BERNARD-HENRI LÉVY
El escritor francés realiza un recorrido por los lugares clave en la ofensiva militar contra Mosul.
Por la noche viene a buscarnos un enviado del Estado Mayor. Nos dirigimos a Nawaran, al este, donde se prepara en secreto la toma de Bashiqa, el último obstáculo antes de Mosul. El atasco habitual de carros de combate, vehículos blindados y Toyotas. Con las primeras luces del alba, vemos un dron, parecido al que, hace dos semanas, arrojó una bomba sobre el campamento francés de Erbil; pero los peshmergas, con un despliegue pirotécnico de kalashnikovs y 12.7, logran abatirlo antes de que toque el suelo.
Subimos al último de los cinco transportes blindados de tropas que se dirigen al frente. Dejamos atrás los montículos de tierra en los que la tropa aguardará la orden de avanzar. Después, un paisaje de aldeas, depósitos y casas fantasmas, y nuestro temor de que de ellos surja en cualquier instante un terrorista suicida. Aquí nos encontramos con un francotirador que, desde su torreta, neutraliza a nuestro artillero. Allá, otro cuya bala roza a Camille Lotteau, nuestro primer cámara, que estaba rodando al lado del artillero; este último se evapora en la naturaleza. Un momento de angustia cuando resuena el impacto de los proyectiles sobre el blindaje del vehículo. Otro cuando comprendemos, gracias a las conversaciones por radioteléfono con los operadores de las excavadoras que van por delante, que la carretera está llena de minas y hay que trazar una nueva ruta, más a la izquierda, campo a través. Después de una hora de circular así, casi a ciegas, sin más indicaciones que las del campesino que va en el bulldozer de cabeza, después de una hora de traquetear, dar bandazos en el polvo, hundirnos en el fango, logramos recorrer el kilómetro que nos separa de las afueras de Fazyla, el pueblo que la columna debe tomar.
De la secuencia posterior, tengo las imágenes tomadas por nuestro segundo cámara, Ala Tayyeb, después de que el estado mayor ordenara dar media vuelta a nuestro vehículo. Los transportes de tropas y los carros T55 rodean el pueblo. Los hombres echan pie a tierra, con la ayuda de una unidad de élite Zeravani, y avanzan en descubierta. Y de pronto, desde unas casas, desde un olivar que parecía abandonado, surgen disparos. El coronel habla por radio, exige apoyo aéreo. La voz al otro lado de la línea se lo promete, como corresponde, en cuestión de minutos. Pero los disparos son cada vez más intensos. Los yihadistas aparecen en el olivar procedentes de tres lados y rodean a los peshmergas, siete de los cuales caen. Los soldados recogen a sus camaradas para ponerlos a salvo, detrás de los vehículos blindados, pero los francotiradores les disparan. Cuando dos atacantes alzan la bandera blanca y Ardalan Khasrawi, otro personaje importante entre los peshmergas, se aproxima para aceptar su rendición, se encuentra con una nueva trampa, porque los dos hombres detonan los explosivos que llevan encima y le hieren gravemente.
Se mezclan las órdenes y las contraórdenes. La confusión es total. No se sabe si los vehículos deben formar un círculo o, al contrario, dispersarse. Y el dato fundamental es que, durante la hora que se prolonga la emboscada, durante esos interminables 60 minutos de infierno en la tierra, en los que el comandante de la unidad no deja de reclamar el apoyo de los aviones y no dejan de prometérselo una y otra vez, no aparece nadie. La brigada está abandonada a su suerte. Abandonada por los dioses, los hombres y los aliados. Sólo gracias a su propio valor consiguen los kurdos vencer a los yihadistas y liberar —¡pero a qué precio!— el pueblo.
Dos horas más tarde, estamos con el presidente Barzani, en el campamento que le sirve de cuartel general en los Montes Zartik, al final de una carretera serpenteante que protegen las fuerzas especiales estadounidenses. Soy yo quien le ha pedido una entrevista. Y es evidente que él desea transmitir varios mensajes. Sí, su ejército se comporta de manera ejemplar en los pueblos árabes que reconquista. No, no tiene intención, al menos por el momento, de entrar en la ciudad de Mosul, que los acuerdos entre los aliados asignan al ejército iraquí. Sí, tenía un plan para “el día siguiente”, y lamenta que sus socios, en sus prisas por terminar antes de las elecciones de Estados Unidos, no le hayan hecho más caso.
