una pretendida comprensión “más profunda” de ciertas cosas, y con base a ellas escribió (o escribieron, si fueron varios autores) todo lo que quiso a manera de visiones sobrenaturales.

¿Por qué lo hizo así?

PORQUE ASÍ SE ESCRIBE LA LITERATURA APOCALÍPTICA. Hay que recordar que es un GÉNERO LITERARIO, y como tal, tiene sus normas y sus características propias.

Por ello no es necesario quedarnos en la lectura literal de las cosas, sino intentar penetrar en la cabeza del autor (o los autores).

Recuérdese: la literatura apocalíptica se entiende a sí misma como algo “misterioso” que no cualquiera puede entender; sólo aquellos a quienes D-os elige para ello.

En la próxima nota comenzaremos a analizar las diferentes aristas del tema. Lo primero, el vínculo del Apocalipsis de Juan con la literatura Qumranita, base para nuestra posterior comprensión de lo que estos párrafos pudieron significar en su contexto original judío, para entonces poder comprender cuál fue la reconstrucción teológica lograda por el Cristianismo.

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Irving Gatell: Nace en 1970 en la Ciudad de México y realiza estudios profesionales en Música y Teología. Como músico se ha desempeñado principalmente como profesor, conferencista y arreglista. Su labor docente la ha desarrollado para el Instituto Nacional de Bellas Artes (profesor de Contrapunto e Historia de la Música), y como conferencista se ha presentado en el Palacio de Bellas Artes (salas Manuel M. Ponce y Adamo Boari), Sala Silvestre Revueltas (Conjunto Cultural Ollin Yolliztli), Sala Nezahualcóyotl (UNAM), Centro Nacional de las Artes (Sala Blas Galindo), así como para diversas instituciones privadas en espacios como el Salón Constelaciones del Hotel Nikko, o la Hacienda de los Morales. Sus arreglos sinfónicos y sinfónico-corales se han interpretado en el Palacio de Bellas Artes (Sala Principal), Sala Nezahualcóyotl, Sala Ollin Yolliztli, Sala Blas Galindo (Centro Nacional de las Artes), Aula Magna (idem). Actualmente imparte charlas didácticas para la Orquesta Sinfónica Nacional antes de los conciertos dominicales en el Palacio de Bellas Artes, y es pianista titular de la Comunidad Bet El de México, sinagoga perteneciente al Movimiento Masortí (Conservador). Ha dictado charlas, talleres y seminarios sobre Historia de la Religión en el Instituto Cultural México Israel y la Sinagoga Histórica Justo Sierra. Desde 2012 colabora con la Agencia de Noticias Enlace Judío México, y se ha posicionado como uno de los articulistas de mayor alcance, especialmente por su tratamiento de temas de alto interés relacionados con la Biblia y la Historia del pueblo judío. Actualmente está preparando su incursión en el mundo de la literatura, que será con una colección de cuentos.