GABRIEL ALBIAC
Contra Israel, Obama apostó ya, desde el inicio de su presidencia. Y ha seguido apostando. Y seguirá hasta su último día.
El hombre es un animal suicida. No hay definición más seria del mamífero hablante. La racionalidad, ese tesoro en el cual los clásicos preferían ver su carácter propio, no es en los humanos más que un instrumento. Poderosísimo, sin duda alguna. Pero al servicio siempre de tentaciones mucho más sombrías.
Un día se dará cuenta Europa de que Israel fue, durante medio siglo, su última frontera. Y la primera línea defensiva, frente la ofensiva bárbara que la acechaba. Mas puede que, para cuando ese día llegue, Europa ya no exista. Y, lo cual es bastante peor, puede que el hombre europeo se haya sentido feliz de hallar, por fin, a quienes lo borraran. Sin ofrecer siquiera resistencia. Y celebrando, con infantil gusto por el masoquismo, la destrucción de esa única línea de combate que defendía al Continente. Si un día Israel cae, Europa estará llamada a un vasallaje coránico, frente al cual no se ha sabido dotar de una sola arma: ni material ni anímica.
No es ninguna novedad. La extinción europea viene gestándose desde 1948. Momento en que el Continente cierra los ojos a la evidencia: que una sociedad libre reposa necesariamente sobre una autodefensa operativa; y que una autodefensa operativa exige la puesta en pie de un ejército moderno; no de una simpática ONG; de un ejército, antipática institución sin la cual las sociedades mueren, necesariamente.
Nadie ha sido más injuriado, desde Europa, que ese Israel sobre cuyo territorio se establecía la línea de defensa democrática, más allá de la cual sólo existían las peores dictaduras –y las más generadoras de miseria interna– del planeta. Primero, durante el medio siglo casi de Guerra Fría, cuando gente como Sadam o Assad o Arafat eran punta de lanza de la URSS en el Cercano Oriente, tras haberlo sido antes del régimen hitleriano. Después, cuando, tras el advenimiento de los clérigos chiítas y sunitas como única linterna de las sociedades musulmanas, el yihadismo abrió el tiempo de guerra santa que define el inicio del siglo XXI.
La única novedad ahora es que la alucinación suicida se ha extendido más allá de Europa. Y que, por primera vez, afecta también a los Estados Unidos. Y es ése un cambio, como mínimo, desasosegante para cualquiera que sepa cuál fue la única fuerza que impidió el triunfo fulgurante de los totalitarismos en la Europa del siglo XX.
La apuesta de Barak Obama por favorecer la condena de Israel en el Consejo de Seguridad de la ONU, marca una inflexión crítica en la política internacional. Que España o Francia o tantos otros hagan alegremente eso, no sorprende. Todos sabemos que Europa, sin excepciones continentales, desea morir. En cuanto a Obama, tampoco es nueva su apuesta. Contra Israel, Obama apostó ya, desde el inicio de su presidencia. Y ha seguido apostando. Y seguirá hasta su último día, dentro de cuatro semanas. Contra Israel, es decir, a favor de las mismas teocracias del Golfo, cuyas complicidades financieras con el Partido Demócrata fueron tan esenciales en el rechazo de los electores estadounidenses frente la favorita candidata Clinton.
Lo de verdad bochornoso, esta vez, es el modo en que el Presidente saliente ha ejercido su venganza. En vísperas de la entrada de un Presidente nuevo, al cual deja una bomba de relojería activada. Pocas veces una salida presidencial fue tan indigna. Y tan contraria a los intereses norteamericanos. Los europeos aplauden: los obstáculos para su destrucción, al fin, se allanan. Y sonríen: son cosas del animal suicida.
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