Juntos venceremos
lunes 23 de diciembre de 2024

La izquierda liberal en crisis: ¿hacia dónde vamos?

IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Donald Trump ha ganado, y ahora estamos viendo protestas en diferntes ciudades de los Estados Unidos protagonizadas por gente que no quiere aceptar el resultado de la elección. En California, nuevamente se hacen oír los extremistas que quieren independizar el Estado. Y en muchas páginas de intrernet se difunden solicitudes para pedirle al Colegio Electoral de los Estados Unidos que no vote de la manera tradicional, y le dé el triunfo a Hillary Clinton, apelando a que ella tuvo 230 mil votos más que Trump.

Es curioso: después del último debate, mucha gente despedazó a Trump en los medios por haber amenazado con que no necesariamente reconocería los resultados de la elección en caso de perder. Le llamaron de todo, empezando por antidemócrata (y con justa razón). Pero resulta que ahora son seguidores de Hillary Clinton quienes han asumido esta postura.

Y sin que la razón los asista, en realidad.

Decir que “Hillary ganó en el voto popular por 230 mil” es bastante falaz. Apelar a eso como razón para pedirle al Colegio Electoral que le dé la presidencia a ella, infame. Y paso a explicar por qué.

En primer lugar, así funciona el sistema electoral estadounidense. Las reglas del juego no son una novedad, y a fin de cuentas Hillary y Trump las aceptaron. Luego entonces, nadie tendría por qué quejarse en caso de perder. Si semejante actitud era condenable en Trump, también lo es en los seguidores de Hillary. Abraham Lincoln ganó exactamente igual que Trump: no tuvo la mayoría de votos “populares”, pero sí la mayoría en el Colegio Electoral.

En segundo lugar, porque el triunfo de Hillary no fue un fenómeno extendido por todo el país. En realidad, si nos atenemos a las cifras de cada Estado, Hillary fue ampliamente superada por Trump. Si Hillary tiene una ventaja en el llamado “voto popular” es porque arrasó en tres lugares muy concretos. Nada más. Véanse los números:

En California, Hillary obtuvo 5’589,936 votos; Trump sólo 3’021,095. En Nueva York, Hillary se hizo de 4’143,874, contra 2’640,570 de Trump. Y en el Distrito de Columbia Hillary obtuvo 260,223 votos, mientras que Trump apenas alcanzó 11,553.

Eso significa que en tan solo tres estados, Hillary obtuvo una ventaja total de 4’320,815 votos. Pero la diferencia a nivel nacional –50 estados– fue de apenas 150 mil votos. Si no contamos los votos de California, Nueva York y el Distrito de Columbia, tenemos la realidad objetiva de que en 47 estados de la Unión, Trump ganó por una ventaja de 4.09 millones de votos.

La conclusión obligada ante estos datos duros es que sería una injusticia absoluta que el Colegio Electoral cambiara sus votos a favor de Hillary. Estarían sometiendo la elección de 50 estados a los resultados de solamente tres. O peor aún: en realidad de sólo uno, porque la diferencia en el Distrito de Columbia sería suficiente para decir que “Hillary ganó por voto popular”. Aún si contamos a California y Nueva York, pero dejamos fuera del conteo al Distrito de Columbia, Trump sería el ganador por 19 mil votos.

Todo lo que se pueda decir es retórica hueca, ya sea a favor de uno o de otro (suele suceder cuando las elecciones son tan cerradas), y por eso la única solución razonable es aceptar las reglas.

Decir que “Hillary ganó el voto popular” es falaz, porque asume que el “voto popular” se concentra en lugares muy específicos. En el otro bando –y como ya se señaló– se podría decir que “la votación de tres estados está condicionando el resultado de todo un país”. Incluso, el argumento podría llevarse a un nivel de muy mal gusto, pero aceptable para muchos estadounidenses: dos estados con amplias concentraciones de inmigrantes o descendientes de inmigrantes marcaron esa diferencia. En esta perspectiva nacionalista, la idea sería clara: gente que no es originaria de “nuestro país” decidió el rumbo de la política de “nuestro país”.

¿Qué juicio podemos emitir ante un sistema electoral semejante? Es difícil decidirlo. Personalmente, y aunque le resulte molesto a muchos, me parece razonable. En un país en el que votaron casi 120 millones de personas, imponer por voto directo a un candidato que ganó por 150 mil votos es un riesgo. En realidad, no estaría ganando por mayoría. En números porcentuales, eso un empate. Para que lo podamos dimensionar basta con quitarle ceros a las cifras: si en vez de 120 millones de votantes estuviéramos hablando de 2,400 Hillary habría ganado con una ventaja de 3 votos. Sí, son más que los de Trump, pero no son una verdadera mayoría.

