IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – La respuesta más sencilla sería decir “porque D-os así lo ordenó”. Pero no. En realidad, hay un trasfondo más complejo que eso, y es una buena demostración de cómo las ordenanzas divinas apelan a cosas que el ser humano puede entender y cumplir, pero también de cómo el Judaísmo ha alcanzado brillantes y significativos niveles de madurez como grupo humano.
De acuerdo a la concepción mesopotámica del zodíaco –desarrollada por sumerios, acadios y babilonios–, Tishrei corresponde al mes de Libra, cuya imagen es la de una balanza. A partir de ello, muchos suponen que es lógico que los judíos celebremos Yom Kipur –el día de la expiación– en este mes, porque sólo habríamos copiado la vieja noción sumeria de que en este mes se lleva a cabo un juicio espiritual.
Pero tampoco es tan sencillo como eso, porque a los sumerios, acadios y babilonios no se les ocurrió nada más porque sí relacionar esta temporada del año (el inicio del otoño) con la idea de un juicio.
El Zodíaco, en términos generales, no es una construcción teológica o doctrinal que intente establecer parámetros para “adivinar” el futuro o destino del ser humano y las cosas. En realidad es el resultado de siglos –muchos siglos– de observación de los ciclos de la naturaleza, finalmente representados por medio de símbolos elementales que se pueden leer en dos niveles: uno básico y rudimentario para el populacho (y es de donde surge el asunto de los horóscopos) y otro hermético y sólo accesible para la gente ilustrada, que tiene que ver con lo mejor del conocimiento científico de la antigüedad y su trascendencia a nivel espiritual y personal.
En el trasfondo de todo está el ciclo agrícola, cuyo conocimiento fue básico para la sobrevivencia de la civilización desde hace miles de años.
Lo primero que el ser humano tuvo que percibir es que existía un proceso de “muerte” y “renacimiento” de la naturaleza, bien definido y en épocas concretas que se podían medir gracias a los “movimientos” del Sol, lo cual permitió un control cada vez mayor de los procesos de siembra y cosecha, algo básico para garantizar que habría comida para sobrevivir durante los meses improductivos del invierno.
Todas las culturas agrícolas organizaron este conocimiento de un modo muy fácil de entender para la gente común: fiestas ubicadas en los momentos relevantes del ciclo agrícola. De ese modo, la gente entendía sin necesidad de mucha explicación que ya era tiempo de sembrar o de cosechar.
Como ya se dijo, el ritmo se logró marcar con los movimientos aparentes del Sol. No sólo nos referimos a la impresión de que el Sol sale por oriente en las mañanas y se oculta por occidente en las noches (y de allí los términos Levante y Poniente). Hay algo más en ese movimiento aparente, algo sutil que a muchos puede resultarles imperceptible: si uno ubica el lugar por donde el Sol aparece en el amanecer del Equinoccio de Primavera (hacia el 20 o 21 de Marzo), podrá comprobar que a partir de ese día el Sol empezará a salir cada vez un poco más hacia el norte (es decir, hacia la izquierda). Ese desplazamiento aparente llegará a su punto máximo en el amanecer del Solsticio de Verano (hacia el 20 o 21 de Junio), y a partir de ese momento el Sol comenzará su “regreso”, para que el día del Equinoccio de Otoño (hacia el 20 o 21 de Septiembre) vuelva a salir exactamente por el mismo lugar que salió en el Equinoccio de Primavera. Después, el Sol comenzará a salir cada vez más hacia el sur (es decir, cada vez más hacia la derecha) llegando a su punto máximo el día del Solsticio de Invierno (hacia el 21 o 22 de Diciembre); luego, comenzará un nuevo “regreso” para llegar a su punto de partida original en el siguiente Equinoccio de Primavera.
Descubrir este singular fenómeno astronómico fue lo que nos permitió, desde la más remota antigüedad, organizar nuestra percepción del tiempo en ciclos “anuales”. Y nuestro conocimiento no se detuvo allí: en un momento se pudo comprobar que justo en los días de los Equinoccios, el día y la noche duraban exactamente lo mismo; que mientras el Sol se “desplazaba” hacia el norte, los días duraban más que las noches, siendo el día más largo de todo el año el del Solsticio de Verano, y que mientras el Sol se “desplazaba” hacia el sur, las noches duraban más que los días, siendo la noche más larga de todo el año la del Solsticio de Invierno. Y, naturalmente, se comprobó que esa temporada –la de las noches más largas– era justamente la de “la muerte” de la naturaleza.
