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viernes 22 de noviembre de 2024

La vida en tiempos de guerra

BRET STEPHENS

A medida que los ataques terroristas se vuelven más comunes, se desvanece la tolerancia del público hacia las piedades liberales.

Mucho después de regresar a Estados Unidos, después de vivir en Jerusalem, me quedé pensando en los objetivos blandos. El tren suburbano en hora pico que me llevaba desde Westchester a Grand Central. La cola serpenteante fuera del puesto de control de seguridad en el Aeropuerto. Las multitudes de teatros cerca de Times Square.

Todos estos lugares eran vulnerables y la mayoría de ellos no estaban defendidos. Me preguntaba, ¿por qué no están siendo atacados?

Esto fue a fines del 2004, cuando Jack Bauer era un héroe estadounidense y los recuerdos del 11/S estaban vívidos. Sin embargo, los amigos que estaban nerviosos por abordar un vuelo parecían indiferentes a amenazas mucho más posibles. Tal vez esperaban que el siguiente ataque sería en la misma gran escala del 11/S. Tal vez pensaban que los perpetradores serían super-villanos en el molde de Osama bin Laden, no vendedores de pollo frito como Ahmad Khan Rahimi, el supuesto atacante de la calle 23.

La vida en Israel me había enseñado en forma diferente. Entre enero del 2002, cuando me mudé al país, y octubre del 2004, cuando partí, hubo 85 ataques suicidas que se cobraron las vidas de 543 israelíes. Los ataques palestinos con armas de fuego se cobraron cientos de víctimas adicionales. En un país pequeño significaba que casi todos conocían a una de esas víctimas, o conocían a alguien que las conocía.

Hasta este día los ataques con bombas son hitos en mi vida. Marzo del 2002: Cafe Moment, justo en la calle de mi departamento, donde mi futura esposa había arreglado para reunirse con una amiga que canceló a último minuto. Once muertos. Septiembre del 2003: Cafe Hillel, otro frecuentado del barrio, donde fueron asesinadas siete personas, incluidos Nava Applebaum de 20 años de edad y su padre, David, en la víspera de su boda. Enero del 2004: Autobús No. 19 en la calle Gaza, el que presencié de cerca antes que llegaran las ambulancias. Otros 11 muertos y 13 heridos de gravedad, incluido el periodista Erik Schechter del Jerusalem Post.

Vivir en esas circunstancias tenía una extraña cualidad dicotómica. Las cosas estaban absolutamente bien hasta que no lo estaban en absoluto. Los recuerdos de los ataques con bombas se mezclan con otros recuerdos: trotes alrededor de los muros de la ciudad vieja, salidas de fin de semana a la playa, la rutina diaria de editar un diario. La sensación de normalidad era conseguida a través de un esfuerzo de la voluntad y un toque de fatalismo.

Pasado un cierto punto, temer por tu propia seguridad se vuelve agotador. Tú renuncias a ello.

Pero no fue solo el ajuste psicológico lo que hizo habitable la vida. Los israelíes retrocedían después de cada bombardeo, lloraban a cada víctima, luego se recogían. El Cafe Moment reabrió semanas después de ser destruido. El ejército y la policía no podían proporcionar seguridad constante, así que todo restorán y supermercado contrató un guardia armado, todo centro comercial y hotel estableció detectores de metal, y la gente salió.

Bastantes ataques fueron detenidos por civiles israelíes solitarios que impidieron masacres a través del recurso de una pistola de mano.

En cuanto al gobierno israelí, después de mucha vacilación hizo lo que se supone que hagan los gobiernos: luchó. En abril del 2002 el entonces Primer Ministro Ariel Sharon envió tanques israelíes a Jenin, Belén y todo otro nido de terror palestino. El atrapó a Yasser Arafat en su pequeño palacio en Ramala. Él ordenó la muerte de los líderes de Hamas en Gaza.

Todo esto se hizo en los dientes de la abrumadora condena internacional y la desaprobación de los expertos que insistieron en que sólo una “solución política” podía romper el “ciclo de violencia.” En su lugar, el ejército israelí rompió ese ciclo construyendo un muro y paralizando la capacidad de los palestinos de perpetrar violencia. En el año 2002 hubo 47 ataques con bomba. En el 2007 el número había bajado a uno.

¿Cuál es la lección aquí para los estadounidenses? Los ataques terroristas de este último fin de semana tienen al menos dos. Una es que hay un beneficio para una sociedad que permite que adultos competentes y responsables lleven armas, como el oficial de policía fuera de servicio que disparó al yihadista que portaba un cuchillo en St. Cloud, Minn. Otra es que hay un beneficio igual en los métodos de vigilancia que permitieron a la policía en New York y New Jersey identificar rápidamente y arrestar a Rahimi antes que su festival de bombas quitara alguna vida.

Estas son lecciones que la izquierda política en este país no quiere escuchar, para que no desestabilicen convicciones establecidas de que las armas sólo pueden causar violencia, no detenerla, y que la seguridad es la antítesis de, no una precondición para, la libertad civil.

Pero escucharlas, las van a escuchar. El eclipse de al Qaeda por parte del Estado Islámico significa que la amenaza terrorista está evolucionando de ataques espectaculares planificados en forma elaborada tales como el 11/S o los ataques con bombas al tren de Madrid del 2004 a orgías de sangre improvisadas y ejecutadas en forma apresurada, del tipo que vimos este año en Niza y Orlando. A medida que los ataques se vuelven más frecuentes y más cercanos a la vida diaria, la tolerancia del público hacia las piedades liberales se desvanecerá. No menos importante entre las víctimas de la intifada palestina estuvo la izquierda israelí.

Vivir en Israel en esos años abarrotados me enseñó que la gente libre no se acobarda fácilmente por el terrorismo, y que los yihadistas no son rivales para una democracia que tiene determinación. Pero también me enseñó que las democracias raramente reúnen sus reservas totales de determinación hasta que han sido ensangrentadas demasiadas veces.

Fuente: The Wall Street Journal
Traducido por Marcela Lubczanski para Enlace Judío México

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