JOSEPH HODARA
Por desubicada inocencia, el presidente mexicano Enrique Peña Nieto resolvió extender invitaciones a los dos candidatos norteamericanos que aspiran a conquistar en noviembre próximo la Casa Blanca. Trump no eludió la oportunidad así ofrecida para encontrarse con el mandatario de un país cuya extensa frontera (más de 3 mil kilómetros) se extiende en el sur de Estados Unidos.
Exigió como fecha de encuentro el 31 del mes pasado a fin de matizar con nuevos argumentos el discurso que pronunciaría horas más tarde en Arizona. A pesar de que en esa fecha México estaba abrumada por las expectativas que todo 1 de septiembre genera en el país (fecha en que por larga tradición el Presidente en ejercicio presenta al pueblo un pormenorizado informe de tareas e intenciones), Peña Nieto ofreció una amplia bienvenida a Trump suponiendo que el gesto le conduciría a rectificar sus actitudes agresivas respecto a los millones de mexicanos que legal e ilegalmente trabajan en Norteamérica. Un trágico error que la opinión pública de Israel no puede descuidar.
Por varias razones. Una de ellas: Trump pregona serias objeciones a los procesos de globalización e internacionalización de las economías nacionales. Sostiene que Estados Unidos debe retomar las directrices aislacionistas que caracterizaron a este país hasta el sorpresivo ataque japonés en Pearl Harbour. Postura que justificó múltiples decisiones: el ingreso tardío (en 1917) de este país en el curso de la I Guerra, cuando su resultado ya estaba definido; el cierre de las corrientes migratorias (incluyendo a los judíos) en 1924; la constante ayuda militar y diplomática a la Alemania de Hitler; la conversión de no pocos países latinoamericanos en colonias proveedoras de indispensables materias primas a precios establecidos en Wall Street.
Con el propósito de refrescar estas directrices cabe suponer que un Trump en la Casa Blanca no verá con tranquilos ojos la amplia ayuda – libre de impuestos – que figuras e instituciones judías ofrecen desde hace décadas a Israel ni habrá de tolerar los generosos términos del apoyo militar que Washington dispensa a nuestro país desde los años cincuenta. Más todavía: cabe poner en duda su presunto respaldo al traslado de la embajada norteamericana a Jerusalén y, en particular, el apoyo a las aspiraciones de Gush Emunim orientadas a ampliar la colonización de la Franja occidental, como creen y difunden no pocos ciudadanos israelíes que conservan la ciudadanía estadounidense. Si Trump posee las aptitudes que sus partidarios le atribuyen, ya en la Casa Blanca cancelará estas expectativas al tener conocimiento de los altos costos políticos y económicos inherentes a la adopción de tal postura.
Por otra parte, no es secreto que el gobierno jefaturado por Netanyahu favorece a Trump. Es de esperar, sin embargo, que no se repetirá la infeliz postura que asumió pocas horas antes de las últimas elecciones en Estados Unidos cuando pidió a judíos norteamericanos votar contra Obama. A su parecer, Hillary se apegará a las actitudes hoy dominantes en la Casa Blanca en tanto que Trump habrá de cambiarlas conforme al tradicional paradigma republicano. Postura que debe constituir una preferencia estrictamente personal.
En suma: en estas circunstancias conviene a Israel lo que la experiencia y el buen tino obligan; las declaraciones y promesas de Clinton y de Trump deben ser consideradas con equilibrio y sin alentar huecas expectativas. Como ciudadanos de un país democrático podemos divulgar opiniones personales, incluyendo observaciones críticas; un privilegio que no es extensible ni a círculos gubernamentales ni a grupos políticos que alientan objetivos que ponen en riesgo la estabilidad nacional y regional.
Fuente: Aurora
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