Las grandes culturas antiguas crearon narrativas mitológicas para expresar de este modo esta realidad astronómica. Por ejemplo, los griegos crearon el mito de Orfeo y Eurídice, según el cual la bella mujer fue secuestrada por Hades –dios del inframundo–, y por culpa de ello la tierra “murió”. Orfeo fue al reino de Hades para rescatarla, y después de una ardua negociación, se le permitió regresar con Eurídice. Sin embargo, se le puso una condición: no debía voltear a mirarla sino hasta que hubieran salido por completo de la caverna que los conducía hasta los infiernos. Orfeo, perdidamente enamorado de Eurídice, estaba ansioso de mirarla; estando fuera de la caverna y calculando que Eurídice ya lo estaba también, volteó a mirarla para descubrir con horror que ella todavía no terminaba de salir, por lo que de inmediato le fue arrebatada otra vez. En las versiones del mito más claramente apegadas al ciclo agrícola, una nueva negociación entre Orfeo y Hades determinó que Eurídice estaría con Orfeo seis meses, y luego estaría con Hades seis meses en el inframundo. Durante los seis meses en los que la bella mujer estaría con Orfeo, la naturaleza renacería; durante los otros seis meses, la naturaleza moriría. Se nota el evidente propósito de explicar el ciclo Primavera-Verano alternando con Otoño-Invierno.
Poco a poco, esta percepción de un ciclo natural fue tomando significados más complejos a partir de que el ser humano identificó este proceso de la naturaleza como una expresión del funcionamiento del cosmos. Es decir: todo, no nada más la vegetación, muere y se renueva periódicamente. Y eso incluye al ser humano.
En consecuencia, los meses correspondientes al Otoño-Invierno se convirtieron en una representación simbólica del proceso mediante el cual el cuerpo –como la naturaleza– muere, y después el alma pasa por un proceso de purificación para renacer con la primavera y comenzar un nuevo ciclo.
En ese sentido, los seis meses de Otoño-Invierno simbolizan la experiencia espiritual protagonizada por el alma, y los seis meses de Primavera-Verano simbolizan la experiencia física protagonizada por el cuerpo.
Los antiguos mesopotámicos simbolizaron el proceso físico con representaciones zodiacales muy propias de su cotidianeidad laboral: el carnero, el toro y los gemelos para el ciclo primaveral (Aries, Tauro y Géminis), y el cangrejo, el león y la doncella (Cáncer, Leo y Virgo) para el ciclo veraniego. Nótese que estos símbolos son, en muchos sentidos, un homenaje a la vida organizado por dos representaciones animales seguidas por una humana (carnero-toro-hijos, cangrejo-león-mujer).
Los símbolos que usaron para el proceso espiritual son más complejos: la balanza del juicio, el escorpión y el arquero para el ciclo otoñal (Libra, Escorpio y Sagitario), y la cabra, el aguador y el pez para el ciclo invernal (Capricornio, Acuario y Piscis).
No es mucho misterio saber por qué este ciclo que simboliza “la muerte física” (Otoño-Invierno) comienza con Libra: en esta época del año, el resultado de las cosechas ya era evidente, y los líderes del grupo ya sabían si había suficiente sustento para sobrevivir al invierno. Entendiendo que esa realidad física sólo era una proyección de una realidad más profunda, espiritual, se consolidó la noción de que justo después de morir el ser humano entra en consciencia de sus acciones durante su vida, y sabe si tiene el “suficiente sustento” (es decir, los suficientes méritos) para enfrentarse al Juicio Divino.
Por ello, todas las culturas influenciadas por el zodíaco mesopotámico –lo cual incluye a Egipto y Grecia y, por lo tanto, a la cultura occidental hasta nuestros días– asimilaron la noción de que los días del inicio del otoño (que en el calendario hebreo corresponden al mes de Tishrei) corresponden a una temporada de juicio. A nivel físico (en el contexto antiguo agrícola), el juicio contra un grupo, una colectividad, para ver si hizo bien las cosas o no (es decir, la labor en el campo) y por lo tanto si tendrá provisiones para sobrevivir al invierno. A nivel espiritual (en el contexto personal), el juicio contra el alma individual, para ver si se hizo lo correcto durante la vida o durante el año.
