IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – El reciente escándalo provocado por la UNESCO y su aceptación preliminar de una resolución llamada “Palestina Ocupada”, nos obliga a reflexionar sobre este tema: ¿realmente existe un territorio llamado Palestina que está siendo injustamente “ocupado” por Israel?
La molesta realidad –políticamente incorrecta– es que no. No existe un modo de sustentar que el Estado de Israel está “ocupando territorio palestino”. No importa que Barack Obama (un profundo ignorante de la realidad en Medio Oriente) diga que “Israel no puede mantener el status de ocupación de los territorios palestinos”. La realidad es como es, no como los políticos pseudo-progresistas quisieran que fuese.
Hay tres hechos objetivos que derrumban de principio a fin el concepto de “ocupación israelí de los territorios palestinos”. El primero es el estatus legal de las fronteras en cuestión; el segundo son los Acuerdos de Oslo de 1993; y el tercero es la realidad histórica. Veamos.
Una ocupación es un fenómeno que sucede entre un Estado y otro. Es decir, entre dos entidades jurídicas equivalentes. Por ejemplo, si Estados Unidos invade mi casa, yo no puedo decir que “Estados Unidos está ocupando territorio de la familia Gatell”. La “familia Gatell” no es un equivalente jurídico de los Estados Unidos. Se tendría que decir que “Estados Unidos está ocupando territorio mexicano”, porque México sí es una estructura jurídica equivalente a los Estados Unidos.
El punto límite en el que termina o comienza una ocupación es, por lo tanto, la frontera legalmente reconocida. Una ocupación sucede cuando un poder político, militar, económico, cultural o religioso se impone en un territorio fuera de su jurisdicción. Por eso resulta fundamental el concepto de frontera, porque es lo que limita las jurisdicciones de las dos entidades jurídicas equivalentes (la que ocupa y la que es ocupada).
Israel y Palestina no tienen fronteras legalmente reconocidas. A menudo se habla de “las fronteras de 1967”, en referencia a la frontra de facto que estuvo vigente entre 1949 y 1967, y que se vio radicalmente alterada como consecuencia de la Guerra de los Seis Días. A cada rato aparecen funcionarios palestinos y –últimamente– estadounidenses que insisten en que “Israel se tiene que retirar a las fronteras de 1967”. Hay un error en esa expresión: entre 1949 y 1967 no existieron fronteras.
Lo que existió fue una Línea de Armisticio, porque fue el límite en el que pudieron establecer su control los israelíes –por un lado– y los países árabes (Líbano, Siria, Jordania y Egipto) en el otro lado.
Todas las resoluciones de la ONU que se refieren a esas líneas las definen como lo que son –una línea dee cese al fuego–, y señalan que debe haber una negociación entre las partes involucradas de las cuales surjan fronteras oficiales y que garanticen la seguridad para todas las partes.
Los únicos dos países que se han sentado a esa negociación con Israel son Egipto (1979) y Jordania (1993). Por lo tanto, esos son los únicos dos países con los cuales Israel tiene fronteras oficiales. Con Líbano y Siria sigue vigente la Linea de Armisticio de 1967, que funciona como frontera de facto. Con los palestinos ni siquiera existe eso, porque en 1967 no se hablaba de un “territorio palestino”. En ese momento, la línea de armisticio era entre Israel y Jordania.
Mientras no existan fronteras oficiales entre Israel y Palestina (que ni siquiera existía como proyecto de estado en 1967), no se puede hablar de una “ocupación territorial” sustentable jurídicamente. Se tiene que hablar de un conflicto territorial y, en sentido estricto, de un territorio en litigio, pero no de una ocupación.
El territorio de Cisjordania y Gaza es llamado “territorio palestino” no porque haya un trasfondo histórico que así lo justifique, sino por una mera cuestión pragmática: son las zonas en donde Egipto y Jordania hacinaron a cientos de miles de refugiados a partir de 1949. Es en esa lógica que se pretende que en ese lugar se funde el Estado Palestino, pero hay que insistir: las fronteras no están definidas; según las resoluciones de la ONU, se tienen que negociar entre los palestinos e Israel.
Esa fue la idea general de los Acuerdos de Oslo de 1993, un tratado de paz inicial, que tenía que seguir con una negociación para la definición de fronteras entre Israel y Palestina. Desde entonces, los palestinos se han rehusado sistemáticamente a sentarse a negociar. No hay firmado ningún otro compromiso en pro de la paz, y en cambio han optado por el discurso de incitación a la violencia. Paralelamente, han querido resolver los problemas jurídicos con Israel por medio de cabildeos en la Asamblea General de la ONU, la UNESCO, y el Consejo de Derechos Humanos. Su objetivo es convencer a la comunidad internacional que imponga una solución, para de ese modo no tener que sentarse a continuar con la negociación.
