ÁLVARO MATA
Ni europea ni asiática. Ni oriental ni occidental. Sino más bien un misterioso crisol entre ambas culturas. Eso es Rusia, la imperial y proletaria, la sangrienta y la culta. Un país que de tan extraño se convierte en apasionante materia de investigación. Y una de las mejores maneras que tenemos para sondear el alma rusa es a través de su literatura, única en el mundo de tan sensible y terrible. Se trata de un discurso construido para sacudir al hombre, mientras lo pone al tanto de los horrores y bellezas de su siglo.
La figura del escritor suele ser diametralmente adversa al poder, y de eso tenemos unos cuantos ejemplos en la mejor literatura que se escribió en la Rusia revolucionaria. Ellos pagaron con su vida la obra que escribieron, y nosotros hoy, herederos fervorosos de ese legado, debemos estar a la altura como lectores y darlo a conocer. Es por eso que en esta primera entrega proponemos echarle un vistazo a los avatares de tres escritores judíos rusos fundamentales del siglo XX: Ósip Mandelstam, Isaak Bábel y Vasili Grossman, sin cuya obra la historia de los totalitarismos del siglo XX no estaría completa.
Ósip Mandelstam: una oda a Stalin
Este sin par poeta nació en la Varsovia perteneciente al Imperio Ruso en el año 1891. Su padre fue un acomodado comerciante de pieles judío, y su madre era profesora de piano, ambiente y condiciones que propiciaron la esmerada educación que recibió el joven Ósip: estudió en la conocida Escuela Tenishevsky de San Petersburgo, luego en París y también en la alemana Universidad de Heidelberg.
Ya en Rusia, decidió continuar su educación en la Universidad de San Petersburgo, pero hacia 1911 la pulsión antisemita comienza a brotar, excluyendo a los judíos de la institución universitaria. Sin lograr nunca ningún título académico, Mandelstam se dedica por entero a la literatura, formando parte del famoso movimiento “acmeísta” de San Petersburgo, en el que se contaban poetas de tanta valía como Nikolái Gumiliov (fusilado por “contrarrevolucionario” en 1921) y su esposa Ana Ajmátova (las penurias bajo el régimen soviético de “Ana de todas las Rusias” dan para un libro entero), el cual era una especie de derivación del simbolismo ruso y reacción contra él. De esta época es su primera colección de poemas, La piedra.
En 1922 se casó con Nadezhda Khazina, quien se convertiría en la responsable de dar a conocer la terrible historia de su marido en sus inolvidables memorias publicadas mucho tiempo después en París, Contra toda esperanza. Ese mismo año aparece su segundo libro de poemas, Tristia, el cual se publicó en Berlín, a la par que se desempeña como corresponsal de prensa. Mientras, observa con estupefacción la avanzada de “la escoba de hierro” soviética, como llamó León Trotsky a la arremetida estalinista.
Mandelstam publicó libros de tan alto valor poético que toda Rusia lo tiene por un maestro, y ser un maestro de la poesía en Rusia no es lo mismo que serlo en cualquier otra parte del mundo, pues en Rusia la poesía salvaba vidas: los poemas aprendidos de memoria por el pueblo hacían que mantuvieran su dignidad frente a las humillantes condenas y castigos impuestos por el régimen. En un contexto así, la poesía era el único elemento de resistencia disponible para no terminar de ceder ante la total animalización de la especie humana.
Pero el maestro Mandelstam nunca había escrito poesía ensalzando la Revolución. Por el contrario: siendo imposible hacerse de la vista gorda ante tales horrores, compone en el otoño de 1933 su famoso “Epigrama a Stalin”, aguda crítica al régimen soviético que le acarrearía una segura sentencia de muerte. Aunque el poema jamás se publicó, Mandelstam lo leyó en un par de reuniones, lo que bastó para que llegara a oídos de la férrea censura. El 13 de mayo de 1934 fue detenido y, extrañamente, no se le condenó a la muerte o al Gulag —lo que es lo mismo—, sino que se le conmutó la pena por el exilio a los Montes Urales. Sobre este “relajamiento” de la pena se sabe que el mismo Iósif Stalin, conocedor de la importancia de la figura del poeta para la “madre Rusia”, puso manos en el asunto. Durante una célebre conversación telefónica, Stalin preguntó a Boris Pasternak si Mandelstam podría ser considerado un “verdadero maestro”. “¿Pero es o no un maestro?”, preguntó el dictador a un Pasternak aterido de miedo. El autor de Doctor Zhivago evade como puede la pregunta, pero en la misma evasión está la respuesta que Stalin necesita. Sin duda, se trata de un maestro.
En su “exilio administrativo” en los Urales, las condiciones del debilitado poeta —había intentado suicidarse una vez— impulsaron al influyente político revolucionario Nikolái Bujarin, en principio cercano a Stalin y luego ejecutado por él mismo, a interceder ante el dictador para que le permitiera al poeta cumplir la condena en Vorónezh, al sur de Rusia, un lugar de clima más templado. Estando allí, Stalin otorgó un plazo al poeta para que escribiera un poema donde cantara sus glorias, pues “el padrecito” sabía que la opinión que de él tendrían las generaciones futuras dependería en gran medida de las loas que los poetas cantaran.
Asesinado ya Bujarin por Stalin, Mandelstam sufre un nuevo arresto, el 3 de mayo de 1938, y una condena a cinco años de trabajos forzados en un campo de Vladivostok. Llegó a Vtoraya Rechka, campo de tránsito cercano a su lugar de condena, y en las terribles condiciones que implicaban estar a 25 grados bajo cero murió el 27 de diciembre de 1938. La causa oficial del deceso fue una “enfermedad no especificada”. Su cuerpo nunca apareció, y su nombre estuvo prohibido en la Unión Soviética durante 20 años. Solo fue absuelto de los cargos imputados de manera post mortem en 1987, durante el gobierno de Mijaíl Gorbachov.
Sin duda, fue premonitorio Ósip Mandelstam cuando escribió: “En Rusia se respeta tanto la poesía que hasta se mata por ella. ¿Existe otro lugar donde la poesía es un motivo para el asesinato?”.
Fuente:nmidigital.com
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