LÁSZLÓ ERDÉLYI
La figura misteriosa y heroica del resistente francés contra el nazismo está rodeada de mitos, muchos de ellos falsos. La nueva Historia, basada en testimonios (algunos de uruguayos), ayuda a darle estatura humana a la epopeya.
El testimonio más conmovedor de “La niña que miraba los trenes partir”, de Ruperto Long, es el de la niña Charlotte, hoy residente en Uruguay. Ella recuerda su experiencia como niña judía que debió huir con su familia de Bélgica a Francia para evitar la deportación a los campos de exterminio. Luego los alemanes entraron a Francia y allí sobrevivieron durante años escondiéndose de las SS y la Gestapo. Recibieron la ayuda de muchos franceses no judíos. Es, por tanto, un canto a la humanidad, un gesto de solidaridad ecuménica en medio de la barbarie, pero que apenas muestra el complejo contexto social y político que existía en la Francia de entonces. Un contexto paradójico, contradictorio, y todavía difícil de aceptar. Gracias al trabajo de historiadores como Robert Gildea y Olivier Wieviorka, entre otros, se sabe que el apoyo de la población francesa a los perseguidos fue amplio —de los mayores de Europa— logrando sabotear parte de las deportaciones, a pesar de los riesgos que implicaba. Fueron campesinos, también católicos (fieles y parte del clero), como calvinistas hugonotes que sabían lo que era ser perseguidos. Pero cuidado con las idealizaciones. Una mayoría de estos justos admiraba y respetaba al Mariscal Pétain, héroe de la Primera Guerra que había pactado con los nazis y gobernaba una Francia títere desde la ciudad de Vichy. Y muchos funcionarios de Pétain —algunos destacados como Pierre Laval— trabajaron en las redadas de judíos para los nazis. No era fácil ser francés y estar orgulloso.
Charles De Gaulle lo sabía. La idea de nación francesa estaba en profunda crisis. Cuando llegó a Londres en 1940 escapando, como tantos, de la ocupación alemana tras una guerra relámpago, no era muy conocido. Entendía que debía reinventar la nación para poder mirar al futuro. La historia luego se sabe. De Gaulle logró ser reconocido como gobierno francés en el exilio, la Francia Libre, unificó a la resistencia francesa interna contra los alemanes, tras la Liberación encabezó el gobierno provisional, fue Presidente y eje central de la reconstrucción que convirtió a Francia en lo que es hoy, una potencia política y económica. Pero lo hizo mintiendo, con mentiras a medias.
LA EXTRAÑA DERROTA.
El título “La extraña derrota”, famoso libro del gran historiador francés Marc Bloch (también resistente capturado y fusilado por los alemanes) deja entrever que la caída de 1940 no se puede explicar solo en términos militares. Los indicios de la profunda crisis política y moral francesa se sentían a gritos. De Gaulle buscó revertir eso construyendo un mito en torno a la resistencia contra el nazismo. Éste tenía tres puntos: primero, que la resistencia en suelo francés fue única y continua desde que De Gaulle hizo el llamado desde Inglaterra hasta que desfiló victorioso por Champs-Élysées; segundo, que una minoría activa de resistentes fue apoyada por la amplia mayoría de la población; y tercero, que los franceses se liberaron a sí mismos con cierta ayuda de los aliados y algunos resistentes extranjeros.
El mito ahora está cuestionado. El historiador francés Olivier Wieviorka y el historiador de Oxford Robert Gildea aportan con sendos libros (The French Resistance y Fighters in the Shadows, ambos de Harvard University Press y sin traducción al español) suficiente munición para desmentir parte de esos mitos. Ambos se apoyan en testimonios y en una abrumadora cantidad de datos.
Por ejemplo el caso de Étienne Achavanne. Días antes de la rendición del ejército francés, el 20 de junio de 1940, este agricultor saboteó las líneas telefónicas que conectaban un aeródromo alemán con Rouen. Por decisión propia, sin orden de nadie, y sin haber escuchado a De Gaulle que dos días antes había lanzado su proclama desde Londres. Era un veterano condecorado de la Primera Guerra. Arrestado, sentenciado a muerte, y ejecutado el 6 de julio, se convirtió en el primer mártir de la resistencia francesa. El primero de miles.
Pasaría bastante tiempo antes de que los resistentes como Étienne tomaran conciencia del papel que jugaba De Gaulle. Que además en Londres no la tenía fácil. Los ingleses lo miraban con desconfianza, y los norteamericanos lo despreciaban. Lanzaba sus proclamas a Francia a través de la BBC pero Churchill sólo le autorizaba cinco minutos al día; llegaba a la radio y se retiraba escoltado por soldados ingleses. No todos los franceses lo querían. Muchos se enlistaron con los ingleses. En 1941 De Gaulle era solo una promesa de liderazgo.
