SOHRAB AHMARI
Los líderes de Kiev, Jerusalem y Tokio están familiarizados con el descontento de Ankara con Obama.
Turquía ha estado viviendo un estado de emergencia toda la semana. La última alarma llegó el jueves con un intento de asesinato contra el líder de la oposición laica. Kemal Kilicdaroglu estaba viajando por el noreste del país cuando su caravana quedó bajo fuego. Un miembro de su equipo de seguridad resultó muerto en el tiroteo, pero Kilicdaroglu resultó ileso y fue evacuado en helicóptero. Los perpetradores escaparon, aunque sus guardaespaldas aseguran haber matado a uno de ellos.
“Aun cuando somos atacados, continuaremos con determinación en el camino en que creemos,” dijo Kilicdaroglu en una entrevista el viernes en los cuarteles del Partido Republicano Popular, o CHP. El separatista Partido Obrero del Kurdistán, o PKK, se atribuyó la responsabilidad pero dijo que las fuerzas de seguridad del gobierno, no Kilicdaroglu, eran el objetivo previsto.
En la Turquía de hoy tales incidentes capturan los titulares sólo para ser eclipsados algunas horas después por lo siguiente en explotar. Efectivamente, horas después del intento de Kilicdaroglu, un camión bomba mató a 11 oficiales de policía turcos cerca de la frontera siria. El PKK también se atribuyó la responsabilidad por ese ataque.
La vida continúa. Hombres y mujeres todavía se reúnen en bares al aire libre para tomar raki, observar fútbol y soltar la lengua. El margen de libertad personal sigue siendo más amplio que en la mayoría de la región. Aun así, el ánimo es oscuro. Con el golpe fallido de julio, cerca de tres millones de refugiados sirios, una nueva insurgencia del PKK en el sudeste y la amenaza del Estado Islámico, los turcos sienten que no pueden tomarse un descanso.
La Turquía que surge de estas crisis múltiples es más insular, paranoica e iliberal. Esto significa que Ankara puede ya no estar tan sólidamente anclada en el Occidente como lo ha estado desde la Guerra Fría. Washington culpa por este giro al Presidente Recep Tayyip Erdogan. Pero el presidente no es el único culpable por los problemas de Ankara en el exterior.
El proyecto de Erdogan para concentrar poder en la presidencia estuvo muy en marcha antes del intento de golpe el 15 de julio. Los observadores más serios creen que los seguidores del clérigo Fethullah Gulen, radicado en Pennsylvania, organizaron el golpe malogrado. Algunos han olvidado que los gulenistas fueron las criadas autoritarias para el Partido Justicia y Desarrollo de Erdogan, o AKP, antes que los dos bandos islámicos se volvieran uno contra otro en el año 2013. A mediados de la década del 2000, cuando Erdogan y Gülen eran todavía aliados, los gulenistas bien colocados en el poder judicial persiguieron y pusieron a un lado a un enemigo en común: el viejo establishment laico.
El fallido golpe ha acelerado la voluntad de poder de Erdogan. Pero también ha concentrado a mucho del país detrás de su narrativa de agravio. Los turcos, laicos y piadosos, se sienten traicionados. El Occidente les da cátedra acerca de las purgas posteriores al golpe, se quejan, sin reconocer el trauma profundo del golpe mismo: los pilotos golpistas que hicieron zumbar sus departamentos, los tanques que rodaron por sus calles.
Mientras tanto, los medios de comunicación pro-gobierno alimentaron a la población con una dieta constante de propaganda cada vez más alocada sugiriendo la participación estadounidense en el intento de golpe. Kilicdaroglu, el líder de la oposición, dice que la dominación del partido gobernante sobre los medios deja poca duda que está “guiando al público.” Un diplomático occidental lo dice amablemente: “El gobierno forma la opinión pública y luego afirma estar restringido por esa misma opinión.”
Entonces nuevamente, externalizar la responsabilidad por el destino de uno no es nada nuevo en esta parte del mundo. La pregunta relevante para el interés nacional estadounidense es cómo evitar que este país estratégicamente crucial vaya a la deriva hacia la órbita de Rusia y se aleje del orden de seguridad de Estados Unidos—o de lo que queda de él después de ocho años del Presidente Barack Obama.
Aquí los turcos deben ser escuchados también. No toda la arremetida de Ankara en Washington se deriva del cinismo y arrogancia ideológica de Erdogan. Algo de ello es en reacción al mismo cambio repentino en la política de Estados Unidos bajo Obama que ha sacudido a los aliados en todo el mundo. Los líderes desde Kiev a Jerusalem y a Tokio están familiarizados con el descontento de Ankara.
Turquía ha sentido el sacudimiento más agudamente en Siria. Erdogan tomó al pie de la letra a Obama cuando el estadounidense dijo en el 2011 que Bashar Assad “debería irse.” Él también tomó seriamente la línea roja de Obama con respecto a las armas químicas. La política muy malignizada de Turquía en Siria incluyó apoyo abierto a los rebeldes moderados y una política de dejar hacer que facilitó el movimiento de más yihadistas de línea dura dentro del país. Ankara esperaba que Washington favorecería a sus aliados tradicionales y desfavorecería a otros; a saber, los mulas iraníes, Assad y sus distintos satélites chiíes.
Obama revolvió ese patrón amigo-enemigo. El ignoró torpemente la línea roja, y Estados Unidos celebró conversaciones secretas que culminarían en un acuerdo nuclear con Teherán y ataría las manos de Estados Unidos contra Assad. Luego llegó un segundo golpe para los turcos. Estados Unidos confió cada vez más en las facciones sirio-kurdas con vínculos estrechos con el PKK turco como sus principales fuerzas terrestres en el país.
De pronto un grupo designado internacionalmente como terrorista llegó a ser visto “como defensores de la civilización”, dice un alto funcionario del gobierno turco. Los kurdos sirios defendieron la civilización contra la barbarie del Estado Islámico. Pero los turcos creen, no sin razón, que el PKK también ha sido envalentonado por la legitimidad que fluyó a sus primos de facción en Siria.
Hay una lección aquí acerca de los efectos desestabilizadores que siguen cuando una superpotencia se cansa de su rol de liderazgo. Para la Casa Blanca, irritar a los turcos fue un precio digno de pagar por una pequeña huella estadounidense en Siria. Pero le correspondería al próximo gobierno no humillar a los turcos con la ficción de que el PKK y la cuestión sirio-kurda están separados.
Tampoco debe sorprender a nadie que Turquía se proponga, con su reciente incursión siria, controlar tanto al Estado Islámico como al crecimiento del contiguo estado pequeño kurdo amigo del PKK en su umbral. Cualquier gobierno turco se comportaría de la misma forma.
Washington debe también ser directo con Erdogan acerca de su propio manejo autoritario en casa. Una Turquía que no esté en deuda con los caprichos de un hombre estará mejor equipada para lidiar con las furias de Siria.
*Sohrab Ahmari es un editorialista del Journal radicado en Londres.
Fuente: The Wall Street Journal
Traducido por Marcela Lubczanski para Enlace Judío México
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