El objeto más sagrado de la casa – Parte I

MIREILLE JUCHAU

Qué se llevó mi abuela al huir de la Alemania nazi y qué dejó al morir.

Durante su estancia en el Hospital Concord con una enfermedad renal y problemas cardíacos, mi abuela se quejaba de que no le daban mantequilla. Eran sus últimos días en el hospital. Pronto habría semanas en casa en las que lucharía con la diálisis y la anemia, y finalmente una cirugía riesgosa de la que no se recuperaría. El día en el que fue dada de alta del hospital, esperaba con sus zapatos y chaqueta, respirando con dificultad mientras yo empacaba sus pertenencias. En el interior del cajón de la mesilla me encontré con un montón de porciones de mantequilla, envueltas impecablemente en sobres de aluminio.

Me preguntaba con qué habría comido esta mantequilla. No había nada más en el cajón. De pronto me di cuenta que la mantequilla tenía un significado. En 1939, después de casarse para asegurar su boleto de salida, huyó de la persecución en la Alemania nazi, dejando atrás a su familia judía. En Berlín, la mantequilla había sido racionada desde 1937. En Australia, donde mi abuela luchó para formar una nueva vida con un hombre que apenas conocía, prometió que nunca prescindiría de ella. Ahora, mientras la enfermedad le arrebataba el control de su destino, posiblemente la mantequilla le recordaba esos poderes de salvación.

Mi abuela tenía la agudeza mental como para no confundir a las enfermeras con los nazis. Ellas restringían su libertad para que pudiera vivir un poco más. Observaba cómo su feroz independencia daba paso a un abatimiento poco característico, y su trauma anterior, que ardía durante años bajo un semblante soleado, crecía con mayor intensidad. Pese a que sus miedos y paranoias se debilitaban, la protegían de otras posibilidades: si su equipo médico conspiraba contra ella, al menos estaba en sus pensamientos; no estaba sola, ni olvidada.

Han pasado 10 años desde la muerte de Gerda. Debajo de mi escritorio, lo que queda de su vida se encuentra en dos cajas de archivo y un estuche de cuero. Aquí están los diarios de Berlín de los años con su madre Else y su padrastro Friedrich, las cartas que enviaron desde Theresienstadt y más tarde, sus telegramas de la Cruz Roja. Aquí está el certificado de su matrimonio apresurado con George Bergman, el pasaporte con el que viajó a Sydney y sus papeles del divorcio 30 años más tarde. Cada documento lleva su nombre nazificado, Sara. Los viejos álbumes muestran las fotografías de los muchos que no sobrevivieron, y las de su amor prohibido, un gentil, Herbert-Stamm quien logró sobrevivir.

Hace unos meses arrastré esas cajas a mi estudio con la intención de escribir sobre su contenido. El concierto de piano de Else había terminado hace tiempo, y sus joyas habían sido robadas recientemente de mi casa. Mi abuela siempre me había prometido los anillos de su madre; ella dijo que yo le recordaba a Else. Probablemente vio en mí su melancolía, pero he llegado a ligar esta afinidad con el tiempo en el que luchaba con gran desesperación y mi abuela se había acercado a mí por sí sola.

Después del robo, cuando la policía llegó para tomar las huellas dactilares, olfateó el dulce aroma. ¿Qué había en el horno? Era un Honigkuchen bronceado, de varias especies. La receta fue extraída de un libro de cocina, el único rito judío que pude reunir. Me sentí culpable por haber perdido los recuerdos de familia. Al hacerlo, pensaba en esos tiempos, había consignado sus historias a una oscuridad más profunda. Mientras sacudía mis estantes para tomar las huellas, la oficial señaló los mejores lugares para ocultar objetos de valor: hornos, debajo de la ropa sucia. Pero el mejor lugar es entre “las cosas de las mujeres.”

Ahora, cada vez que me siento a escribir percibo las cajas del archivo junto a mis pies. Siento su contenido reprochándome. Y a pesar de que he escrito algo de esta historia antes, lo que ahora deseo expresar es lo intangible y emocional. Mi abuela había mantenido esta efímera, me parecía, no sólo como prueba de la persecución y el asesinato, sino porque cada elemento invoca emociones particulares. Las fotografías son tumbas de papel para aquellos que no tienen un lugar de entierro. Las cartas llevan historias de pérdida, alegrías de reunificación. Estos recuerdos, que ocupan espacio en mi pequeño estudio son como algo acumulado para utilizarlo en el futuro. Cada elemento, como escribe Susan Stewart, “puede abrirse para revelar una vida secreta”; cada uno ofrece “la fantasía de la vida dentro de la vida, del significado multiplicado infinitamente dentro del significado.” Ellos también se han convertido en símbolos que se tocan ligeramente cada día, una especie de seguro. Cuando no tenga nada qué escribir, si me pierdo y caigo en lo incierto, tendré esta historia – mía y no mía.

Fuente: Tower

Traducción: Esti Peled

Reproducción autorizada con la mención siguiente: © EnlaceJudíoMéxico

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