La embajada de Alepo en la Colonia Roma

ELIAS CAMHAJI /Un exilio permanente, un recuerdo borrado por la nostalgia y un pedazo de la tierra a la que nunca volverían. La colonia Roma, en el centro de la Ciudad de México, guarda el secreto de miles de inmigrantes sirios que encontraron en América la posibilidad de tener una vida mejor. A unos metros de los bares y restaurantes de moda yace oculta la sinagoga de la calle de Córdoba, cuya historia se cuenta al calor de las cuerdas del laúd, entre partidas de backgammon y tazas de café turco.

El templo fue construido en 1931 a imagen de la Gran Sinagoga de Alepo, una de las más importantes en el judaísmo y que hoy es un testigo silencioso del sufrimiento de decenas de miles de personas que han tenido que abandonar sus hogares para escapar de la muerte y de la guerra en Siria. Amenazada por el olvido y el abandono, el primer centro de culto jalebi en el país ha recibido una segunda oportunidad y será la sede del primer archivo conjunto de la comunidad judía en México.

Los primeros judíos de Alepo llegaron al país en los primeros años del siglo XX, deslumbrados por las aventuras de viejos conocidos en Nueva York y Buenos Aires, los destinos más populares en el nuevo continente. México, en cambio, era un territorio inexplorado del que no se sabía prácticamente nada. El viaje era costoso y duraba casi 40 días. Había que tomar un tren a Beirut, embarcarse en bodegas hacinadas hacia Marsella y navegar durante semanas rumbo a las costas americanas.

“Salía primero de Siria el jefe de familia para encontrar alguna actividad a la cual dedicarse [y después] ahorraba como ‘hormiguita’ el dinero necesario para que viniera el resto de la familia”, relata Isaac Dabbah, expresidente de la comunidad alepina, en su libro Esperanza y realidad. Los recién llegados vendían textiles de puerta en puerta y se asentaron en las vecindades del modesto barrio de La Merced, lejos de la imagen y el prejuicio de ostentación que rodea a los judíos actualmente.

Los paisanos, como se les apodó en las calles del centro de la capital, se mudaron en la década de 1920 a la colonia Roma y se agruparon con los judíos de Damasco y de Beirut. Las tiendas de productos árabes, las carnicerías kosher, los cafés y las escuelas religiosas llegaron poco a poco a las calles de Coahuila, Guanajuato, Zacatecas y Álvaro Obregón. La necesidad de diferenciarse surgió conforme creció la comunidad, que aglutina a poco menos de 70.000 personas, según datos del último censo poblacional.

Persisten cuatro grupos mayoritarios de acuerdo con el origen de los antepasados de sus integrantes: la Comunidad Maguén David, compuesta por los judíos de Alepo; la Comunidad Monte Sinaí, de Beirut y Damasco; los ashkenazíes, de Europa Central y del Este, y los sefaradíes que son descendientes de los antiguos expulsados por los Reyes Católicos de España (Sefarad, en hebreo) y que se establecieron después en el Sur de Europa. Cada una de las agrupaciones mantiene lazos a sus lugares de origen y conserva tradiciones y rituales que trajeron las generaciones fundadoras.

La Sinagoga de la calle de Córdoba era la pieza faltante y la piedra angular de la vida comunitaria de los judíos alepinos. “Siempre existió una añoranza de Alepo, ninguno se fue de su tierra porque quiso y tener un recuerdo de donde venían era muy importante para ellos”, explica la investigadora Mónica Unikel. “En el contexto de la diáspora, una sinagoga, más que un recinto religioso, es la casa de un pueblo”, agrega.

Unikel, autora de Sinagogas de México, señala que el knis (como los judíos árabes llaman a sus templos) se construyó en un espacio de cinco años, con el recuerdo fresco de la Gran Depresión de 1929, y en medio de enormes dificultades económicas gracias a donaciones en especie, que se pagaban en pequeños abonos. Fue el primero de los 11 templos de la Comunidad Maguén David, identificada como la más tradicional y observante de los preceptos religiosos de las cuatro mayoritarias.

El templo se conoce como Rodfe Sédek (los buscadores de la justicia, en hebreo) y cuenta con el hejal (el cuarto o armario donde se guardan los pergaminos de la Torá) más grande de México. La escalinata principal que conduce a la zona de rezo de las mujeres y los ventanales que vigilan el midrash (el área de estudio y sermones del recinto), así como las bancas y la cúpula bizantina que la coronan, son una réplica de la sinagoga original en Siria. El edificio tenía también un velatorio que, a la usanza de las comunidades sirias, era el último sitio donde las mujeres podían despedirse de sus difuntos antes de los entierros.

Rodfe Sédek tuvo un lugar preponderante hasta la década de 1960 y albergó a cerca de 420 asistentes. La mudanza de los judíos a zonas más acaudaladas en el poniente de la ciudad, como Polanco o Tecamachalco, hizo que el recinto cayera en desuso. La última ceremonia que se celebró fue el bar mitzvá (el rito que marca a los 13 años el comienzo de la vida adulta) del hijo de Unikel hace nueve años. El brillo arquitectónico del lugar se extinguió poco a poco y era sólo frecuentado por un puñado de miembros de las primeras generaciones de la comunidad, que se desplazaban a la colonia Roma para compartir recuerdos y beber café.

Cuando los representantes de cada comunidad acordaron a mediados de 2015 la creación del Centro de Documentación e Investigación Judío de México, la sinagoga de Córdoba pareció una elección natural. La primera piedra del proyecto se colocó en noviembre pasado y contempla la remodelación de Rodfe Sédek y la construcción de un edificio nuevo a un costado que estará abierto al público tentativamente a finales del próximo año. “La historia es la memoria de un pueblo y tenemos que trabajar por preservarla”, zanja Gloria Carreño, encargada del archivo de la Comunidad Maguén David.

El acervo conjunto, reconocido por la UNESCO por su valor patrimonial, incluye más de 30.000 volúmenes de libros, un fondo reservado con documentos que se remontan al siglo XVI, una hemeroteca y el archivo personal de Dunia Wasserstrom, superviviente de la Segunda Guerra Mundial y autora de Nunca jamás, la obra escrita en México más conocida sobre el holocausto. “Queremos afianzar el vínculo entre la comunidad judía y la sociedad mexicana”, afirma el director del Centro, Enrique Chmelnic, sobre el proyecto que dará una nueva vida a la antigua embajada de Alepo en México

 

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