CARLES GELI
El estudioso de la obra del escritor checo Reiner Stach presenta su monumental biografía.
Fue el domingo 17 de noviembre de 1912 cuando Franz Kafka experimentó la sensación de no poder levantarse de la cama, de no querer ni poder hacer nada, deprimido por no obtener respuesta de su amada Felicia y por el peso de arrastrar la novela El desaparecido, que no arrancaba. La imagen del hombre degradado a animal, a insecto que no sirve para nada, la venía oyendo desde pequeño porque era un exabrupto asiduo de su padre; también hacía poco que su amadísima hermana Ottla se había puesto por vez primera en contra suya por su escasa implicación en la fábrica familiar; con el tiempo, afloraría también una latente fobia a los ratones, eso sin contar que había leído El Kondignog, relato de un danés, Johannes V. Jensen, donde una persona muta en horrendo y prehistórico animal… Todo eso condicionó y condujo a uno de los relatos claves de la historia de la literatura, La metamorfósis. Y detalles así solo puede conocerlos en la Tierra el alemán Reiner Stach, que ha dedicado 19 años de su vida a saberlo absolutamente todo sobre el escritor checo, sapiencia que ha plasmado en su monumental (de forma y fondo) Kafka, 2,360 páginas que ahora publica en dos tomos estuchados Acantilado.
Stach (Rochlitz, 1951), quizá tan “perfeccionista compulsivo” como él mismo define a su biografiado, se remonta hasta la Batalla de la Montaña de 1620 para entremezclar, en una biografía ejemplar, vida, obra, análisis literario, retrato psicológico, historia y sociología para no dejar zonas oscuras de Kafka. “De pequeño pisaba adoquines con cruces que recordaban los ejecutados de esa batalla; gracias a ella, su familia pudo emigrar desde el Este a Austria”, fija un biógrafo que no duda en romper mitos, como el del albacea salvador de una obra que Kafka dejo escrito que ardiera a su muerte. “Su amistad es un gran misterio porque eran muy distintos; además, no podemos fiarnos de Brod porque tergiversa mucho: dice que adoptó a Kafka como amigo pero fue al revés; como editor, una vez decidido a no destruir la obra, tomó algunas decisiones catastróficas: la edición de las obras era muy provisional, como al principio admitió, pero es que luego acabó regalando los manuscritos a su última secretaria, que los fue vendiendo y dispersando; es absurdo: salvó dos veces, del fuego y de los nazis, el original de El proceso y luego lo acabó regalando”.
Tampoco es Kafka en su opinión un personaje tan rarito. “Hay una veintena de relatos de personas que le conocieron y ninguna deja constancia de que fuera desagradable o extraño; al contrario: era encantador, simpático, quizá un poco infantil y naïf, y muy querido por sus compañeros de oficina… La imagen y la descripción de tipo extraño vino dada por algunas mujeres, a las que decepcionó, en buena parte porque nunca les decía las cosas claras: se debatía entre casarse y los ataques de pánico de pensar que con esas ataduras no podría escribir nunca más; especialmente ese retrato se debe a Milena Jesenská, que dijo de él que era un santo que vivía en un mundo equivocado, ‘un desnudo entre vestidos’: imagen bonita, pero equivocada porque Kafka era muy sensible, pero no un ser indefenso”. ¿Y ese masticar 70 veces antes de tragar; ese poco activo sexualmente pero con seis amantes y asiduo de prostíbulo, por ejemplo? “Sin duda era un hombre singular, con algún tic neurótico, como inspeccionar siempre todos los colchones para ver si estaban limpios, o hacer gimnasia milimétricamente como indicaban las ilustraciones, pero era fruto de que todo lo quería hacer perfecto, sin mácula”.
