El Apocalipsis de Juan: un formidable registro de la trancisión del Judaísmo al Cristianismo (Parte III)

IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Vamos a comenzar con la revisión general del contenido del Apocalipsis, y lo haremos –naturalmente– con la sección de introducción que abarca los primeros tres capítulos.

Se trata de la presentación del libro, que se define a sí mismo como “la revelación de Jesucristo, que D-os le dio, para manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto, y la declaró enviándola por medio de su ángel a su siervo Juan” (versículo 1:1).

Es una clásica entrada apocalíptica: una revelación para mostrar algo “inminente”, enviada a un vidente por medio de un ángel.

¿Quién es este Juan? Una cosa es definitiva: no es el autor del evangelio del mismo nombre. Los estilos literarios e incluso los rasgos teológicos son distintos, así que no pueden ser la misma persona. Sin embargo, pareciera que esta entrada quiere hacernos pensar que sí, porque describe a este Juan como alguien “que ha dado testimonio de… Jesucristo, y de todas las cosas que ha visto” (versículo 2).

Pero eso sólo es un artilugio literario muy normal en la apocalíptica. Por ejemplo, hay todo un ciclo de libros atribuidos a Enok, en los que Enok se presenta en términos exactamente idénticos. Y, de todos modos, sabemos que esos libros no fueron escritos por Enok; hay otro libro apocalíptico llamado Testamentos de los Doce Patriarcas, y es obvio que no fue escrito por ninguno de los doce hijos de Yaacov; hay otro texto llamado IV Esdras, y sabemos perfectamente que no fue escrito por Esdras.

Hay que entender que la lógica de la antigüedad para estos asuntos no es la misma que aplicamos hoy en día. Hace dos mil años, una introducción como esta podía referirse a que la revelación le fue dada a Juan, Enok, los doce patriarcas o Esdras, pero sin que eso signifique que quien la está redactando sea cualquiera de ellos.

El texto agrega que este supuesto Juan recibió la “visión” en la isla de Patmos (v. 9), pero es parte del artilugio.

¿Realmente una persona repentinamente tuvo toda esta visión y luego la puso por escrito? Es muy dudoso. La apocalíptica no funciona así. Más bien, una persona estaba convencida de tener una comprensión especial de “las cosas que han de venir”, y es en ese sentido que es el portador de una visión. No porque haya tenido un episodio de alucinación sagrada, sino porque ha llegado a una pretendida comprensión “profunda” de algo.

¿Por qué, entonces, la redactó de ese modo? Porque así es el estilo. Se trata de una mera cuestión protocolaria determinada por cientos de libros de este género que ya existían previamente.

Se ha especulado mucho respecto a si este autor habría tenido visiones en sus sueños o episodios de alucinaciones, pero la realidad es que todo eso es innecesario. Si nos atenemos a quedarnos con las nociones más básicas y sencillas (que, por regla, son las más próximas a la realidad) basta con decir que este autor tenía una idea muy clara sobre estos temas, estaba seguro de que eso era consecuencia de que D-os se lo había hecho entender sobrenaturalmente, y simplemente puso todo por escrito conforme a los parámetros de la literatura apocalíptica.

Sigue la salutación a las “siete iglesias” y luego la visión del “Hijo del Hombre”. Y aquí es donde empiezan las mixturas interesantes: el estilo es netamente apocalíptico, pero ya se percibe un rasgo fundamental de la teología cristiana: los simbolismos solares.

Comparemos la visión del “Hijo del Hombre” que tenemos en el libro de Daniel con la del Apocalipsis:

“Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí con las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre, que vino hasta el Anciano de días, y le hicieron acercarse delante de él. Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido” (Daniel 7:13-14).

“Y me volví para ver la voz que hablaba conmigo; y vuelto, vi siete candeleros de oro, y en medio de los siete candeleros, uno semejante al Hijo del Hombre, vestido de una ropa que llegaba hasta los pies, y ceñido por el pecho con un cinto de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve; sus ojos como llama de fuego; y sus pies semejante al bronce bruñido, refulgente como en un horno; y su voz como estruendo de muchas aguas. Tenía en su diestra siete estrellas; de su boca salía una espada aguda de dos filos, y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza” (Apocalipsis 1:12-16).