Los Acuerdos de Oslo organizaron el territorio de asentamientos palestinos y lo dividieron en diferentes zonas clasificadas en tres diferentes tipos: las de tipo A, bajo control absoluto de la Autoridad Nacional Palestina; las de tipo B, bajo control administrativo palestinos pero bajo control de Israel en materias de seguridad; y las de tipo C, bajo control israelí y en espera de un tratado de paz definitivo para que pasen a control palestino.
Se trata de un acuerdo firmado por los líderes de la Autoridad Nacional Palestina de ese momento, y avalado por la comunidad internacional (al grado de que Bill Clinto, Ytzjak Rabin y Yasser Arafat recibieron el Premio Nobel de la Paz por ello).
Por lo tanto, la presencia de Israel en territorios donde pretendidamente habrá un Estado Palestino es consecuencia de un acuerdo legalmente validado, y eso incluye las firmas y el consentimiento de los palestinos. Por lo tanto, no se puede definir como una “ocupación”. Es una condición inherente a una fase intermedia del proceso de paz, proceso que lamentablemente está detenido por la sistemática y permanente negativa palestina para continuar con la negociación.
El pretexto al que se recurre sistemáticamente para justificar esa negativa, es a la presencia de “colonos y asentamientos judíos” en “territorio palestino”.
Se trata de uno de los más grotescos ejemplos de racismo político –concretamente, judeófobo– lamentablemente aceptado por la comunidad internacional, por la izquierda israelí, y repetido hasta el hartazgo en todos lados.
Los judíos que viven en “asentamientos” no pueden ser un problema para la paz. En México vivimos muchos judíos y nadie nos considera “asentamientos ilegales”, y menos aún algo que lesione “la soberanía mexicana”. Somos, simplemente, judíos mexicanos. De ese mismo modo, en Israel viven 1.5 millones de árabes, y nadie dice que vivan en “asentamientos ilegales”, y menos aún que destruyan la soberanía israelí. Son árabes y son israelíes.
El concepto de Estado Palestino, al igual que en el caso de cualquier otro estado del mundo, es jurídico. No se refiere a una identidad “nacional” o “histórica”, sino a una identidad jurídica. En estricto, cualquier persona que naciera en el Estado Palestino (sin importar su origen o la nacionalidad de sus papás) debería ser palestino (es decir, ciudadano del Estado Palestino). Del mismo modo, si en el momento de su fundación oficial el Estado Palestino tiene habitantes cristianos y musulmanes, dicha condición no tiene por qué afectar que a partir de ese momento serán ciudadanos palestinos. O palestinos, en una palabra.
Pero esas consideraciones no aplican para los judíos. Mahmoud Abbas no se ha cansado de repetir e insistir en que Palestina tiene que ser un “Estado libre de judíos”, exactamente el mismo término usado por el nazismo en su momento (“judenrein”). Si nos atenemos a las implicaciones lógicas de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, los judíos que viven en esos “asentamientos” deberían simplemente recibir la nacionalidad palestina y ser palestinos, exactamente igual que los judíos que vivimos en México somos judíos pero también mexicanos.
Pero no. Los palestinos son los únicos que tienen el permiso internacional para proponer un estado racista y judeófobo sin que nadie les reclame nada. Permiso que se extiende al irracional y enfermo extremo de afirmar que la pura posibilidad de que hubiera judíos palestinos es una “estorbo para la paz” y una “agresión a su integridad como estado”.
Más allá del abierto racismo que hay en esta idea, semejante falacia es consecuencia de otro severo error de apreciación histórica: la noción de que hay un “pueblo palestino” en contraposición a los judíos israelíes.
La identidad histórica del territorio llamado Palestina comienza en el año 135, cuando por órdenes del emperador Adriano, la antigua Judea fue renombrada de ese modo como represalia a los levantamientos judíos contra la dominación romana. Desde entonces, fue provincia de los Imperios Romano, Romano de Oriente, Bizantino, Califatos, Reinos Cruzados, Mamelucos, Otomanos e Ingleses.
En ningún momento se planteó que Palestina fuese el territorio específico de un grupo nacional específico (como Fenicia lo podía ser de los fenicios, o Macedonia de los macedonios). Abarcaba zonas donde vivían judíos, nabateos e idumeos, y todos ellos fueron considerados por igual “palestinos”. Más tarde, la invasión árabe trajo un incremento de la población de dicho origen, y pasaron a ser árabes palestinos, exactamente en los mismos términos que había judíos palestinos.
Esta condición se mantuvo sin cambios hasta la época del Protectorado Británico de Palestina (1917-1948), abarando el territorio que actualmente comprende Israel, Cisjordania, Gaza y Jordania.
Em 1922 hubo una división preliminar de Palestina: por conveniencias políticas, Inglaterra decidió inventarse –de la nada– lo que llamó “Reino Hachemita de la Transjordania”, si bien legalmente el territorio continúo siendo parte del Protectorado Británico de Palestina (y, por lo tanto, todos y cada uno de sus habitantes, palestinos).
