ARI SHAVIT
Es cierto, fundó la Industria Aeronáutica de Israel (1953), tomó la decisión acerca de la Operación Entebbe (1976), salvó a Israel de la hiperinflación (1985) y sacó al ejército de la mayor parte del Líbano (1985). Intentó el acuerdo de Londres (1987) lideró el proceso de Oslo (1993), y logró transformarse de un político controvertido a un presidente querido por todos (2007).
Sin embargo, la verdadera contribución de Shimon Peres al Estado judío fue su increíble labor en París a mediados de la década de 1950 que llevó a la construcción del reactor nuclear en Dimona.
El aprendiz de David Ben Gurion estableció una red de seguridad estratégica que aseguró la existencia de Israel. Contra todas las adversidades, el kibbutznik de 34 años de edad, erigió sobre nosotros la invisible cúpula de cristal que nos permite llevar una vida casi cuerda en esta región demente.
Pero Peres nunca fue realmente un kibbutznik. Era un joven de la diáspora judía que llegó de Europa oriental antes del desastre para asentarse en la Aldea Juvenil Ben Shemen y toda su vida intentó convertirse en israelí. Era el nieto amado del abuelo que pereció en el Holocausto, y toda su vida trató de huir del pasado hacia el futuro.
Es por eso que estaba tan dedicado al mañana. Siempre fue tenazmente esperanzador. Es por eso que no podía soportar problemas; buscaba soluciones. Siempre estaba en camino a la siguiente computadora, el próximo auto, el siguiente misil o la próxima nano tecnología que socorrería a un pequeño pueblo aislado y perseguido. Siempre fue un judío, que hizo todo lo que hizo como judío, en nombre del pueblo judío.
Pero a diferencia de otros que le sucedieron en el poder, siempre supo que ser judío también significa ser universal y moral; estar en el lado correcto y brillante de la historia.
En el último año, me pidió escribir un libro juntos. Peres sabía que los muchos libros que había escrito no habían logrado capturar el drama incomprensible de sus 93 años. Antes de que fuese demasiado tarde, quería poner un último libro en el estante que contase la historia de su vida y la de Israel.
Desafortunadamente, el libro nunca se escribió. Pero su historia es nuestra historia; el descenso a la playa de la promesa barrida por el sol, el intento de creer en la utopía y lograrlo.
Luego hubo que hacer frente a la realidad del conflicto. La labor, junto con Ben Gurión, de armar el Estado antes de su creación, y su fortalecimiento tras su establecimiento. La comprensión que nuestras vidas dependen de una combinación de destreza militar, alta tecnología y legitimidad internacional. El conocimiento de que siempre debemos equilibrar nuestra fuerza con la defensa de la justicia.
Allí estaba su sofisticación, maniobrabilidad y astucia. Su capacidad de mirar a los cielos aunque nuestros pies estén en el lodo.
Entonces, cuando tenía 70 años, surgió el conmovedor intento de llevar la tragedia palestina-israelí a un final feliz – y su fracaso; su colapso ante el nacionalismo mesiánico.
Pero no se dio por vencido. Era perseverante, ingenioso y hábil. Tenía una pasión por la vida y amaba la vida. Tenía una gran vitalidad y la creencia casi religiosa de una persona secular que a pesar de todo, podemos hacer de lo imposible algo posible.
Shimon Peres no era un santo. Tenía muchas debilidades como cualquier ser humano, una hambre infinita de amor, una necesidad de encantar y dejarse encantar. Pero era un hombre fuerte que luchaba por lo que era suyo y nuestro.
Se levantaba tras cada caída, recuperándose después de cada golpe para seguir adelante. Era un verdadero patriota que estaba dispuesto a meter la mano en el lodo para sacar algo de diamante.
Y él fue el último de ellos. El último de los líderes sionistas que vivieron personalmente todas las fases de la revolución sionista. El último de los líderes israelíes que participaron en el establecimiento del Estado. El último de los gigantes judíos que construyeron el tercer templo con sus propias manos.
Fuente: Haaretz
Traducción: Esti Peled
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