Para solucionar esa situación, muchos países tienen el sistema de “segunda vuelta”. En ese caso, se tendría que repetir la votación y quienes votaron por Johnson y Stein tendrían que escoger entre Trump y Hillary. Pero ellos sólo acumularon un 4% de los votos totales, así que no hubieran cambiado demasiado el panorama objetivo. Una segunda vuelta entre Trump y Hillary habría dado por resultado un país dividido en dos bloques, sin que ninguno realmente pudiera considerarse “mayoría”.

Es por esta razón que en muchos parlamentos en el mundo, cierto tipo de leyes (por ejemplo, las que implican cambios a la Constitución vigente) requieren de una mayoría calificada, que suele ser de dos terceras partes de los votantes. ¿Por qué? Porque eso sí es una mayoría. “Mitad más uno” no lo es.

Las reglas del sistema colegiado –el que ha hecho ganar a Trump– garantizan una cosa: una zona densamente poblada (como California) no va a determinar la elección de todo un país. En realidad, refleja de un modo más objetivo la realidad de cada zona, y en ese sentido es que se trata de un sistema bastante razonable para definir al ganador de la contienda.

En este tipo de votación, cada estado cuenta igual en cuanto a su voto, sin que por ello se deje de respetar la densidad demográfica. Por eso California tiene 55 votos en el Colegio Electoral, y Texas 38; en contraste, Alaska sólo tiene 3 y Hawaii tiene 4. Sin embargo, a la hora de hacer el conteo final –y especialmente en una elección tan cerrada–, la densidad de California o Texas no son el elemento determinante para imponer a un candidato. De todos modos, no es lo mismo ganar en California que ganar en Alaska, porque un lugar tiene más gente que el otro. Pero tampoco es lo mismo ganar en 19 estados y perder en 31, que fue lo que le sucedió a Hillary.

Por supuesto, mientras más cerrada sea la elección, más difícil resulta aceptar los resultados como algo justo. Y creo que este ha sido el caso más difícil en mucho tiempo. Pero repito: si se anularan las elecciones tan sólo en el Distrito de Columbia, Trump ganaría por 19 mil votos en todo el país. Eso desmonta la falacia del “voto popular”, porque entonces resulta que hay que redefinir lo que se entiende por “popular”: los votantes del Distrito de Columbia, sede de la Casa Blana y el actual gobierno demócrata.

Eso, por supuesto, no consolaría ni convencería a todos los “rebeldes” que hoy no quieren aceptar el triunfo de Trump y piden un cambio en la votación del Colegio Electoral, o salen a protestar a la calle. Su postura es completamente subjetiva y visceral. Es algo así como “Trump ganó con las reglas, pero Hillary es mejor candidata; por favor, déjenla ser presidente aunque no haya ganado…”.

Hillary es mejor en su perspetiva, pero no en la de todos. Otra vez, es el intento de una minoría (porque no todos los que votaron por Hillary están asumiendo esta postura) por determinar el resultado que afecta a todos. O, dicho en otras palabras, es la extraña idea de que un posicionamiento ideológico debería determinar la realidad.

Es un severo problema que, en los últimos años, se ha hecho presente en todos los sectores de izquierda a nivel mundial. Por ello, el triunfo de Trump puede entenderse como parte de esa debacle que, poco a poco y paso a paso, le está dejando el terreno libre a los movimientos de derecha nacionalista. En Inglaterra se impuso ese nacionalismo por medio del Brexit; en Alemania, Merkel se va quedando sola; en Argentina y Brasil los gobiernos de izquierda fueron igualmente derrotados en las elecciones. Incluso, los únicos países donde lo que suele llamarse “izquierda” sigue gobernando, son casos patéticos que ni siquiera merecen considerarse como ejemplo: Corea del Norte, Cuba y, especialmente, Venezuela.

¿Qué es lo que sucede?

En resumidas cuentas, que la izquierda ha perdido el contacto con la realidad. La noción de “ideología” se ha impuesto a tal nivel como dogma que en la mayoría de los casos parece que nada importa, salvo las doctrinas “socialistas” o “comunistas” o como gusten llamarlas.

El caso es muy claro en los Estados Unidos: a Trump intentaron anularlo por medio del desprestigio a partir de su conducta nada ejemplar, y su verborragia grotesca. Pero resulta que eso se intentó hacer desde hace año y medio, y no funcionó.

¿Realmente sus oponentes no se dieron cuenta que si en un año no se le había derrrotado por allí, era porque no se le iba a derrotar por allí?

Mujeriego, sexista, racista, imprudente, corrupto, incoherente, tonto. Se le dijo de todo. Pero su preferencia fue subiendo poco a poco, hasta prácticamente empatar a Hillary. Y ahora sus enemigos se declaran sorprendidos por esto. Es increíble: un año y medio para verlo, y sólo hasta después de la derrota se enteraron.