Sin embargo, lo noto reservado. Los ojos negros, sin su malicia habitual. Los jefes militares y jefes de tribus sentados en círculo en este hangar improvisado que le sirve de oficina tampoco tienen un aire demasiado eufórico. Apenas responde cuando le hablo del valor de sus soldados. Cuando le pregunto si cree que se ha eliminado la amenaza de un corredor chií desde Bagdad hasta Siria e Irán, a través de Mosul —que, en nuestra entrevista de septiembre, me había parecido que era su gran obsesión—, elude la cuestión. Y, cuando Hertzog le cuenta la historia de los cristianos que no confían más que en el Gobierno Regional del Kurdistán, se conforma con un lacónico “ellos serán los que decidan, y la comunidad internacional, la que asuma o no sus responsabilidades”.
La verdad, que sabré varias horas después por boca de su consejero, es que ha pasado toda la batalla de Falyza en comunicación con el embajador estadounidense en Irak, exigiendo el apoyo aéreo a sus peshmergas. Y la razón de su mal humor, para no decir su ira, es que en estos instantes se siente abandonado por sus aliados, y tentado de decidir que ha cumplido su parte del contrato y que la guerra, para él, se ha terminado.
Una vez más: ¿por qué no hubo apoyo aéreo en Falyza? ¿Por qué, haciendo caso omiso de todas las reglas de enfrentamiento, no despegó ningún aparato de las bases de Erbil y Qayyara? ¿Por qué, si había no lejos de allí un helicóptero Apache que acababa de prestar auxilio a un soldado norteamericano mortalmente herido, no se encontró otro que echara una mano a los peshmergas víctimas de la emboscada? En Washington y París, algunos lamentarán el trágico error en la cadena de mando. Otros lo achacarán al cambio en el itinerario, cuando la columna se dio cuenta de que la carretera estaba minada y había que seguir otra distinta. Pero aquí, en Erbil, la explicación más autorizada es, por desgracia, menos brillante.
Nosotros somos los mejores, dicen los kurdos. Nosotros volábamos de victoria en victoria mientras el ejército regular iraquí volvía a perder dos pueblos de los que se había apoderado la víspera. Y nuestros aliados occidentales no estuvieron de acuerdo. Querían un triunfo repartido por igual entre todos sus artesanos: kurdos, ejército iraquí de mayoría chií, milicias suníes destinadas a tranquilizar a las poblaciones árabes de Mosul. Y en este sabio equilibrio designado por ellos, en el reparto de papeles negociado de mala manera, sobre todo, con Bagdad y sus padrinos iraníes, en el compromiso asumido por los estadounidenses de no dejar que los peshmergas aceleren el paso y adquieran una ventaja que, llegado el momento, habría que recompensar debidamente —es decir, con la independencia del Kurdistán y la supuesta desestabilización de Irak y la región—, no les pareció mal del todo ver a nuestra columna aplastada en Falyza.
Seguramente es una explicación demasiado simple. Pero recuerdo a un predecesor de Barack Obama que envió al añorado Richard Holbrooke a prevenir al presidente bosnio Izetbegovic de que, si persistía en su lamentable idea de entrar en Banja Luka, dejaría de beneficiarse de la cobertura aérea de Estados Unidos. Y todos nos acordamos de lo que le costó a un tal general de Gaulle que otro presidente estadounidense le permitiera introducir una división de la Francia Libre en París.
De modo que quizá no sea tan absurdo imaginar unas capitales aliadas encerradas en sus viejos esquemas soberanistas y dispuestas a todo, o a casi todo, para complacer a una potencia recién rehabilitada (Irán), proteger a una especie de nación (Irak) y no terminar excesivamente en deuda con un pueblo que, a la hora de la verdad, reclamaría sin duda su parte correspondiente de los frutos de la victoria (este desgraciado pueblo kurdo que, desde hace un siglo, es siempre el que paga el pato). De ser verdad, si el gran juego de las cancillerías es ese, si se insiste en exigir a los peshmergas que abran las puertas de Mosul pero no las franqueen, y si el regreso de los cristianos a la llanura de Nínive va a depender de estos miserables acuerdos, entonces estaremos ante una batalla mal librada, y la derrota moral del ISIS no estará tan garantizada como parecía.
Fuente:elpais.com
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