Nótese como en el libro apocalíptico judío (Daniel) este “hijo de hombre” es apenas un personaje que es exaltado al máximo poder terrenal, pero sin ningún atributo sobrenatural. Incluso, es muy claro que es alguien distinto al “Anciano de días” (D-os mismo). En cambio, en el libro apocalíptico cristiano el personaje es distinto; sus atributos son estrambóticos, y no cabe duda que se trata de una descripción del Sol: “cabeza y cabellos blancos”, “pecho ceñido con un cinto de oro”, “ojos como llama de fuego”, “pies como bronce bruñido, refulgente como en un horno”, “siete estrellas en su diestra” y, para no dejar dudas, “rostro como el sol”.

¿Por qué siete estrellas? En la aparente lógica del capítulo, porque son siete iglesias a quienes se escriben las cartas de los capítulos 2 y 3, pero el verdadero trasfondo es un simple código astronómico. En la época, sólo se conocían seis “planetas” aparte de la Tierra: Mercurio, Venús, la Luna, Marte, Jupíter y Saturno. Con la Tierra son siete en total. Siete planetas que giran alrededor del Sol. Siete estrellas, por lo tanto, que están a la diestra del Hijo del Hombre solar que nos presenta el Apocalipsis.

¿Quedan dudas? El versículo 7 nos las resuelve: “He aquí que viene con las nubes y todo ojo le verá”.

No puede ser más explícito: Jesucristo es representado como el Sol.

¿Por qué? Sencillo: desde varios siglos atrás, en las tradiciones herméticas el Sol siempre fue el símbolo del conocimiento generador de vida. Y aclaremos: se trata de un conocimiento que no sólo ilumina lo que es evidente o exotérico, sino también lo que es oculto o esotérico. Esto, porque el Sol nos ilumina con su luz todos los días, pero al atardecer se oculta y “recorre el inframundo”, asomándose otra vez por la mañana desde el oriente. Por lo tanto, el Sol fue visto como aquello que representaba la capacidad de vencer la muerte (la noche, el inframundo) para traernos su luz cada mañana.

Esas ideas están claramente expresadas en el primer capítulo del Apocalipsis: “Cuando le vi, caí como muerto a sus pies. Y él puso su diestra sobre mí, diciéndome: no temas; yo soy el primero y el último; y el que vivo y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte y el Hades” (Apocalipsis 1:17-18).

Parece una simple referencia al relato de los evangelios sobre la muerte y resurrección de Jesús, pero ya redactado de este modo, es un claro símbolo solar: es el primero y el último, estuvo muerto (durante la noche) pero vive (desde la mañana), y en realidad vive por los siglos de los siglos; y tiene las llaves del inframundo (porque entra en él y lo recorre todas las noches, y sale sin problema alguno otra vez cada mañana).

Siguen las cartas a las siete iglesias, y están llenas de detalles que nos remontan a las tensiones sociales y religiosas del siglo I en Judea, desde una perspectiva muy afín a lo que fue la ideología en Qumrán. Por ello, es altamente probable que estas “siete cartas” hayan sido reelaboradas a partir de documentos qumranitas originales.

En todas las cartas se percibe una tensión entre tres tipos de Judaísmo: uno puro y sin mácula, otro falso y “satánico”, y finalmente otro genuino pero decadente.

Por ejemplo: en la carta a Éfeso (vv. 2:1-7), se alaba que ese grupo trabaja ardua y pacientemente, no puede soportar a los malos, aborrece “las obras de los nicolaítas”, y ha probado a “los que dicen ser apóstoles y no lo son”. Es decir: se enfoca el conflicto entre el grupo original y el grupo falsificado.

La carta a Esmirna (vv. 8-11) retoma esa idea, mencionando “la blasfemia de los que se dicen ser judíos, y no lo son, sino sinagoga de Satanás”.