Ese afán cartesiano, en cambio, amén de llevarle a destruir la mayor parte de su obra, era antitético a su proceso de trabajo literario. Stach expone, tras cotejar los originales con las cartas y los diarios, que la producción de Kafka va como los oleajes del mar: trabajo obsesivo en pocas semanas, generalmente a raíz del chispazo de una imagen muy pictórica basada en acontecimientos reales, para retraerse luego en semanas o meses de sequía creativa, como si el almacén lleno se fuera agotando de ideas. ¿Explicaría eso la incapacidad de Kafka por haber concluido nunca una obra larga, en el marco de una producción que en un 90% dejó inconclusa? “Una novela no se improvisa, se planifica; sólo hace falta leer los diarios de Thomas Mann: escoge un tema, luego la trama, los protagonistas, investiga temas históricos relacionados y luego escribe; es la antítesis de Kafka, que sólo hizo algo parecido una vez, en América; si se miran los originales de El castillo, por ejemplo, se ve que no sabe qué hacer con los tres personajes, es imposible si no se ha planificado y menos aún intentar hacerla de una tirada”.
Es el biógrafo de los que creen que La metamorfósis es un texto con gran sentido del humor. “La mezcla entre lo horrible, lo triste y lo cómico es nueva, se la inventa él, ningún autor antes la había experimentado, sólo más tarde lo veremos en Samuel Beckett… Kafka, tras lo asqueroso de idear un insecto de casi dos metros, inmediatamente introduce lo cómico: esto le ha pasado, dice el protagonista, porque duerme poco, que trabaja mucho y hay gente que lo hace mucho menos, pero que, en fin, que se ha de levantar porque ha de ir a la estación…, cuando el lector ya sabe que no podrá salir de la cama; y en El proceso ocurre algo similar, se mezcla comicidad y thriller: alguien despierta y se ve rodeado en su cama por gente uniformada que le comunica que ha sido detenido… y para arreglar el entuerto, al detenido sólo se le ocurre enseñar su carnet de ciclista…”. Cree Stach que los profesores de instituto “son estúpidos: deberían mostrar ese Kafka humorístico y no empeñarse en el lúgubre; lo que hay que dar a conocer son sus cartas y sus entradas de diario…”.
El Kafka más tétrico se refuerza con la interpretación que se hace de En la colonia penitenciaria, leída por estudiosos como profecía del Tercer Reich y del Holocausto. Nada más lejos: “Ese título es una excepción en su obra; no hay ni una pizca de humor, describe torturas y procesos muy desagradables… Todo eso ya lo ha visto Kafka con la Primera Guerra Mundial, no necesita de un Tercer Reich”. Lo que no quiere decir que la relación de Kafka con la historia coetánea fuera voluble o frágil como parecería indicar su mítica entrada de diario del 2 de agosto de 1914: “Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”. “Nunca estuvo desconectado; ocurre que hablaba todo el día en todas partes de ello y él necesitaba su ámbito personal; es poco habitual que recogiera este tipo de episodios; es más, es el único acontecimiento así que aparece. No lo hace ni el final de la guerra”.
De Kafka, Stach tenía contabilizados en 2003 más de 130,000 webs que giraban a su alrededor. “Ahora se ha de multiplicar por 10”, dice quien cree que la literatura de Kafka se la comprende hoy más que en su época: se le ha leído más ideológicamente, desde la religión o el psicoanálisis o el existencialismo y, en cambio, ahora se le lee más literariamente, se ajusta más a lo que quiso ser: un artista y no un politólogo o un teólogo”. ¿Y dejó alguna lección moral o política su obra? “Si miramos La condena o El castillo vemos que las dos víctimas lo son fruto de la crueldad de instancias superiores; pero una lectura más atenta de los textos te demuestra que tanto Joseph K como K se convierten en víctimas porque cooperan con el gobierno; la lección de Kafka es: no hay que cooperar… Es que Kafka es un individualista; sus personajes son víctimas cuando colaboran… Un gobierno depende de la cooperación de los otros; y eso, en este siglo XXI, se ve claramente: todas esas injerencias en nuestra intimidad, ese control de cámaras y de vigilancia en Internet y de los e-mails sólo les funciona si abandonamos voluntariamente nuestra intimidad”. Gran Kafka.
Fuente:elpais.com
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