En Francia, a su vez, la cosa estaba complicada. Las actitudes frente al invasor alemán cubrían un amplio espectro. Iban del enojo genuino al colaboracionismo, pasando por amplios sectores que evitaban comprometerse. Entre los primeros había una minoría dispuesta a la acción, en un país que entonces tenía 40 millones. Algunos eligieron la prensa clandestina. Otros la acción militar. Eran grupos flexibles, autónomos, con capacidad de emanciparse y crecer desde el núcleo original de fundadores. No respondían al sistema político o surgían en su contra (excepto los comunistas). Emanaban del mismo seno de la sociedad en total sincronía con ella, evolucionaron con las circunstancias, y evitaron quedar atrapados en sistemas rígidos. “Esa habilidad por adaptarse explica por qué las organizaciones persistieron y prosperaron, a pesar del entorno hostil de la guerra y la ocupación” explica Wieviorka. Algunos grupos se fusionaron y crecieron como el OCM, Combat, o incluso la red del Musée de l’Homme.
Los resistentes cubrían también un espectro ideológico asombroso, por lo amplio. Estaban los guerrilleros del Partido Comunista, una agrupación acomplejada por el pacto entre nazis y soviéticos pero que tras la invasión de Hitler a la Unión Soviética se alineó, siempre alentando a un llamado a la insurrección general contra los alemanes. Algo que De Gaulle temía por el costo de vidas que traería en represalias, y porque en un panorama de insurrección revolucionaria su liderazgo se vería cuestionado.
También estaban los resistentes de extrema derecha como el poderoso grupo Combat, liderado por Henri Frenay, leal a Pétain, nacionalista y antisemita, que no dudaba en lanzar proclamas en sus diarios clandestinos (en 1942 las tiradas de Combat eran de 300 mil) advirtiendo sobre el “problema judío”. Combat, cuya área de acción era el sur vichysta, fue uno de los grupos militarmente más activos contra la ocupación que llegó a integrar en su red a los maquis, al punto que Frenay reclamó ante De Gaulle el liderazgo de toda la resistencia francesa en territorio metropolitano, sin suerte.
Después estaban las células de resistentes anti-gaullistas que siempre sospecharon de De Gaulle, sobre todo grupos integrados por gente de izquierda. La memoria del affaire Dreyfus, ese militar francés de origen judío perseguido por un trasfondo racista a fines del siglo XIX, los llevaba a sospechar de cualquier francés que invocara el “Honor y la Patria” —algo recurrente en las emisiones de la BBC— antes que el lema “Libertad, Igualdad, Fraternidad”. “Para entender a la resistencia en su diversidad” advierte Wieviorka, “debemos comenzar con los individuos antes que con las ideologías, sobre todo porque los mismos fundamentos doctrinales los llevaban a veces a tomar opciones totalmente opuestas, dependiendo de las prioridades políticas y morales de cada persona”.
EL FRACASO DE LOS HISTORIADORES.
La figura misteriosa y heroica del resistente que aún sobrevive sabotea cualquier intento de interpretación. También la curiosidad por saber cuántos tomaron las armas. Se estima que eran unos pocos miles en 1941, pero llegaron a 200 mil en 1944. Cualquier cifra puede ser utilizada por la política francesa actual, donde aún se debaten traiciones y lealtades. En ese sentido los libros de Gildea y Wieviorka y los testimonios uruguayos de La niña que miraba los trenes partir aportan complejidad humana al proceso, con toda su carga de contradicciones.
La resistencia francesa fue la única de toda Europa que al final logró unirse, pero la relación entre De Gaulle y ella siempre fue conflictiva. Por ejemplo el caso Jean Moulin. Enviado desde Londres para unificar a la resistencia en suelo francés, trabajó en la clandestinidad zurciendo con un fino trabajo político un nivel de acuerdos inédito. Debió, en el proceso, domesticar a varios caciques. Pero Moulin es traicionado, arrestado por la Gestapo, y se suicida para no revelar secretos. Ese golpe, como otros, jamás fue superado; la idea de coordinación entre De Gaulle y la resistencia se convirtió para muchos en una quimera. (Moulin sigue siendo polémico; un reciente libro lo revela como agente comunista buscando destruir el mito gaullista.)
