BECKY RUBINSTEIN F.
La estrella de David en el pecho, le parecía a sus cuatro años cosa de juego. No así el frío… ¿Dónde fueron a parar los cobertores? ¿Y su padre?
Por consigna materna, desde entonces, las fechas y los rostros la acompañan a todas partes: ¿Cómo olvidar el diciembre de 1942 cuando su padre fue aprehendido en la calle y enviado a Auschwitz? ¿Cómo olvidar a Madame Carone, la Portiere que delató por dinero o por odio- a la familia Gelman el 15 de julio de 1942?
¿Cómo olvidar al Doctor Kelnet, que atendió a Simone, la pequeña judía a pesar de la estrella de David atada a su destino, criatura desarticulada de su hogar y del jardín de niños, donde su madre -dos oficiales franceses a su vera, sus cancerberos-corrió a buscarla el día de la delación, del inicio del infortunio?
Madame Gellman, modista de alta costura del Atellier de Jack Fatt, ya en el comisariado-antesala del fatal Velódromo de Invierno, sinónimo de razia de niños capturados en plena calle, de muerte, de solución final-tras pretextar una visita al baño, huyó por la ventana .Y de ahí a la fuga con Simone y Maurice prendidos a su mano de viuda de tan sólo veintiocho años.
Tres boletos y un tren poblado, en su mayoría, por colaboracionistas, mezclados con miembros de la resistencia y una estrategia frente a la Gestapo: ocupar el techo del ferrocarril en marcha, o la parte trasera o las escaleras o el cuarto de baño. “El fuera de servicio” bastó para que Madame Gellman y sus hijos se resguardaran por cinco horas. Simone tenía miedo, tenía hambre, tenía fiebre. Eran sus amígdalas. En Breve aparece el doctor Kelnet y su bisturí y la cirugía sin anestesia,
Maurice y su madre, cada uno vela en mano, alumbraron el tenebroso sótano, la miseria de la familia, la de Francia, la de toda Europa.
Y ahora el espejismo de la zona libre, Bordeaux y Daxz, el río y la libertad. Sin embargo fueron descubiertos por los alemanes y otra vez a la fuga. Llegaron milagrosamente a un pueblo.
Todo parecía resuelto. Y de pronto, la realidad: se debían registrar. Sí, en la zona libre estaba Petin confabulado con los nazis, en sólo dos meses debían partir. El invierno arreciaba, Madame Gellman cosía y se ganaba el sustento. El cuerpo friolento de Simone se cubría de costras, de infamia. Luego, la huida por los Pirineos, de estación en estación,
Madame Gellman, aguja en mano, y con la sangre fría de siempre. De noche se escondían…
Grenoble, los Alpes, rostros de italianos sustituidos por rostros de alemanes. Montbonot: unos campesinos cuidan de Maurice y de Simone; asisten a la escuela, son sus “hijos”. Madame Gellman “trabaja” en la resistencia. Simone recuerda una anécdota: “Hacía la tarea sobre un pizarrón roto, de pronto aparecen dos alemanes. Me sobresaltó, es el fin. Uno de ellos se acerca, saca del cinturón tela de ciba, repara el desperfecto. Respiro”
“Que no sepan tu nombre; que no sepan que eres judía”, advierte la madre a su hija. La consigna para Maurice era no dejarse bajar los pantalones. Y ahora una nueva estrategia cuando los campesinos se niegan a ocuparse de los niños: el bautismo.
Simone y Maurice, son cristianos gracias al agua bendita y a su amable padrino Ivonne y a la desesperación materna que olvida que una nueva fe de bautismo no representa garantía alguna. Y de nuevo la huida y una parada en Velcore, en una plaza cerca de una iglesia; el populacho se inflama frente a la visión de un niño judío crucificado, pendiente de una cruz.
-Te llamas Neville-recalca Madame Gellman a su hija cristiana a la que condujo a un convento, mientras la aleccionaba para no llamar la atención; Maurice fue llevado a un monasterio.
Bajo el cuidado de las monjas aprendió el Padrenuestro y a resguardarse en un sótano en caso de peligro. Su escondite: tras el carbón. Ella prefería el canasto de manzanas. Las contaba, una a una para no morir de miedo y no pensar en el niño muerto en la cruz. Y marcaba con tiza a la última manzana del febril conteo. Hasta que llegó el día de la liberación: era un día luminoso, de nubes blancas en el cielo.
-Cest finni-exclamó Madame Gellman-Ahora no más Neville.
Si antes Simone Neville no existía en la lista del racionamiento y, por lo tanto las monjas no le daban chocolate, ahora Simonne Gellman debía poner punto final al incomprensible y doloroso juego. ¿Su trofeo? Odiaba a su madre, se odiaba a sí misma por una culpa que no acabaría de asimilar.
Han pasado cincuenta años: Simonne Gellman, la judía, ha vuelto a sus raíces y vive en México; Maurice, lejos del judaísmo, en Francia. Su madre en la Costa Azul donde recuerda su tragedia.
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