FERNANDO YURMAN
La historia tiende a canonizarse, aspira a la solidez marmórea del mito, pero deja siempre vetas que revelan otras historias, las de excluidos, derrotados y olvidados. Aunque fueron sepultadas como fragmentos dispersos, suelen respirar por intersticios del lenguaje.
Cuando W Benjamin estudió el origen del drama barroco alemán, encontró una gran afinidad entre las ruinas y las alegorías. Lo sublime emerge de las ruinas como metáforas desparramadas, y para su penetrante agudeza, las ruinas se transforman en “runas”, esas letras mágicas de memorias remotas.
La alegoría es en Benjamin aquello que invita a la arqueología en la misma escritura, fósiles que indican en la lengua una dimensión perdida.
Esa sugerencia, que también había cultivado el psicoanálisis, se confirma con largueza cuando se recorre el desván ideológico colonial en Hispanoamérica. La secuela secreta de la tragedia sefardí puede advertirse en numerosos restos filológicos y especialmente en aquellos que lograron vertebrarse en otra narración, la del liberalismo que acompaño la gesta de independencia.(1)
El talante rebelde de una época, sus creencias cotidianas, son más decisivas para los tercos giros políticos que lo que admite su expresión formal en las ideas. Esas nociones primarias subyacen a las corrientes de pensamiento y proceden de muchas fuentes que los giros políticos olvidan. Según esta perspectiva, el subsuelo clandestino de reclamos judíos también habría movilizado la arcaica estabilidad feudal.
Se ha reconocido muchas veces la cualidad de los judíos para integrarse a la modernidad europea (urbanización, alfabetización por prescripción religiosa, disposición idiomática, intensa lectura y escritura, etc.), características incluso acicateadas por la Inquisición, y que no habrían desaparecido por la conversión y menos en el marranismo.
Para Edgar Morin, el marranismo implica un lúcido rasgo de modernidad, una posición creativa entre dos mundos, privilegio que extiende con exageración hasta Heine y Freud, pero se confirma con justeza en Montaigne y quizás en Cervantes, Teresa de Jesús o Juan de la Cruz. También Reyes Mate encuentra en “la cultura de la extrañeza” de los judíos las anticipaciones de la modernidad europea, lo excluido y renegado de su época. Para nuestro caso, todo indica que los judíos españoles que recuperaron su identidad en Holanda o Italia, Inglaterra o Turquía, incorporaron en su liturgia la brutal experiencia expulsiva, sumaron sus memorias a la bíblica, pero también fertilizaron con ellas su entorno político. Hubo nuevas figuras de la memoria y la historia que interactuaron en nuevos escenarios. Algunas de las ideas de la independencia, sembradas por pequeñas comunidades judías y marranas de América, fueron la cicatrización transformadora del grave traumatismo inquisitorial.
Los estudiosos de la presencia judía en la literatura de España, a partir de las relecturas de Menéndez Pidal, y especialmente después de la ferviente tesis de Américo Castro, han encontrado indicios de “marranismo” en muchísimos escritores. Con tino minucioso registraron las frases encubiertas o los rasgos delatores que codificaron el texto: el hebreo que late como una pugna entre lenguas en la traducción de “Cantar de Cantares” de Fray Luis de León, el vocablo hebreo “Trefe” que usa Miguel de Cervantes en los “Baños de Argel”, o su frase “duelos y quebrantos los sábados” que describe la comida de Alonso Quijano, la atmósfera torva de Fernando Rojas en “La celestina”, el Génesis descrito por el Padre las Casas en su referencia a Indias.
Si por otro lado se atiende a los insidiosos comentarios sobre los judíos de Salónica que desata Quevedo en “La hora de todos” o las impresiones mesiánicas del Padre Vieira, se deduce la importancia de estas asordinadas presencias fuera de la metrópoli. Como otros escritores del Siglo de oro, Cervantes no pudo viajar a América como había intentado (impedido quizás por la ley de “limpieza de sangre”), tampoco pudieron hacerlo las múltiples identidades que propone el Quijote, pero a cambio viajaron las pasiones que lo habitaban. Las identidades superpuestas que atraviesan esta novela, y fundan su modernidad, arrastraba una multiplicidad de voces de un pluralismo innegable. También ese humor que juega con máscaras y rostros, realidad y ficción, configura un temple de gran afinidad con la “tensión identificatoria” que supone el marranismo.
El investigador ruso Bajtin había registrado la función social que tenían los carnavales para las tensiones medievales, pero esa movilidad inquietante que relativiza las certezas también sucede, y de modo perdurable, en los comercios burlones de la lengua, como sugieren los anticipos de la Commedia dell Arte o los Entremeses de Cervantes.
Un notable historiador, Luis Castro Leiva, tuvo el propósito de acercarse a un enigma de la subjetividad histórica en el ámbito colonial sudamericano: ¿Cómo fue pensable la libertad? Entre los recovecos que exploró minuciosamente estaba la nueva relación con la naturaleza, con el “lujo”, con las devociones teológicas.
Sospechaba en esos espacios costumbristas el latido de viejos fantasmas.
