VERÓNICA CHIARAVALLI
Cada vez que partía rumbo a una misión escuchaba esa música, a tope en los auriculares, durante las interminables horas de vuelo que lo separaban de su objetivo.
El sonido corrosivo de Metallica lo ayudaba tanto a concentrarse en la delicada tarea que tenía por delante como a descargar adrenalina, ejercicios del espíritu imprescindibles para el danés Morten Storm, triple agente de inteligencia (de su país, de la CIA y del MI5 británico) infiltrado en los más altos niveles de la organización liderada por Osama Bin Laden.
Cómo un adolescente de clase media baja en un suburbio danés termina convertido al ala más radicalizada del islamismo y luego reclutado por la elite del espionaje internacional, es algo que cuenta el propio Storm en Mi vida en Al Qaeda, libro escrito en colaboración con los periodistas Paul Cruickshank y Tim Lister, y que -más allá de la documentación incluida para respaldar el relato- se lee como una novela de John le Carré o Robert Ludlum: abundan la acción, el suspenso y el peligro, en una red de intrincadas lealtades y traiciones estratégicas. Pero lo más inquietante corre por una vía paralela, y tiene su núcleo en la acumulación de carencias afectivas, insatisfacciones (y también frivolidades) que pueden llevar a un joven europeo a la violencia terrorista.
Storm nació en 1976, en Korsør, “una ciudad dura, de clase obrera, con una población de 25,000 habitantes, entre ellos un puñado de inmigrantes de Yugoslavia, Turquía y el mundo árabe”. Su padre alcohólico abandonó el hogar cuando Morten tenía 4 años; su madre se volvió a casar con un hombre golpeador. De chico pasaba en la calle todo el tiempo que podía para no estar en su casa. A los trece años intentó su primer robo a mano armada. A los dieciséis lo echaron del último colegio que lo había acogido.
De cada oportunidad de redención que el Estado de bienestar danés le acercó y que Morten redujo a cenizas, una y otra vez, le quedaron, sin embargo, dos pasiones decisivas: la curiosidad por la religión y la historia y la fascinación por los viajes. En esa época el muchacho alternaba la calle con la cárcel, enredado en una espiral de violencia, drogas y negocios turbios. Se unió a una pandilla de jóvenes musulmanes procedentes de Palestina, Turquía e Irán. De sus amigos musulmanes “siempre había envidiado la fuerza de sus familias, su costumbre de comer juntos, la unidad con que afrontaban la pobreza y la discriminación”. Una tarde, en la biblioteca de Korsør, dio con un libro sobre Mahoma. Fue una epifanía. Convertido en “Murad”, pronto encontraría entre sus “hermanos” de la lucha religiosa clandestina algo parecido a la cohesión y la amorosa disciplina que siempre había anhelado en el hogar que no tuvo.
Es probable que cierta incomodidad que Morten nunca dejó de sentir ante el hecho de que en los atentados terroristas murieran civiles (personas comunes y corrientes, como podían serlo su madre, su primera novia o la amable cajera del supermercado), abriera la grieta por donde se colaron los servicios de inteligencia para reclutarlo.
Puesto en la tarea, los contactos que establece el flamante espía con terroristas europeos y árabes, revelan, entre los combatientes, más casos de infancias precarias, como la del propio Morten y, entre los líderes, los torpes mecanismos de las naciones occidentales que permitieron a los fanáticos aprovechar los beneficios de aquellas democracias para intentar aniquilarlas. Hay momentos en que la combinación mortífera de hipocresía y banalidad resulta asombrosa.
Storm cuenta la historia del líder extremista que encontraba “aburrido” Oriente Medio, comparado con Estados Unidos, donde solía frecuentar prostitutas; y las peripecias de la bella rubia de los Balcanes, que después de mucha discoteca y selfies sexy, y tras haber superado una grave dolencia, abrazó el islamismo radicalizado y se casó con uno de sus jefes, dispuesta al sacrificio. Sin embargo, ya instalada en la vida cuasi medieval que había elegido y que consideraba modelo para la humanidad, encargó a una de las esposas musulmanas de Storm, radicada en Inglaterra: “Por favor, envíanos chocolate, Lindt de diferentes sabores, 100 g, diez Kinder Bueno, Ferrero Roché. Y me gustaría un perfume Dolce & Gabbana Light Blue. La caja es de un azul celeste precioso”. También “una minifalda de denim, talla 40 o L, ajustada y muy corta”, y cerraba: “No soporto más la ropa yemení. Lo que tengo no me gusta y da demasiado calor. Los materiales son malos, unas telas sintéticas horribles. Por favor, intenta encontrar ropa europea, la echo mucho de menos”. Extraña forma de despreciar el mundo que con tanto ardor ansiaba destruir.
Fuente:cciu.org.uy
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