IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – A menudo se insiste en que “los judíos somos el pueblo que siempre ha esperado al Mesías”. No es una afirmación exacta. En realidad, nuestros paradigmas mesiánicos han evolucionado mucho a lo largo de la Historia.
Los conceptos mesianistas básicos surgieron como parte del proceso mediante el cual uno de los antiguos clanes Hebreos se convirtió en una nación en forma, con una sociedad sedentaria y organizada y, por lo tanto, con prácticas religiosas centralizadas alrededor de una dinastía sacerdotal, así como una estructura política monárquica bien definida.
La primera referencia que se hace a un “mesías” o “ungido” está en Éxodo 29:7, y se refiere a Aarón, el hermano de Moisés, que debía recibir una unción con un aceite especial (descrito en Éxodo 30:23-25) para convertirse en el primer Sumo Sacerdote de Israel.
La segunda referencia similar, aunque orientada hacia las estructuras políticas, se hace en relación a Saúl, ungido como primer rey de Israel por el profeta Samuel (I Samuel 10:1), y se repite en los casos de David y Salomón (I Samuel 16:13 y I Reyes 1:39).
Esto definió, desde ese momento y para siempre, la base de los paradigmas mesianistas del pueblo de Israel.
Lo que poca gente sabe es que dichos paradigmas se basan en la definida y específica noción de que debe haber dos mesías: uno vinculado con el poder político y otro vinculado con el poder religioso. Y se les llama “mesías” (literalmente, “ungidos”) porque para acceder al cargo que debían ejercer tenían que recibir una unción con el aceite especial ya mencionado.
No era una práctica exclusiva del antiguo Israel: en realidad, todas las culturas circundantes de la época usaron exactamente ese mismo protocolo de entrega del poder. La unción con aceite en la antigüedad mesopotámica significó exactamente lo mismo que la ceremonia de coronación en la Edad Media Europea, o la entrega de una constancia de mayoría de votos en las democracias contemporáneas. En resumen, era el protocolo mediante el cual se reconocía al legítimo portador del poder, ya fuese el político (rey) o el religioso (Sumo Sacerdote).
Dicha noción no significaba “la espera de un mesías” o “de un redentor”. En realidad, desde su institucionalización oficial y hasta el ao 587 AEC, los dos mesías del antiguo Israel siempre estuvieron allí, ejerciendo sus oficios (mal o bien; lo mesiánico no tiene nada que ver con magia; es, simplemente, el ejercicio legítimo del poder).
Todos los textos bíblicos escritos antes del año 587 AEC y que se pueden considerar “mesiánicos”, reflejan esa realidad: no hablan de una espera a futuro, sino de un poder que se está ejerciendo en ese momento.
Por ejemplo, Isaías 9:6. Muchos han querido ver en ese versículo el anuncio del “futuro nacimiento del Mesías”, pero es imposible que se trate de eso. ¿Por qué? Porque en realidad habla de un niño que, en ese momento en el que escribe el profeta, ya nación: “Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado…”. No es una predicción. Es el anuncio del nacimiento del príncipe que, eventualmente, habría de heredar el trono del Reino de Judá.
El primer germen de la idea de “esperar” definible como “mesianista” en el antiguo Israel lo encontramos en Isaías 11. El contexto histórico es muy claro: la devastación del Reino de Samaria (el reino israelita del norte) por los asirios provocó una gran cantidad de exiliados que, a partir de ese momento, fueron llevados a vivir a diversos lugares dominados por los asirios, desde Egipto hasta las fronteras con Armenia o Irán. Isaías 11 nos habla de un tema muy específico: la futura llegada de un príncipe del linaje de David (se le llama “el retoño”) bajo cuya dirección los exiliados del Reino del Norte se reconciliarían con los israelitas del Reino del Sur: “Y levantará pendón a las naciones, y juntará a los desterrados de Israel, y reunirá los esparcidos de Judá de los cuatro confines de la tierra. Y se disipará la envidia de Efraim y los enemigos de Judá serán destruidos. Efraim no tendrá envidia de Judá, ni Judá afligirá a Efraim” (Isaías 11:12-13).