A la par, se cometió otro error imperdonable: si los números de Trump tendían a subir era porque mucha gente estaba manifestando un abierto hartazgo de la imagen tradicional de los políticos. Suena tonto, pero para muchos norteamericanos fue decisivo: “prefiero votar por alguien poco o nada convencional que por el mismo político de siempre…”.

Y, sin embargo, la gente de la campaña de Clinton –apoyada por muchos medios de comunicación, que en Estados Unidos sí tienen autorizado tomar partido abierto en los procesos electorales– se dedicó al inútil esfuerzo de reforzar la imagen de Hillary como una profesional de la política, con amplia experiencia y altamente calificada para el cargo.

¿Por qué no se dieron cuenta que justo eso era lo que mucha gente estaba rechazando?

Por la misma razón que las izquierdas de Europa no han sabido combatir al terrorismo islámico, y han cedido a la absurda lógica de que hay que ponerse del lado palestino para que los extremistas no se enojen y no ataquen. El resultado ha sido el contrario: los extremistas siguen y seguirán atacando, porque tienen su agenda propia. Y al ver que los gobiernos de izquierda se plegan y se ponen en contra de Israel, sólo ven debilidad. Y al débil hay que atacarlo hasta derrotarlo. Esa es la lógica de los extremistas.

En pocas palabras, el severo error de esta izquierda liberal es su negación de la realidad.

Véanlo desde este punto de visto (falaz, porque no refleja toda la realidad, pero compartido por mucha gente): en los Estados Unidos hay veteranos de guerra que viven en la calle sin ningún tipo de apoyo, pero los inmigrantes musulmanes tienen acceso a todo tipo de ventajas; los inmigrantes árabes cristianos están completamente olvidados. Luego, el presidente Obama no duda en acusar de “crimen racista y de odio” cuando un blanco asesina a un afroamericano, pero no dice absolutamente nada si el asesinado es un blanco, y menos aún si es judío. En cambio, cuando hay un atentado cometido por un musulmán al grito de “Allahu Akbar”, Obama inmediatamente sale a decir que “no se sabe cuál sea la motivación del atacante”. En ese contexto de descarada discriminación contra la población blanca, Obama rindió el país a las exigencias de Irán. Les regaló millones de dólares en efectivo, levantó las sanciones, les dejó continuar con su programa nuclear. Es decir: claudicó. Se rindió. ¿A cambio de qué? De nada. Irán ha violado todo lo que se le ha antojado el tratado firmado con los Estados Unidos. En el momento más patético del proceso, Kerry tuvo que admitir que ni siquiera había leído las claúsulas confidenciales del tratado que había firmado. Y apenas esta semana un funcionario estadounidense tuvo la puntada de decir que aunque había evidencia de que Irán estaba produciendo más agua pesada de la que tiene permitida, en el gobierno de Obama “no están seguros de que se esté violando el tratado”.

Toda esa gente ve en Obama a un presidente que con toda la facilidad del mundo siempre se pone de lado del enemigo.

¿Por qué habrían de votar por la que fue su Secretaria de Estado? Insisto: el argumento es falaz, pero muchos electores lo vieron así de simple. Por eso, el discurso poco o nada ortodoxo de Trump, así como su agresividad verbal contra “los otros” (quienes fueran) los cautivó. En contraste, la imagen de “política profesional” que Hillary quiso vender no le alcanzó para ganar la elección.

¿Qué sigue?

A este paso, me temo que lo próximo es el triunfo de Marion LePen en Francia. Hollande ha sido todavía más inepto que Obama en su lectura de la realidad, y por eso Francia ha sido golpeada de un modo más violento y frecuente por el terrorismo que Estados Unidos. Las medidas de Hollande para lograr soluciones han sido inexistentes o inútiles. Apenas a logrado una magra contención que puede ser rota en cualquier momento (y se demostró con el atentado en Julio de este año).

Lo único que va a suceder es que el elector francés va a llegar a la misma conclusión que el elector estadounidense: es hora de darle el voto a la derecha.

Pareciera que la humanidad tiene otra cita con la violencia. De tanto en tanto, las grandes guerras se antojan inevitables.

El extremismo islámico está bien apuntado para partiipar en la conflagraión. La derecha occidental no es tan radical en sus ideas, pero sí en sus conductas. No tendrán ninguna duda en ir a la guerra otra vez si lo consideran necesario.

Mientras, las izquierdas liberales optan por desconectarse de la realidad y soñar con que todo se resuelve por posicionamientos ideológicos. Dicho en otras palabras, se anulan a sí mismas y se incapacitan para aportar soluciones.

Sí, querido lector. Soy pesimista. Pero ¿qué quiere usted después de todo lo que hemos visto esta semana?

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