MARIBEL MARÍN
La escritora israelí, víctima de un atentado en 2004, publica en España ‘Lo que queda de nuestras vidas’, una novela sobre las complejas relaciones entre padres e hijos.
—“¿Me pregunta por el perdón? Nunca pude sentir odio por el terrorista suicida que me dejó malherida. Solo tristeza”.
Zeruya Shalev (Galilea, 1959), la voz femenina más destacada de la literatura israelí contemporánea, era ya una figura internacional el día que fue víctima de un atentado en enero de 2004. Ocurrió en Jerusalén, a dos calles de su casa. Regresaba a pie de dejar en la guardería a uno de sus hijos cuando un policía palestino se hizo estallar contra un autobús y mató a once personas. La explosión le alcanzó el rostro, las manos y le reventó una rodilla. Durante seis meses no pudo moverse. Tampoco escribir. “Me bloqueé. Había visto a gente quemarse, casi me quemo yo… Sentí que las palabras eran muy débiles, que ya no eran relevantes. Y tuve pavor de no poder volver a escribir. Me resultaba más terrible que pensar en no caminar de nuevo porque era la esencia de mi vida”.
Han pasado doce años y Shalev, hija de un crítico literario, prima y sobrina de escritores, editora y autora de Love life (2000), que solo en Alemania vendió más de un millón de copias, camina ligera y escribe como respira, sin reparar en ello. Pero su voz aún se quiebra cuando rememora el traumático episodio en una entrevista realizada durante la última edición del Festival de Escritores de Jerusalén con motivo de la publicación en España de Lo que queda de nuestras vidas (Siruela), novela en la que explora, con sensibilidad extrema, las complejas relaciones entre padres e hijos.
Hemda Horowitz, la protagonista, tiene mucho de su madre. Como ella, nació en uno de los primeros Kibutz establecidos en Israel. También como ella se sintió siempre fuera de sitio. Difícil responder a las expectativas de una comunidad agrícola siendo como era una niña creativa y soñadora. Ahora, ya cerca de los ochenta, afronta sus últimos meses de vida postrada en la cama. Casi no puede moverse, pero en su mente es libre, pasea por su infancia y acompaña por su turbulento presente a sus hijos: Dina, de 45 años, profesora, bulímica, empeñada en adoptar a un hijo pese a la oposición de su familia y siempre celosa de las atenciones de su madre a su hermano Abner, de 44, abogado de derechos humanos en crisis matrimonial.
La novela, por la que logró el premio Femina Étranger 2014, es un emotivo retrato de los lazos que unen y desunen a padres e hijos. Solo eso. Quien busque referencias al conflicto por la ocupación israelí de Palestina verá frustradas sus expectativas porque solo aparecen de forma colateral.
“Nací en Israel, es parte de mi historia y la ocupación ha influenciado mi vida totalmente, pero no quiero que controle mi escritura. Me preocupa y está presente en mis libros en la medida en que afecta a mis personajes. Pero me fascinan las emociones arquetípicas —el amor, el odio, los celos…— más que la política del conflicto. Cuando leemos la Biblia vemos que en lo emocional apenas hemos cambiado en 3,000 años”.
Defensora de la solución de los dos Estados, Shalev no sintió la necesidad de escribir sobre el conflicto ni cuando superó el bloqueo postraumático. Su primo, el autor Meir Shalev, y muchos amigos escritores, la animaban: “Has tenido una experiencia terrible, sácale provecho”. Pero no quiso. “Quiero que mis libros sean terapéuticos para mis lectores, que les hagan entender mejor sus vidas pero no quiero escribir como terapia. La única obra en la que he explorado más este tema es Pain, aún no traducida al español”.
Hija de profesores, Shalev, formada en Estudios Bíblicos, se crio en una especie de residencia para trabajadores de la Universidad. Vivió una infancia solitaria que le hizo muy dependiente de su imaginación. Eran los sesenta y no tenían coche, ni teléfono… La escritura y la lectura eran casi su único entretenimiento. La Biblia, la Iliada, La Metamorfosis de Kafka… Su padre les leía desde muy pequeños —a ella y a su hermano— pasajes de hitos literarios. Y, claro, una cosa llevó a la otra. “Nunca decidí convertirme en escritora como no decides respirar. Escribo desde que recuerdo, cuestión de genes. De hecho, no pensaba que escribir pudiera ser una profesión. Quise ser psicóloga pero desistí cuando asistí a soldados en el Ejército y acababan ellos por consolarme a mí”.
Shalev empezó a escribir con cinco años tristes poemas sobre perros y gatos atropellados, después sobre niños huérfanos por las guerras del 67, del 73… “Mi madre me afeaba: ‘¡Tu infancia no ha sido tan terrible!”.
—Y esa tristeza persiste en sus novelas.
—Sí, pero hay una gran diferencia. En mis primeros poemas no había confort, no había consolación posible, ahora siempre hay una salida para los personajes.
—¿Desde el atentado?
— El atentado cambió mi vida. Sentí la necesidad de hacer cosas positivas para equilibrar el mundo; me decidí a adoptar y he tratado de usar mi voz para tender puentes con los palestinos. Pero no, el atentado no ha afectado ni a mi estilo ni a mis temas, no ha afectado a mi escritura. Salvo en una cosa: se ha convertido en algo mucho más gozoso para mí.
Fuente:elpais.com
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