Lo curioso, y pocos estudiosos de la Biblia se percatan, es que según el profeta Zacarías esta profecía ya está cumplida. En los capítulos 4 y 6 de su libro, es muy preciso al identificar a Zerubabel como “el retoño” del linaje de David. Zerubabel, de la dinastía real de Judá, fue nombrado exiliarca por Ciro el Grande, y eso significa que todos los israelitas quedaron bajo su autoridad, sin importar si regresaban a vivir a Judea o permanecían viviendo en otras provincias. Por decirlo de cierto modo, su cargo era algo así como “responsable de todos los israelitas del imperio”. Lo interesante es que los dominios de Ciro abarcaban por completo lo que antiguamente habían sido los imperios asirio y babilónico, por lo que la abrumadora mayoría de los exiliados del Reino de Samaria quedaron bajo el dominio persa y, por lo tanto, bajo la tutela administrativa de Zerubabel.
Toda esta situación especial fue consecuencia directa de que en el año 587 AEC, los babilonios conquistaron y destruyeron el Reino de Judá (el reino israelita del sur), y con ello los Sumos Sacerdotes y los reyes de los linajes de Aarón y David, respectivamente, dejaron de ejercer sus funciones. La consecuencia lógica fue que desde entonces (siglo VI AEC) apareció la expectativa de que “algún día se restaurarían los dos linajes” legitimados por las Escrituras Hebreas para ejercer el poder.
Así fue apenas como surgió una espera relacionada con el tema mesiánico. Pero nótese: dicha espera no surge de lo que enseña el texto bíblico, sino de una coyuntura histórica muy precisa.
El Sumo Sacerdocio regresó al ejercicio de sus funciones a partir del año 539 AEC, cuando Ciro el Persa permitió la reconstrucción de Judea, Jerusalén y el Templo; en contraste, el trono de David no se restauró (hasta la fecha). Lo más que recuperaron sus descendientes fue el cargo de exiliarca, y según la tradición judía este se mantuvo ininterrumpido durante casi mil años. Sin embargo, el hecho de que Judea permaneciese como reino dominado por los Imperios Medo-Persa, Macedónico y Sirio Seléucida hasta el año 158, provocó que la expectitativa de restauración se exacerbara. Debido a que el Sumo Sacerdocio sí había recuperado sus funciones, esta fue la etapa en la que los anhelos de restauración “mesiánica” se centraron exclusivamente en el linaje de David.
Sin embargo, la literatura judía de esta época demuestra contundentemente que se mantuvo el paradigma de dos mesías. Los textos apocalípticos lo demuestran. Este tipo de literatura fue la más interesada en el tema mesiánico, y los Rollos del Mar Muerto nos han permitido reconstruir el desarrollo de esta ideología desde el siglo III AEC –por lo menos– hasta el siglo I EC. En ellos, las expectativas mesiánicas siempre giran en torno a dos mesías, identificados como “el mesías de Aarón” (es decir, el Sumo Sacerdote) y “el mesías de David” (es decir, el rey).
Entre los años 158 y 63 AEC, el antiguo Reino de Judea recuperó su independencia. Eso significa que hubo un Sumo Sacerdote y un rey en funciones, pero sucedió algo inaceptable para los sectores más tradicionalistas: fue una misma familia la que acaparó los dos poderes.
Después de la Guerra Macabea (167-158 AEC), la familia de los Jashmonaim o Hasmoneos impuso su dominio político y religioso en Judea. Eran de la Casta Sacerdotal, pero no descendientes de Onías III, el “último Sumo Sacerdote legítimo”, que había sido depuesto por el rey sirio Antíoco IV Epífanes.
Por ello, fueron rechazado por los sectores tradicionalistas, que consideraron que eran Sumos Sacerdotes ilegítimos. Pero además los Hasmoneos se apropiaron del trono. Al no ser del linaje de David, también recibieron el rechazo político de esos mismos tradicionalistas.
En el año 63 AEC Judea pasó a ser una provincia romana. Otra vez sometidos a un Imperio, la situación empeoró en el año 40 AEC cuando, debido a la inestabilidad interna en el reino judío, Roma tomó la decisión de designar a sus gobernantes, nombrando rey etnarca a Herodes el Grande, un idumeo. Desde entonces, Herodes –siempre a expensas del aval de Roma– fue quien designó a los Sumos Sacerdotes, quitándolos y poniéndolos a placer. Tras la muerte de Herodes, esta situación se mantuvo hasta que estalló la primera revuelta anti-romana en el año 66.
En esencia, todos los sectores judíos consideraron que el ejercicio del poder religioso y político era completamente ilegítimo. Por lo tanto, se exacerbaron las ansias de “redención” en toda la sociedad, si bien las expectativas eran diferentes dependiendo de cada grupo.
Esta fue la época en la que se elaboraron la mayoría de los documentos apocalípticos que hoy conocemos como Rollos del Mar Muerto, y sus autores fueron los más interesados en el tema mesiánico. Como ya se dijo, esperaban la restauración de las dos instituciones mesiánicas (el trono de David y el Sumo Sacerdocio) en sus condiciones legítimas y correctas, y por ello siempre hablaron de dos mesías.