Durante siglos y siglos, el significado espiritual del ciclo agrícola se mantuvo como un conocimiento exclusivo de grupos reducidos, principalmente de las castas sacerdotales. Eventualmente, y sobre todo a partir de unos tres siglos antes de la Era Común, evolucionó en lo que conocemos como Religiones Mistéricas, grupos herméticos cuyo ingreso requería de un “rito de iniciación”, durante el cual el nuevo miembro era puesto en contacto con toda la narrativa mitológica relacionada con el Sol (símbolo máximo del proceso de muerte y renacimiento), para luego instruirle en estos “misterios”.
En ese sentido, la antigua religión de Israel fue completamente revolucionaria. Es evidente que se preservan las nociones agrícolas fundamentales (Pésaj como una festividad de Primavera, Shavuot como una festividad de Verano, Yom Kipur como una festividad de Otoño y claramente vinculada con la noción de juicio), pero el elemento mitológico –y, por lo tanto, el contenido hermético– desaparecen.
Es decir: en la Torá no hay un “mito agrícola” que nos presente la alternancia del período Primavera-Verano con el período Otoño-Invierno por medio de imágenes simbólicas (como en el caso de Orfeo y Eurídice). Sólo se indican las festividades de cada período, a partir de la ordenanza de la Torá de usar las luminarias de los cielos para llevar la cuenta de “los años, los meses y los días”.
Por esa razón, la idea del juicio (y, sobre todo, las connotaciones morales de esta idea) no están reservadas como un conocimiento secreto apto sólo para la casta sacerdotal o para un grupo de “iniciados”, sino que se reta directa y explícitamente a todo el pueblo a que ese día (el 10 de Tishrei) se presente ante el Tabernáculo de Reunión para expiar sus pecados delante de D-os.
La dimensión espiritual democratizada de este evento es todavía más impresionante si tomamos en cuenta que la ordenanza se ubica durante los días del Éxodo, cuando el pueblo de Israel todavía no era una sociedad agrícola. Con ello, se le dio todavía más realce a la noción de un juicio basado en la conducta individual, más que en el éxito de las labores en el campo.
Todo ello está íntimamente relacionado con el ya mencionado aspecto moral de la vida, una de las grandes aportaciones del Judaísmo al ser humano. A diferencia de las otras culturas circundantes, la Torá estableció de un modo bien definido y directo que el universo tiene una normatividad moral. Es decir, que hay cosas que son buenas o malas por sí mismas, y que su valor ético no depende de los caprichos del grupo en el poder o de los impulsos y antojos del ser humano. En coherencia con esa noción, la Torá inculcó desde entonces que el ser humano debe buscar esa superación moral por el simple hecho de que vale por sí misma, y no para complacer o cohercionar a una deidad interesada en ello.
De ese modo, lo que en las culturas anteriores era la base para una normatividad jurídica (como el Código de Hamurabi), en el antiguo Israel se convirtió en la norma moral para la conducta de cada individuo, más allá de sus implicaciones legales (como en los Diez Mandamientos). Y lo que era una época terrible de “juicio” de la naturaleza en la que se sabría si habría comida suficiente para sobrevivir al invierno, en el pueblo judío se convirtió en un período de reflexión personal, espiritual, marcado por la obligación de corregirnos y ser mejores como personas al siguiente año.
Lo que encontramos en la Torá es una especie de fotografía de lo que se le reveló a Moisés en un momento concreto de la historia de Israel. Pero no fue una revelación novedosa o salida de la nada. En realidad, se basó en algo que la gente de ese tiempo ya conocía, y en todo caso era un reto a elevar esa comprensión y llevarla a una nueva dimensión ética, moral y espiritual. Un compromiso por hacer del ser humano algo más elevado, más completo, más sintonizado con su naturaleza de Imagen y Semejanza del Creador.
Así son las ordenanzas de D-os: no son algo que nos resulte incomprensible o misterioso, sino algo que tiene que ver con nuestra realidad inmediata, que aprovecha a fondo lo que ya tenemos, para mostrarnos el camino a seguir (en hebreo se le dice HALAJÁ) en nuestro objetivo sagrado de construirnos a nosotros mismos.
Por eso, en un sentido completo, Yom Kipur no es sólo una sensación de juicio y una súplica de misericordia a D-os. Es, en realidad, una profunda comprensión de los ciclos de la naturaleza, del cuerpo y del espíritu. Y, más allá de eso (que podría reducirse a información enciclopédica) es un
compromiso por lograr que ese conocimiento se traduzca en algo útil, en algo que nos haga mejores.
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