Tras la II Guerra Mundial comenzó el proceso de desmantelamiento de las colonias francesas e inglesas en la zona, y el territorio de la antigua provincia de Palestina tenía que haber sido reorganizado en tres estados modernos. El primero que se creó fue el de Jordania, en 1946. En 1947 se aprobó la división del territorio restante en dos, para crear otro estado árabe y un estado judío. Nunca se planteó qué nombre tendría que llevar el Estado Árabe, pero es obvio que no se trataba de Palestina (nombre de la provincia imperial que se estaba desmantelando); en contraparte, era lógico que el estado judío se llamaría Israel.
El plan no se implementó por la negativa árabe y la guerra que se declaró contra el recién nacido estado judío. Dicha guerra resultó en que las fronteras propuestas por el Plan de Partición de 1947 no se aplicaron, y el territorio se repartió entre Israel y Jordania en el oriente, e Israel y Egipto en el occidente.
En términos jurídicos e históricos, tanto Jordania como Israel son estados post-palestinos, y sus habitantes son judíos y árabes post-palestinos.
Desde 1967, el apelativo “palestino” ha sido, literlamente, secuestrado por un grupo que no se diferencia en nada del jordano, pero que ha logrado que en la imaginería popular al judío israelí ya no se le vea como un palestino de pleno derecho. Pero esa es la realidad: cuando el Protectorado Británico de Palestina desapareció en 1948, ya había viviendo allí 800 mil judíos que, por definición, eran tan palestinos como los árabes de la misma zona. Tan es así, que esos judíos habían fundado un Banco Palestino, una Orquesta Filarmónica Palestina, y hasta habían integrado una Selección Palestina de Fútbol que hizo una exitosa gira por Oceanía.
Si nos atenemos a la Historia de manera precisa, no existen los palestinos porque ya no existe la provincia de Palestina. Existen post-palestinos: judíos y árabes que antes de 1946 o 1948 eran palestinos por igual por ser ciudadanos del Protectorado Británico de Palestina, y que después de ese año tenían que haber pasado a ser ciudadanos de los modernos estados post-palestinos, situación que sólo se logró en el caso de Israel y Jordania.
Por lo tanto, en estricto, el conflicto territorial en la actualidad no debería definirse como de “israelíes contra palestinos”, sino de post-palestinos judíos contra post-palestinos árabes.
La propaganda árabe de los años 60’s en adelante funcionó: logró acostumbrar al mundo a la falsa contraposición entre israelíes y palestinos, y el resultado es que ahora mucha gente se cree la falacia de que Israel es una entidad ajena y “ocupante” de “Palestina”. Algo que no tiene sustento en la Historia.
En esencia, Israel no puede “ocupar Palestina”, porque Israel es una de las formas en las que evolucionó Palestina.
El actual conflicto es en torno al territorio donde, a causa de la negativa árabe entre 1948 y 1973, dicho proceso de evolución política no se pudo consolidar. La población árabe que fue colocada por los propios países árabes en ese limbo territorial y jurídico, a partir de 1967 se le comenzó a llamar “pueblo palestino”, apelativo que resulta falaz y anti-histórico. No tienen una identidad histórica propia, salvo el hecho de que son los descendientes de los desplazados de guerra que hubo entre 1948 y 1949 (guerra declarada por los árabes, por si se les había olvidado el dato).
Hace casi 50 años que empezó a difundirse la mentira histórica de que había un “pueblo palestino” en abierto conflito con los judíos israelíes.
Es hora de combatirla de frente.
Quienes entendemos el derecho histórico de Israel a vivir en paz en su propia tierra, tenemos que señalarle al mundo que los judíos israelíes no son un ente alienígena en ese lugar. Son, por derecho histórico, auténticos palestinos porque sus ancestros vivieron allí, en la Provincia de Palestina, desde tiempos del Imperio Romano y hasta el desmantelamiento del Protectorado Británico.
Por lo tanto –y por las razones previamente señaladas– es falso que haya una ocupación israelí de territorio palestino.
Hay un conflicto territorial, sin duda. Y una necesidad de encontrar una solución justa para todas las partes. Aunque los casi cinco millones de pseudo-palestinos que viven allí están secuestrando una identidad incorrectamente, son seres humanos que tienen todo el derecho a vivir en paz, seguridad y trabajar para que sus familias prosperen.
Pero negando el vínculo del judío israelí con esa tierra no lo van a lograr. Intentando reescribir la Historia, tampoco.
Lo que tienen que hacer es sentarse a negociar con Israel, sin condiciones previas –porque para eso son las negociaciones: para poner condiciones–, y lograr el primer objetivo: la definición de fronteras oficiales.
Si no se hace eso, cualquier medida que tome la ONU, la UNESCO o el Consejo de Derechos Humanos sobre la falacia de la “ocupación israelí”, será juridicamente cuestionable y rechazable. Y el problema seguirá perpetuándose innecesariamente, como ya ha sucedido durante casi 70 años.
Los únicos que pierden con ello son los pseudo-palestinos.
Pero, rayos, pareciera que les pagan por seguir perdiendo.
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