Las revueltas anti-romanas entre los años 66 y 135 EC dejaron al antiguo Reino de Judea en la desolación total. Jerusalén fue destruida, el Templo reducido a escombros, y los judíos nos convertimos en una nación exiliada durante los siguientes 18 siglos. En esa situación, resulta lógico que las expectativas de redención “mesiánica” se desarrollaran como nunca antes lo habían hecho. Lo curioso es que se mantuvo el paradigma de dos mesías.
Los judíos de tendencia apocalíptica prácticamente se extinguieron en la primera guerra judeo-romana. A partir del año 73, no tenemos más producción de libros de este tipo en el Judaísmo. Luego, vino todo un siglo de reorganización de la religión judía, y con la aparición de la Mishná (primera parte del Talmud) en el año 200, podemos decir que se consolidó la era del Judaísmo Rabínico.
En el siglo III y ya como parte de la Guemará (segunda parte del Talmud), aparecieron algunos textos especulativos en los que se volvió a hablar de dos mesías, aunque bajo un paradigma distinto al anterior. Ya no se trataba de la contraposición entre el mesías político (o “mesías de David”) y el mesías religioso (o “mesías de Aarón), sino entre el mesías triunfante y el mesías mártir. En los textos rabínicos se les llamó “mesías hijo de David” (Mashiaj ben David) y “mesías hijo de Yosef” (Mashiaj ben Yosef).
¿De dónde surgió la idea de un mesías mártir vinculado con la tribu de Efraim (hijo de Yosef)?
De otra experiencia histórica: en el año 132 comenzó el último levantamiento judío anti-romano, y al frente estuvo Simeón bar Kojba, un brillante estratega militar que puso en jaque a las legiones romanas. La primera legión que recibió la ecomienda de aplastar la rebelión fue rotundamente derrotada; la segunda, absolutamente exterminada. Bar Kojba logró que durante casi dos años Judea se independizara de Roma, e incluso se acuñaron monedas celebrando la liberación.
Naturalmente, mucha gente creyó con todo su corazón que Bar Kojba habría de traer la restauración del trono de David en una Judea libre y poderosa.
Pero el cálculo falló: el emperador Adriano movilizó a la mitad de sus tropas (seis legiones completas), y al final la lógica se impuso. Bar Kojba fue derrotado y muerto en batalla en el año 135, y con ello murieron las expectativas de liberación del pueblo judío.
En realidad, este fue el gran trauma histórico del pueblo judío. Unos 65 años antes la destrucción del Templo de Jerusalén había representado un duro golpe al espíritu judío, pero con Bar Kojba renació la esperanza de que pronto sería reconstruido. En cambio, ahora no quedó más esperanza que alimentar, sino la resignación de que los judíos seríamos un pueblo apátrida durante mucho tiempo.
Ese fue el contexto donde apareció el primer documento judío que habla de un mesías mártir. Se trata del targum (traducción libre al arameo) del capítulo 53 de Isaías, integrado posteriormente al llamado Targum Jonatán, versión aramea de la sección de los profetas de la Biblia Hebrea.
En el Targum de Isaías 53 se reescribió por completo lo que originalmente dijo el profeta. En ese capítulo se habla de los pacientes sufrimientos de una persona enferma que finalmente muere, pero renace para ver una nueva descendencia. El contexto de ese pasaje nos deja en claro que es una bella parábola que se refiere a la nación de Israel, destruida, enferma y finalmente “muerta” como consecuencia de la invasión babilónica, pero que renace para restaurarse y volver a ser una nación próspera y llena de vida.
El autor del Targum lo alteró todo: repentinamente, el texto se convirtió en una descripción de Bar Kojba. En vez de un apacible hombre enfermo que muere lentamente, en el Targum se nos habla de un imponente guerrero que ha caído en crisis. En vez de una resurrección plena de ese hombre enfermo, el Targum nos habla de ese guerrero que se levanta de sus desgracias para destruir a sus enemigos.
No cabe duda que el autor estaba proyectando sus expectativas en relación a Bar Kojba, y es probable que esta bizarra traducción de Isaías 53 se haya elaborado en los momentos en que Bar Kojba ya estaba casi derrotado, pero todavía se tenía la esperanza de que D-os le daría un victoria milagrosa sobre los romanos.
