ELI COHEN
Parece ser que desde ese famoso libro de Spengler, Occidente está en declive. No es una decadencia ni económica, ni militar ni hegemónica, y quizá tampoco política; sino moral y filosófica. Aunque los demagogos de siempre intenten mostrar lo contrario, los países occidentales son los más libres, los que más producen, los que generan más bienestar y seguridad para sus ciudadanos, y los que lideran la innovación tecnológica y científica en todo el mundo.
Estamos en el cénit de la civilización occidental; sin embargo, los occidentales, como Lester Burnham en American Beauty, han perdido algo, concretamente, su narrativa: saber que merece la pena defender su sistema, reclamar que es mejor, ética y funcionalmente, que los demás. En su excepcional The Suicide of the West, Richard Koch y Chris Smith lo delinean claramente: el declive de Occidente está generado desde dentro; los occidentales, por diversas razones, han perdido el optimismo, su visión y su misión, el self-improvement spirit, el espíritu de mejora y superación.
A pesar de esta crisis, existe un país que se dice occidental, que quiere formar parte del club y que no ha perdido el optimismo primigenio ni el deseo de mejorar, que históricamente han sacado a relucir lo mejor de las naciones libres. Aplicando el test del pato –“si parece un pato, nada como un pato, y grazna como un pato, entonces probablemente sea un pato”–, Israel es un país occidental de pleno hecho y derecho.
En primer lugar, Israel tiene instituciones occidentales consolidadas y eficientes. Es una democracia representativa y pluralista, y su Corte Suprema es independiente –sólo hay que ver la lista de políticos que ha procesado–; en su territorio rige el imperio de la ley, se protege a las minorías y se atiende a los más vulnerables; la prensa es libre y la sociedad, políticamente activa. Mientras todo Oriente Medio se sumía en el caos tras la Primavera Árabe, la normalidad democrática fue la tónica en Israel –como lo ha sido en estos casi 70 años de aislamiento, guerras y terrorismo indiscriminado–. La Freedom House califica las libertades políticas en Israel con un 1 (siendo 1 la puntuación más alta y 7 la más bajo), y los derechos civiles con un 2; y con un 10 sobre 12 el funcionamiento de su Estado. De una puntuación total posible de 100, Israel obtiene 80. Por su parte, Transparencia Internacional situó a Israel en el puesto 32 de 168 en su Índice de Percepción de la Corrupción.
En segundo lugar, Israel ha desarrollado una economía occidental, basada en el libre mercado y la innovación. Hoy, cuando hablamos de Israel hablamos también de la potencia tecnológica conocida como la Start Up Nation. Además del poderoso hub de innovación en el que se ha convertido, y de los productos punteros que ha generado, como el USB, la PillCam, los procesadores Intel o el riego por goteo, la renta per cápita de Israel es de aproximadamente 37.031 dólares, y la tasa de paro del 4,9%. En el índice de Libertad Económica de la Heritage Foundation, Israel ocupa el puesto 35 (de 185), y en el índice de Competitividad Global está en el puesto 24 (de 138).
En tercer lugar, Israel fomenta y disfruta de una cultura y una educación occidentales. Es el segundo país de la OCDE más educado y el tercero en producción de estudios científicos per cápita; tiene el número más alto de científicos e ingenieros en términos proporcionales y es el país con más museos por habitante. Su gasto en educación es del 8,4% del PIB, y es el primer país del mundo en inversión en I+D (5% del PIB).
En cuarto lugar, tiene objetivos comunes con el resto de Occidente: la lucha contra el yihadismo, la consecución de una paz duradera, la generación de prosperidad y bienestar para la ciudadanía, el desarrollo científico y tecnológico, el fomento del libre comercio entre los países, la lucha contra la pobreza, etc.
Y, por último, como ya dije, tiene algo que Occidente está perdiendo: el optimismo. Al igual que EEUU, Israel nació con objetivos más allá de los estandarizados; nació como refugio de una población apátrida y perseguida, y avanza con la vista puesta en aquello que escribió Herzl 52 años antes del nacimiento de Israel:
(…) el mundo será liberado por nuestra libertad, enriquecido por nuestra riqueza, magnificado por nuestra grandeza. Y todo lo que intentemos lograr para nuestro propio bienestar repercutirá con fuerza y de forma beneficiosa en el bien de la Humanidad.
Este sentimiento de trascendencia, tan característico del pueblo judío, ha aportado a Israel una poderosa herramienta para defender, en cada esquina y en cada momento, su precioso sistema de libertades, en medio de un océano de regímenes abyectos.
Este optimismo se constata también en el hecho de que es uno de los países con más nivel de felicidad ciudadana, el número 11 (de 196). Es realmente impresionante, dadas las circunstancias y el entorno –y el carácter y la idiosincrasia de los propios israelíes–. En Occidente, en cambio, reina el pesimismo sobre el futuro y, debido a ello, los populismos no dejan de crecer.
Hay expertos que opinan que Israel no es plenamente occidental. El famoso sociólogo Samy Smooha ha dicho que Israel es semioccidental debido, sobre todo, al fuerte influjo de la religión en el Estado, y especialmente por leyes nada occidentales como la del matrimonio (no existe aún el matrimonio civil), o por la ocupación militar en los territorios palestinos. No obstante, no son razones que extirpen a Israel su condición de occidental. No es el único ni el primer país democrático y occidental con situaciones complejas, con deficiencias y con carencias. De hecho, que tenga la voluntad de corregir sus defectos es, precisamente, otra de las características que comparte con el resto de Occidente.
Fuente:elmed.io
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