Mientras, los resistentes continuaban con sus sabotajes y asesinatos de forma autónoma, y también seguían los arrestos y las traiciones, pues la Gestapo era muy eficiente (tortura o extorsión mediante) a la hora de quebrar lealtades. Era habitual el conflicto entre grupos resistentes como los ocurridos en Midi-Pyrénées, Limousin y Auvergne en 1943. Luego estaban las estrategias de acción que podían tener consecuencias terribles para la población civil a manos de alemanes furiosos, como sucedió con el fallido levantamiento del macizo de Vercors en 1944. Cuando se anuncia el día D, el desembarco en Normandía, todo fue luz y alegría y la amplia mayoría de los resistentes perdió la cautela. Aumentaron las acciones. Más tarde, el mes de junio de 1944 sería conocido como “el mes de los ejecutados” franceses a manos alemanas. “La resistencia fue efectiva cuando estuvo dirigida por líderes determinados pero cautelosos, y cuando sus acciones estaban coordinadas con la estrategia aliada” aclara Wieviorka. En ese sentido, y en los días posteriores al desembarco del 6 de junio de 1944, la inteligencia aliada quedó deleitada con los resistentes que ayudaron a su avance. En realidad la inteligencia británica, sobre todo el SOE creado por Churchill, que sabía el quién es quién de la resistencia en cada pueblo. Los norteamericanos no. (La relación de los soldados estadounidenses con los resistentes queda en evidencia en la muy buena miniserie Band of Brothers, de 2001, dirigida por Steven Spielberg y Tom Hanks: los trataban con sospecha o simple desprecio).
Tanto Gildea como Wieviorka no dejan bien parado a Estados Unidos. Cuando los norteamericanos desembarcan en África en 1942 para combatir a los alemanes y someter a las colonias francesas leales a Vichy, “promovieron” como líder francés en el exilio al General Giraud, y lo instalaron en África. Era una forma de minar el ascenso de De Gaulle, y congraciarse con los sectores más conservadores de la sociedad francesa. Fue un papelón. Mientras De Gaulle estallaba en furia, Giraud se inventaba una identidad democrática aunque confesando a sus colaboradores que buscaba “una nueva república limpia y sin judíos”. Otros datos quedarían en la memoria con más dolor. Por ejemplo con los bombardeos aliados a Francia buscando frenar la producción de material bélico en las fábricas controladas por los nazis. Los ingleses realizaban bombardeos de precisión para minimizar los daños colaterales entre la población civil. Pero a partir de 1943 los norteamericanos se sumaron aplicando la táctica de bombardeo “alfombra” desde gran altitud, muy imprecisa. Para el final de la guerra esta táctica había dejado 60 mil muertos franceses, casi la misma cantidad que judíos deportados de Francia a los campos de exterminio, o que los muertos por los raids de la Luftwaffe en el Reino Unido. Solo en Nantes estos bombardeos dejaron, en 1943, tres mil muertos y casi cuatro mil desaparecidos. MUJERES Y JUDÍOS.
En el mito gaullista la resistencia fue masculina, pero ellas cumplieron amplias funciones en la clandestinidad, pocas veces con armas. La sociedad de preguerra era machista, las mujeres nunca habían votado, y si se hacían resistentes era porque desde antes habían cimentado estrategias de independencia personal. Agnès Humbert, por ejemplo, había sido despedida de su cargo de curadora en el Musée des Arts et Traditions. Recuerda los encuentros clandestinos para producir un nuevo periódico, Résistance, donde “los hombres discutían y escribían. Yo tipeaba los artículos. Yo era la tipeadora, naturalmente”. O la violencia contra las mujeres en la inmediata liberación. Unas 20 mil fueron rapadas y sufrieron diversos abusos públicos por haber participado en la “colaboración horizontal” (relaciones carnales con el ocupante), cuando ese cargo “solo aplicaba a la mitad de ellas” señala Wieviorka, dato que en realidad poco importa.
Luego está el extendido antisemitismo en la sociedad francesa, de profundas raíces históricas, que se agravó con la crisis de los años 30. Ésta era muy amplia, estaba apenas contenida por una democracia corrupta y demagógica, con la constante amenaza de guerra civil entre franceses —como casi ocurre en 1934. Se reavivaron los prejuicios xenófobos y racistas. Tras 1940, en la Francia ocupada del norte, las SS y la Gestapo actuaron con relativa libertad para cazar judíos; pero los mejores números los obtuvieron en la Francia de Vichy, en el sur, pues contaron con la activa participación de la policía y la milicia de Pétain. El cínico de Pierre Laval llegó a señalar que “por razones humanas a los niños, incluso aquellos menores de 16, se les permite acompañar a sus padres” hacia los campos de exterminio, algo que los nazis no habían planteado aún.