El desencuentro entre el hábito y la impugnación, entre el prejuicio y la desobediencia, concluía este investigador, construyó la subjetividad emancipadora. Aquí consideramos que los marranos, conversos y criptojudíos coloniales vivían en el reverso de esa sociedad y participaron de esa misma prehistoria: eran el Otro y lo Otro de ese tiempo. Las instituciones coloniales fundían el orden monárquico con el teológico, y la fatal heterodoxia sefardí configuraba también la reserva imaginaria que lo subvirtió. Es sobre esa tela en sombras que se bordaron buena parte de los impulsos liberadores y no pocos próceres estaban envueltos en la lengua de aquella memoria.
Cabe recordar que Francisco de Miranda, participante de la Revolución Francesa, de la Independencia Norteamericana, de la Sudamericana, y precursor mayor de la liberación continental, fue marcado por la “limpieza de sangre” que la burocracia colonial ejerció contra su familia. En sus diarios y memorias se advierte la huella de ese estigma, y la visita que hizo a Moisés Mendelson en Prusia no sorprende en la modernidad iracunda de su vida.
La constitución que traía en el primer gesto independentista de Hispanoamérica guarda reminiscencias antiguas e incaicas (que cobra nuevos sentidos por su referencia al Inca Garcilaso, que tradujo a León Hebreo de Italia, y contagió muchas de sus vivencias de la antigüedad perdida).
Los rechazos a la presencia inquisitorial, con levantamientos en la Capitanía de Venezuela y amenazas en el Rio de la Plata (que obligó al Virreinato a instalar su aduana seca en Córdoba), el feroz ataque a la casa inquisitorial a la entrada de San Martín a Lima, los autos de Fe contra los miembros de circuitos mercantiles, como “La complicidad Grande” de Perú, indican las tormentas soterradas de las colonias. Sin duda, hubo en la independencia muchos ideales liberales que excedían y adelantaban a la Revolución Francesa. Los comerciantes “portugueses”, sinónimo de judíos en las colonias españolas, promovían un intercambio abierto, y el contrabando implicaba una visión política y económica (Artigas, el prócer uruguayo, fue contrabandista). Un ministro español, Campomanes, consideraba el contrabando como uno de lo grandes males a fines del siglo XVIII, y le preocupaba que su creciente flujo también trasmitiese ideas.
Cuando el Caribe y el Plata estaban acosados por el librecambio, o los comuneros emergieron en Paraguay y Colombia, muchos reclamos locales se anticiparon a la convicción de los enciclopedistas. También los argumentos que derivaban de los ecos atormentados de la inquisición. Viene al caso recordar el tumultuoso Tavares, bandeirante de origen español que lideraba su regimiento colonial con la bandera de la Ley de Moisés, aunque nadie sabía que era.
En la realidad, observa Paul Ricoeur, se despliega una estructura prenarrativa, un modo de organizar los hechos, y esa sintaxis tiene siempre protofiguras de la memoria. Para nuestro caso, una de ellas fue la violencia eclesiástica de los inquisidores y la exigencia de “pureza de sangre” que España mantuvo tenazmente hasta mediados del siglo XIX. Esta rémora fue una de las primeras en condenarse por los patriotas, y había concitado la vehemente crítica Jacobinista de Bernardo Monteagudo.
Otra protofigura de la memoria fue la prolongada pasión antimonopólica de los Hermanos de Nación, los comerciantes judíos del Caribe y su larga competencia con la Compañía Guipuzcoana del continente. Estas presencias precursoras tienen su mayor síntesis en la comunidad judía de Curazao. En su tratado, “La riqueza de las naciones”, Adam Smith considera esta isla como el modelo para su teoría, testimonio cabal del liberalismo.
No por azar el banquero Mordejai Ricardo, Presidente de la comunidad curazoleña, protegió a Bolívar, y desde allí salió también la flota del curazoleño Almte Brion, y no pocos oficiales judíos del ejército patriota. Lo cierto es que su contribución económica, cultural y bélica con las fuerzas de Simón Bolívar, se destaca en todas las crónicas.
El iniciador de la lírica castellana, Dom Sem Tob de Carrion, del Siglo XIV, dice en un poema “Cuando se seca la rosa/ que ya su sazón sale/queda el agua olorosa/rosada que más vale”, y esas líneas condensan casi proféticamente aquello que cristalizaría en el lenguaje de los expulsados, las metáforas y alegorías disueltas que viajaron hacia América. Un investigador, Guillermo Valdecasas, había encontrado como característica de la literatura de los conversos el tema de “las duras cadenas” que simbolizaban las celdas de tortura y los Autos de Fe.
Muchas obras, como “Rompan las cadenas de sus males” de Isabel Correa o el Psalterio de David “tus hijos peregrinos/viven en duras cadenas”, fueron textos clásicos sefardíes de Holanda en el siglo XVII. Es interesante constatar que las canciones patrióticas latinoamericanas tienen figuras similares, “Las rotas cadenas” del himno nacional argentino, “entre cadenas” del de Colombia, “ominosa cadena arrastró” del de Perú, que corresponden a los tres virreinatos de Sudamérica, sin contar numerosas cadenas y yugos en la retórica de textos cercanos. Siempre se las había juzgado como una pujanza lírica que adelantaba el movimiento romántico, pero podría ser la rememoración de la tortura real infligida a las victimas de la Inquisición. La lengua habría resemantizado la metáfora; y si como dice Borges, la historia es la diversa entonación de unas pocas metáforas, este sería un caso.
(1) Esta idea fue desarrollada con amplitud en el libro ¨Fantasmas precursores¨,
Fernando Yurman, Ed. Debate,2010.
Fuente:radiojai.com.ar
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