Como bien se sabe, dicha victoria no llegó. En consecuencia, se consolidó la idea de que un líder judío o “mesías” también podía ser derrotado, y con el paso de un siglo se fue definiendo un nuevo paradigma que culminó en lo que ya hemos referido como el Mashiaj ben Yosef, el mesías que muere para rescatar a los judíos de la opresión de sus enemigos.
Ya en el siglo III, la idea quedó completa: al fin de los tiempos, y cuando Israel sea otra vez rodeada por sus enmigos, aparecerá un líder, descendiente de la Tribu de Efraim, que se enfrentará contra el rey de los enemigos de Israel (llamado Armilus en las tradiciones rabínicas). Este líder guerrero derrotará a las tropas enemigas, pero morirá en batalla. Tal y como lo predice Zacarías 12, todo el pueblo judío hará una gran lamentación por él. Entonces, el Mesías de David, al ver muerto al Mesías de Yosef, le pedirá a D-os protección para guiar al pueblo judío en la victoria definitiva, y así será. Tras la muerte del Mesías de Yosef, el Mesías de David logrará la restauración definitiva de Israel.
En la actualidad, prácticamente ningún judío cree en esto. Simplemente, lo vemos como una proyección de las expectativas que empezaron a desarrollar nuestros ancestros después del trauma que singificó la derrota de Bar Kojba.
Pero no nada más es eso: en realidad, también es una hermosa parábola sobre los dos liderazgos que necesitaba el pueblo judío en sus momentos de mayora angustia. El Mesías de Yosef –príncipe que muere para salvar a los judíos de sus enemigos– nos habla de lo terrible que es la guerra. Es un arquetipo, no una persona, y se ha encarnado en todos los judíos que han plantado resistencia contra quienes nos han querido exterminar, desde Bar Kojba hasta Mordejai Anielevich, el líder del levantamiento del Ghetto de Varsovia.
Por su parte, el Mesías de David representa el orden institucional que surge de las cenizas de la batalla. No es el gran guerrero, sino el gran estadista. Completa el trabajo del guerrero mártir. Al igual que en el caso anterior, se trata más de un arquetipo que de una persona: de la tragedia que es la guerra, representa a aquel o aquellos judíos que, tras derrotar a los enemigos, se dedican a construir una nueva realidad para todo Israel, porque su verdadera lucha está en la política, no en el ejército.
El gran guerrero y el gran estadista.
Justo lo que representaron, en los últimos años, Ariel Sharón y Shimón Peres. Dos personalidades opuestas, pero complementarias. Adscritos a difrentes ideologías políticas –Sharón fue un activo miembro de la derecha israelí; Peres, de la izquierda–, pero siempre al servicio del pueblo judío. Siempre luchando por mantener libre y seguro a su popia gente.
Sharón murió en enero de 2014, hace casi tres años. Peres acaba de morir ayer.
Con ellos ha muerto la generación que liberó a Israel en 1948. Eran los últimos dos líderes –militar y político– que tomaron participación activa desde la Guerra de Independencia, y luego en todos y cada uno de los conflictos de la nueva nación judía, tanto en el campo de batalla como en el estrado del estadista.
Se ha ido toda una época. El Estado Judío ahora es plenamente adulto, pues su seguridad militar y política está en manos de quienes ya nacieron allí después de la independencia.
Shimón Peres muere en el momento en que el pueblo judío es más fuerte en toda su Historia. Jamás habíamos tenido nuestro destino bajo nuestro propio control, de una manera tan clara y contundente como hoy.
A miles o a cientos de años de distancia, en el alma de cada uno de nosotros y en nuestra memoria histórica, el Sumo Sacerdote Aarón, el profeta Samuel, el rey David, Isaías, Zerubabel, Yehudá Hamakabi, Simeón bar Kojba, los mártires de Masada, las víctimas de la Inquisición, seis millones de almas sacrificadas durante los horrores del Nazismo, y todos aquellos judíos que soñaron con la redención, pueden levantarse este día para recibir al último grande de nuestros héroes modernos.
Una persona que nació cuando todavía no teníamos nada, salvo nuestros sueños. Una persona que arriesgó su vida para lograr nuestra independencia. Una persona que siempre estuvo al servicio de su gente para hacer de Israel la formidable realidad que es hoy en día. Una leyenda viviente, sin ir más lejos.
Honorable en su vida, honorable en su muerte. Podemos cerrar la página de su biografía con frases bíblicas: y murió Shimón Peres llenó de días y fue reunido a su pueblo.
Qué grandeza la de este tipo de personas, que aún después de muertas seguirán irradiando luz para que sepamos por dónde caminar.
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