En la carta a Pérgamo (vv. 12-17) cambia de tono: se menciona que esta comunidad está “donde mora Satanás”, y que ha permitido que se infiltren “los que retienen la doctrina de Balaam, que enseñaba a Balac a poner tropiezo ante los hijos de Israel, a comer cosas sacrificadas a los ídolos, y a cometer fornicación”, y que también retiene “la doctrina de los nicolaítas”. Es decir: es una comunidad donde los dos grupos extremos se han mezclado.

Sigue la carta a Tiatira (vv. 18-29), que retoma la queja hecha a Pérgamo en el sentido de que esta comunidad “tolera que esa mujer Jezabel, que se dice profetisa, enseñe y seduzca a mis siervos a fornicar y a comer cosas sacrificadas a los ídolos”, aunque señala que hay quienes no han admitido estas docrtinas, ni las de aquellos que dicen conocer “las profundidades de Satanás”.

Hasta aquí, toda la tensión ha sido entre dos grupos: el que representa la pureza y el que es una falsificación. En las dos primeras cartas el contraste es total; en las siguiente dos, se diluye porque los dos grupos se han mezclado.

La situación cambia con la siguiente carta dirigida a la comunidad de Sardis (vv. 3:1-6): “yo conozco tus obras, que tienes nombre de que vives, y estás muerto”. Ahora se trata de una comunidad decadente. No hay ninguna acusación de que sean una “falsa sinagoga”, sino –simplemente– de una evidente decadencia moral y espiritual.

Con la carta a Filadelfia (vv. 7-13) se regresa al tono anterior: “… aunque tienes poca fuerza, has guardado mi palabra y no has negado mi nombre. He aquí, yo entrego de la sinagoga de Satanás a los que se dicen ser judíos y no lo son, sino que mienten…”.

La última carta, dirigida a la comunidad de Laodicea, retoma los reproches contra una comunidad decadente: “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente; ojalá fueses frío o caliente, pero por cuanto eres tibio y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca”.

Es un panorama bastante coherente con la perspectiva extremista que mantuvieron los qumranitas durante un poco más de dos siglos. Ellos pertenecían al mundo Esenio, pero apenas fueron una minoría aún en ese entorno. Según sabemos por los registros de Flavio Josefo y otros autores, los Esenios estuvieron dispersos por todo el territorio judío, y sabemos también que tenían un barrio propio en Jerusalén. Sin embargo, los qumranitas fueron un grupo reducido. Las excavaciones arqueológicas en los alrededores del monasterio de Qumrán –su sede por excelencia– demuestran que el sitio nunca tuvo más de 250 personas viviendo al mismo tiempo.

Ahora bien: es obvio que la división entre unos esenios y otros no era algo absoluto ni monolítico. Como en todos los grupos humanos, debió haber todo tipo de casos: qumranitas viviendo en barrios esenios fuera de Qumrán, no qumranitas visitando el monasterio, y hasta ex-qumranitas renegados y alejados de la secta.

Ese sería el marco de las quejas en las cartas a Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira y Filadelfia.

Más allá de lo que pudieron ser las discusiones internas entre los propios esenios (qumranitas contra no qumranitas), estuvieron también las discusiones con los otros grupos del Judaísmo, especialmente los Fariseos y los Saduceos (a quienes los qumranitas no les tenían ningún tipo de simpatía).

Las quejas contra la comunidad de Sardis bien podrían reflejar la idea que los qumranitas tuvieron sobre los fariseos: “Yo conozco tus obras, que tienes nombre de que vives, y estás muerto. Sé vigilante, y afirma las otras cosas que están para morir; porque no he hallado tus obras perfectas delante de D-os. Acuérdate, pues, de lo que has recibido y oído, y guárdalo y arrepiéntete. Pues si no velas, vendré sobre ti como ladrón, y no sabrás a qué hora vendré sobre ti. Pero tienes unas pocas personas en Sardis que no han manchado sus vestiduras; y andarán conmigo en vestiduras blancas, porque son dignas”.