Esas redadas, así como las levas compulsivas de mano de obra para ser enviados a Alemania a trabajar, generaron oleadas de voluntarios para la resistencia, que no siempre pudo absorberlos. A su vez un alto número de guerrilleros fueron extranjeros, muchos judíos. Un ejemplo de pluralismo multinacional fue el grupo liderado por el poeta y activista Missak Manouchian que integraba polacos, alemanes, judíos y españoles republicanos anti-franquistas. La mayoría de ellos fueron capturados y ejecutados, y utilizados como propaganda nazi para ganar la simpatía de los nacionalistas franceses. Otro caso fue el Ejército Judío o Armée Juive, creado en agosto de 1941, que siguió los lineamientos generales de la resistencia pero no respondió a ninguna organización francesa o aliada sino a la Haganah paramilitar en Palestina, aún bajo dominio inglés. Su prioridad eran las acciones contra las SS para obstaculizar las redadas y las deportaciones. Cautos a la hora de llevar a cabo acciones que provocaran represalias, se hicieron famosos por ejecutar a cualquier juez militar francés que dictara una sentencia de muerte contra uno de los suyos.
MEMORIALES Y MEMORIAS.
La narrativa que cultivó De Gaulle permanece, aunque luce desmejorada. Prueba de ello es el pequeño y emotivo museo que hoy está en el techo de la estación de trenes de Montparnasse, cuyo largo nombre, Musée du Général Leclerc de Hauteclocque et de la Libération de Paris Musée Jean Moulin, es fiel a esa narrativa, porque Moulin y Leclerc fueron dos creaciones de De Gaulle, y además en Montparnasse se rindió el comandante alemán de París, von Choltitz. El museo, alejado de los circuitos turísticos, vale la pena por la gran cantidad de objetos que ilustran con fuerza la vida cotidiana en la clandestinidad. Este cronista lo visitó hace algunos años con sus hijos pequeños, y se emocionó ante la artesanía de los planos de los atentados, dibujados a mano con bolígrafo en hojas arrancadas de cuadernos escolares.
Hoy, 70 años más tarde, continúan las pujas por el relato, omitiendo logros ajenos y resaltando los propios. Las nuevas narrativas cautivan a las audiencias contemporáneas representando lo que queda de las redes de resistencia, y dejando en el olvido aquellas mayorías que “fueron devastadas por el arresto, la prisión o la deportación” advierte Gildea, y que hoy carecen de voceros. Las mujeres siguen luchando por ser reconocidas. La película Le Chagrin et la Pitié, de Marcel Ophüls (1969), ya había minado el mito del apoyo popular a la resistencia con el argumento de que la mayoría de los franceses mostraron indiferencia, o fueron cobardes, o meros traidores (la película fue prohibida por diez años). La memoria de los resistentes comunistas se cultiva en las afueras de París en el Musée de la Résistance nationale de Champigny-sur-Marne socavando el mito gaullista, y también discutiendo las nuevas narrativas que destacan el papel de los extranjeros y judíos, algo que tampoco le cayó en gracia al político xenófobo Jean-Marie Le Pen. Por otra parte en el conmovedor Memorial de la Shoah cerca del Hôtel de Ville, en París, hay un claro énfasis en la memoria del Holocausto pero poco del papel que jugó la resistencia judía.
A veces el ruido es mejor que el silencio. Si bien no es fácil convivir con tantas paradojas y contradicciones, peor es ocultarlas.
Testimonios uruguayos.
La niña que miraba los trenes partir de Ruperto Long recupera de forma novelada un coro de voces donde destacan los testimonios de dos uruguayos: el de Charlotte Grünberg, residente en Uruguay desde los años 50, y el del voluntario uruguayo Domingo López Delgado, que combatió en el ejército de la Francia Libre de De Gaulle en África y Europa. La narración es fluida, clara, y el conjunto crece. La edición del libro es impecable.
El caso de Domingo López es paradigmático, pues simboliza el aporte extranjero a la causa de la Francia Libre. López aparece en el libro enrolado en la Legión Extranjera. Participó de importantes batallas africanas y su mirada siempre es uruguaya, perpleja e idealista. Se sorprende ante la discriminación que sufren los nativos por parte de los europeos, y toma conciencia del peligro al cual están expuestos los judíos ante el avance alemán. Pero era más grave. Hoy se sabe que la comunidad francesa africana —los pied noir— era profundamente vichysta y antisemita, al punto que tuvieron su propia “pequeña Kristallnacht” para aterrorizar a la comunidad judía el 12 de setiembre de 1940.
El testimonio de Charlotte es más conmovedor, pues recupera con nitidez la mirada de una niña que intentaba comprender los signos de un mundo adulto que se le presentaba imprevisible y terrorífico, dominado por gritos de mando, perros policías y uniformes negros con calaveras y esvásticas. Es un testimonio luminoso, pues destaca el papel humanitario que asumieron muchos franceses sin conocerlos. De esa manera ella y su familia pudieron sobrevivir de refugio en refugio hasta el final de la guerra, volver a Bélgica, y años más tarde emigrar a Uruguay.
Fuente:cciu.org.uy
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