YOSSI VERTER
En su último año como presidente de Israel, e incluso antes, Shimon Peres comenzó a crear nuevos caminos para lograr un acuerdo final con los palestinos. Un proyecto sin esperanza, pero al menos le dio algo que hacer. Con el debido secretismo, le reveló a sus interlocutores los principios del modelo que estaba discutiendo con los estadounidenses, jordanos y palestinos. Ellos lo escuchaban con reverencia, respeto y asombro por ser una leyenda viviente, el último de los titanes de la política israelí. ¿De qué diablos está hablando? Se preguntaban, mientras abandonaban el estudio presidencial, obligados a guardar secreto.
Para bien o para mal, Peres era incansable. El insulto de “subvertidor” que Isaac Rabin lanzó en su contra en su autobiografía de 1979 lo acompañó durante décadas, una mancha indeleble. La lucha implacable era un rasgo central de su carácter. En todo momento, se esforzó por llegar al poder, influir, desempeñar importantes posiciones. Ningún título fue demasiado pequeño para él. Nunca para sí mismo, sino como ha insistido incansablemente, por la paz.
La muerte de Shimon Peres es definitivamente el final de una era. El último de los padres fundadores de Israel, activo en el ámbito público y del mundo, abandonó el escenario. Su contribución se refleja a través de los años y las generaciones, rara vez ausente por enfermedad y aún menos por vacaciones. Para él, las vacaciones eran un castigo, el aburrimiento era la muerte. Su hambre por la innovación, la ciencia y la tecnología fue infinita.
Llegó a la cima de su carrera a los 84 años, cuando fue elegido presidente en 2007, y se convirtió en el padre de la nación. El odio, el desprecio y la burla de los años en los que se revolcaba en el lodo de la política local dieron paso a la estima, el aprecio, e incluso el amor. De pronto, el público israelí descubrió que “nuestro Shimon”, como lo llamaba Ariel Sharon, era nada menos que un monumento israelí cuya reputación le precedió en todos los rincones del globo. Gobernantes, presidentes, monarcas se abnegaron ante él.
En sus siete años como presidente, la mayoría de los cuales fueron paralelos al mandato del primer ministro Netanyahu, Peres fue el instrumento estratégico de Israel en la comunidad internacional. Es considerado como la voz sensata y moderada de un país que se desplaza a la derecha conforme se desvanece la perspectiva de una solución política. Se enfadó cuando fue acusado de aprovechar su reputación para beneficio de un primer ministro que lo engañó con promesas vacías. “Yo trabajo para el Estado; Bibi aún no es el Estado,” respondió.
Durante los dos años que sirvió como primer ministro en un gobierno de unidad, entre 1984 y 1986, lanzó un plan económico que salvó a Israel del desastre, y supervisó, junto con el ministro de Defensa Rabin, el primer retiro de las Fuerzas de Defensa de Israel del interior del Líbano. Sus socios del Likud en el gobierno se opusieron a ambos movimientos e intentaron obstaculizarlos. Teniendo en cuenta el poco tiempo que sirvió como primer mandatario y las difíciles condiciones políticas que enfrentó, es justo decir que fue uno de nuestros mejores líderes. Su enorme contribución a la defensa del país, más importante que la de los generales que lo despreciaron, tuvo lugar en sus años de juventud, cuando asesoró a su mentor y guía David Ben-Gurion para el establecimiento de las industrias militares del joven Estado, así como del reactor nuclear en Dimona.
Su gran sueño era hacer la paz con los palestinos, pero se hizo más distante y débil a medida que envejecía. Peres se puede comparar con Sísifo en la mitología griega – condenado a rodar una roca cuesta arriba sin que llegue a la cima.
La paz con Egipto se logró con Menachem Begin; la paz con Jordania se le atribuye a Rabin. Los asentamientos israelíes en la Franja de Gaza fueron retirados por Sharon. Peres esperaba y soñaba que su nombre estaría asociado con un acuerdo final con los palestinos. Pero a través de los años, la realidad sobre el terreno hizo que este sueño se volviera cada vez más imposible. Peres concluyó su carrera pública en un momento en que la situación entre Israel y los palestinos es deprimente y en el que ambos pueblos están más cerca de una nueva confrontación que de un acuerdo.
Él nunca rechazó los acuerdos de Oslo, que por coincidencia fue firmado el 13 de septiembre de 1993, 23 años y un día después, Peres se derrumbó en el Centro Médico Sheba. Sus críticos de derecha, quienes consideran que el acuerdo es la fuente de todos los problemas de Israel, nunca han propuesto una alternativa, fuera de seguir en la misma situación.
Probablemente ninguna otra figura pública en la historia de Israel soportó más difamación que Peres. Aunque se le consideraba un político profesional, siempre había algo torpe en él. Pese a todas las batallas y los trucos más o menos sucios en los que se vio involucrado, a veces con éxito, o sin él, de alguna manera parecía incapaz de encontrar la manera de navegar por las trincheras de la política israelí.
Lo acompañaba siempre un aire de frustración e irritación. Incluso en la cúspide de su éxito, cuando disfrutaba de un índice de popularidad del 85 por ciento como presidente, podía fácilmente arrastrarse a la amargura por acontecimientos pasados y antiguos rivales. Siempre proyectó la sensación de que si tan sólo hubiese ganado una victoria electoral plena y completa y habría servido un período completo como primer ministro, todo hubiese sido diferente.
Nadie merece terminar su vida indefenso, vaciado, dependiente de la merced de otros. Principalmente Shimon Peres, que en su vida nunca descansó ni un minuto.
Fuente: Haaretz
Traducción: Esti Peled
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