¿Quiénes son estas “pocas personas que no han manchado sus vestiduras”? En este caso, serían fariseos afines a los extremismos qumranitas, e incluso candidatos a ingresar a la orden. Lo podemos inferir de la expresión “no han manchado sus vestiduras y andarán conmigo en vestiduras blancas”, la indumentaria característica de los Esenios de Qumrán.

El otro caso es el de Laodicea, una comunidad integrada por gente apática que no toma partido, y que además se consideran “ricos”: “Porque tú dices: yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad. Y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo. Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte…”.

Nótese cómo esta última frase es un reto a unirse a la Santa Alianza de Qumrán: conseguir las vestiduras blancas, el símbolo de la pureza entre los qumranitas.

¿Quiénes son? En estricto, es imposible saberlo. Pero es una descripción que cuadra muy bien con los Saduceos, gente de poder y ostentosa, que no tenían una postura política definido. Hábiles en esa materia, sabían moverse hacía donde mejor les convenía, y los qumranitas nunca tuvieron una buena opinión de ellos.

Estos son apenas algunos detalles en los que los capítulos 2 y 3 de Apocalipsis nos dejan percibir vestigios de lo que pudo ser el contenido original, elaborado en un entorno qumranita.

Pero la versión que tenemos enfrente no es la qumranita, sino la cristiana. Entonces, ahora hay que intentar conectarnos con lo que los redactores cristianos querían decir, porque es obvio que a ellos no les interesaba el discurso qumranita contra los fariseos y los saduceos.

Pero antes de ello todavía nos queda un entuerto por resolver: ¿quiénes son “los otros”, los nicolaítas, los que guardan la doctrina de Balaam, Jezabel que enseña a pecar a los hijos de Israel, la sinagoga de Satanás, los que dicen ser judíos y no lo son?

Aquí es donde entramos en el primer gran tema controversial en relación al Apocalipsis, porque –si nos atenemos a las ideas extremistas de los qumranitas–, es muy probable que estos “falsos judíos” no hayan sido otros sino los seguidores del apóstol Pablo.

Entonces, estaríamos ante un texto que originalmente lanzaba quejas muy duras contra el incipiente Cristianismo, pero que luego fue retomado por ese mismo Cristianismo y re-elaborado para ajustarse a un nuevo mensaje y un nuevo propósito.

Pero eso lo analizaremos en la próxima nota.

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Irving Gatell: Nace en 1970 en la Ciudad de México y realiza estudios profesionales en Música y Teología. Como músico se ha desempeñado principalmente como profesor, conferencista y arreglista. Su labor docente la ha desarrollado para el Instituto Nacional de Bellas Artes (profesor de Contrapunto e Historia de la Música), y como conferencista se ha presentado en el Palacio de Bellas Artes (salas Manuel M. Ponce y Adamo Boari), Sala Silvestre Revueltas (Conjunto Cultural Ollin Yolliztli), Sala Nezahualcóyotl (UNAM), Centro Nacional de las Artes (Sala Blas Galindo), así como para diversas instituciones privadas en espacios como el Salón Constelaciones del Hotel Nikko, o la Hacienda de los Morales. Sus arreglos sinfónicos y sinfónico-corales se han interpretado en el Palacio de Bellas Artes (Sala Principal), Sala Nezahualcóyotl, Sala Ollin Yolliztli, Sala Blas Galindo (Centro Nacional de las Artes), Aula Magna (idem). Actualmente imparte charlas didácticas para la Orquesta Sinfónica Nacional antes de los conciertos dominicales en el Palacio de Bellas Artes, y es pianista titular de la Comunidad Bet El de México, sinagoga perteneciente al Movimiento Masortí (Conservador). Ha dictado charlas, talleres y seminarios sobre Historia de la Religión en el Instituto Cultural México Israel y la Sinagoga Histórica Justo Sierra. Desde 2012 colabora con la Agencia de Noticias Enlace Judío México, y se ha posicionado como uno de los articulistas de mayor alcance, especialmente por su tratamiento de temas de alto interés relacionados con la Biblia y la Historia del pueblo judío. Actualmente está preparando su incursión en el mundo de la literatura, que será con una colección de cuentos.